41.
De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura
Llegó en esto la noche, y con ella el
punto determinado en que el famoso caballo Clavileño viniese, cuya tardanza
fatigaba ya a don Quijote, pareciéndole que, pues Malambruno se detenía en
enviarle, o que él no era el caballero para quien estaba guardada aquella
aventura, o que Malambruno no osaba venir con él a singular batalla. Pero veis
aquí cuando a deshora entraron por el jardín cuatro salvajes, vestidos todos de
verde yedra, que sobre sus hombros traían un gran caballo de madera. Pusiéronle
de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo:
-Suba sobre esta máquina el caballero que
tuviere ánimo para ello.
-Aquí -dijo Sancho- yo no subo, porque ni
tengo ánimo, ni soy caballero.
Y el salvaje prosiguió, diciendo:
-Y ocupe las ancas el escudero, si es que
lo tiene, y fíese del valeroso Malambruno, que si no fuere de su espada, de
ninguna otra, ni de otra malicia, será ofendido; y no hay más que torcer esta
clavija que sobre el cuello trae puesta, que él os llevará por los aires,
adonde los atiende Malambruno; pero porque la alteza y sublimidad del camino no
les cause vaguidos, se han de cubrir los ojos hasta que el caballo relinche,
que será señal de haber dado fin a su viaje.
Esto dicho, dejando a Clavileño, con
gentil continente, se volvieron por donde habían venido. La Dolorida, así como
vio al caballo, casi con lágrimas dijo a don Quijote:
-Valeroso caballero, las promesas de
Malambruno han sido ciertas: el caballo está en casa, nuestras barbas crecen, y
cada una de nosotras y con cada pelo dellas te suplicamos nos rapes y tundas,
pues no esta en mas sino en que subas en él con tu escudero, y des felice
principio a vuestro nuevo viaje.
-Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de
muy buen grado y de mejor talante, sin ponerme a tomar cojín, ni calzarme
espuelas, por no detenerme; tanta es la gana que tengo de veros a vos, señora,
y a todas estas dueñas rasas y mondas.
-Eso no haré yo -dijo Sancho-, ni de malo
ni de buen talante, en ninguna manera; y si es que este rapamiento no se puede
hacer sin que yo suba a las ancas, bien puede buscar mi señor otro escudero que
le acompañe, y estas señoras otro modo de alisarse los rostros; que yo no soy
brujo, para gustar de andar por los aires. Y ¿qué dirán mis insulanos cuando
sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra cosa más: que
habiendo tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa, o
el gigante se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni
habrá ínsula, ni ínsulos en el mundo que me conozcan; y pues se dice comúnmente
que en la tardanza va el peligro, y que cuando te dieren la vaquilla acudas con
la soguilla, perdónenme las barbas destas señoras, que bien se está San Pedro
en Roma; quiero decir, que bien me estoy en esta casa, donde tanta merced se me
hace y de cuyo dueño tan gran bien espero como es yerme gobernador.
A lo que el duque dijo:
-Sancho amigo, la ínsula que yo os he
prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los
abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres
tirones; y pues vos sabéis que sé yo que no hay ningún género de oficio destos
de mayor cuantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cuál mas, cual
menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor
don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura; que ahora volváis
sobre Clavileño con la brevedad que su ligereza promete, ora la contraria
fortuna os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesón en mesón y de venta en
venta, siempre que volviéredes hallaréis vuestra ínsula donde la dejáis, y a
vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por su gobernador que
siempre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis duda en esta
verdad, señor Sancho; que seria hacer notorio agravio al deseo que de serviros
tengo.
No más, señor dijo Sancho-: yo soy un pobre escudero, y no puedo llevar a
cuestas tantas cortesías; suba mi amo, tápenme estos ojos, y encomiéndenme a Dios,
y avísenme si cuando vamos por esas altanerías podré encomendarme a nuestro
Señor, o invocar los ángeles, que me favorezcan.
A lo que respondió Trifaldi:
-Sancho, bien podéis encomendaros a Dios,
o a quien quisiéredes; que Malambruno, aunque es encantador, es cristiano, y
hace sus encantamentos con mucha sagacidad y con mucho tiento, sin meterse con
nadie.
-Ea pues -dijo Sancho-, Dios me ayude y la
Santísima Trinidad de Gaeta.
-Desde la memorable aventura de los
batanes -dijo don Quijote-, nunca he visto a Sancho con tanto temor como ahora;
y si yo fuera tan agorero como otros, su pusilanimidad me hiciera algunas
cosquillas en el ánimo. Pero llegaos aquí Sancho; que con licencia destos
señores os quiero hablar aparte dos palabras.
Y apartando a Sancho entre unos árboles
del jardín, asiéndole ambas manos, le dijo:
-Ya vees, Sancho hermano, el largo viaje
que nos espera, y que sabe Dios cuándo volveremos dél, ni la comodidad ni
espacio que nos darán los negocios; y así querría que ahora te retirases en tu aposento,
como que vas a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y en un daca las
pajas te dieses, a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a que estás
obligado, siquiera quinientos, que dados te los tendrás; que el comenzar las
cosas es tenerlas medio acabadas.
-Par Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced
debe de ser menguado; esto es como aquello que dicen: «¡en priesa me vees, y
doncellez me demandas!» ¿Ahora que tengo de ir sentado en una tabla rasa,
quiere vuesa merced que me lastime las posas? En verdad en verdad que no tiene
vuesa merced razón. Vamos ahora a rapar estas dueñas; que a la vuelta, yo le
prometo a vuesa merced, como quien soy, de darme tanta priesa a salir de mi
obligación, que vuesa merced se contente, y no le digo más.
Y don Quijote respondió:
-Pues con esa promesa, buen Sancho, voy
consolado, y creo que la cumplirás, porque, en efecto, aunque tonto, eres
hombre verídico.
-No soy verde, sino moreno -dijo Sancho-;
pero aunque fuera de mezcla, cumpliera mi palabra.
Y con esto se volvieron a subir en
Clavileño, y al subir, dijo don Quijote:
-Tapaos, Sancho, y subid, Sancho; que
quien de tan lueñes tierras envía por nosotros no será para engañarnos, por la
poca gloria que le puede redundar de engañar a quien dél se fía; y puesto que
todo sucediese al revés de lo que imagino, la gloria de haber emprendido esta
hazaña no la podrá escurecer malicia alguna.
-Vamos, señor -dijo Sancho-; que las
barbas y lágrimas destas señoras las tengo clavadas en el corazón, y no comeré
bocado que bien me sepa hasta verlas en su primera lisura. Suba vuesa merced, y
tápese primero; que si yo tengo de ir a las ancas, claro está que primero sube
el de la silla.
-Así es la verdad -replicó don Quijote.
Y sacando un pañuelo de la faldriquera,
pidió a la Dolorida que le cubriese muy bien los ojos; y habiéndoselos
cubierto, se volvió a descubrir y dijo:
-Si mal no me acuerdo, yo he leído en
Virgilio aquello del Paladión de Troya, que fue un caballo de madera que los
griegos presentaron a la diosa Palas, el cual iba preñado de caballeros
armados, que después fueron la total ruina de Troya; y así, será bien ver
primero lo que Clavileño trae en su estómago.
-No hay para qué -dijo la Dolorida-; que
yo le fío y sé que Malambruno no tiene nada de malicioso ni de traidor; vuesa
merced, señor don Quijote, suba sin pavor alguno, y a mi daño si alguno le
sucediere.
Parecióle a don Quijote que cualquiera
cosa que replicase acerca de su seguridad seria poner en detrimento su
valentía, y así, sin más altercar, subió sobre Clavileño, y le tentó la
clavija, que fácilmente se rodeaba; y como no tenía estribos, y le colgaban las
piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco, pintada o tejida, en algún
romano triunfo. De mal talante y poco a poco llegó a subir Sancho, y acomodándose
lo mejor que pudo en las ancas, las halló algo duras y no nada blandas, y pidió
al duque que, si fuese posible, le acomodase de algún cojín, o de alguna
almohada, aunque fuese del estrado de su señora la duquesa, o del lecho de
algún paje; porque las ancas de aquel caballo más parecían de mármol que de
leño. A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adorno sufría
sobre sí Clavileño; que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas, y que así
no sentiría tanto la dureza. Hizolo así Sancho, y diciendo a Dios, se dejó
vendar los ojos, y ya después de vendados, se volvió a descubrir, y mirando a
todos los del jardín tiernamente y con lágrimas, dijo que le ayudasen en aquel
trance con sendos paternostres y sendas avemarías, porque Dios deparase quien
por ellos los dijese cuando en semejantes trances se viesen. A lo que dijo don
Quijote:
-Ladrón, ¿estás puesto en la horca por
ventura, o en el último término de la vida, para usar de semejantes plegarias?
¿No estás, desalmada y cobarde criatura, en el mismo lugar que ocupó la linda
Magalona, del cual decendió, no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si
no mienten las historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme al del
valeroso Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete,
cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes, a
lo menos en presencia mía.
-Tápenme -respondió Sancho-; y pues no
quieren que me encomiende a Dios ni que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no
ande por aquí alguna región de diablos, que den con nosotros en Peralvillo?
Cubriéronse, y sintiendo don Quijote que
estaba como había de estar, tentó la clavija, y apenas hubo puesto los dedos en
ella, cuando todas las dueñas y cuantos estaban presentes levantaron las voces,
diciendo:
-¡Dios te guíe, valeroso caballero!
-¡Dios sea contigo, escudero intrépido!
-¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos
con más velocidad que una saeta!
-¡Ya comenzáis a suspender y admirar a
cuantos desde la tierra os están mirando!
-¡Tente, valeroso Sancho, que te
bamboleas! ¡Mira no cayas; que será peor tu caída que la del atrevido mozo que
quiso regir el carro del Sol, su padre!
Oyó Sancho las voces, y apretándose con su
amo, y ciñiéndole con los brazos, le dijo:
-Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan
altos, si alcanzan acá sus voces, y no parece sino que están aquí hablando,
junto a nosotros?
-No repares en eso, Sancho; que como estas
cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas
verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en
verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas; que osare jurar que en todos
los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino
que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo; que, en efecto, la
cosa va como ha de ir, y el viento llevamos en popa.
-Así es la verdad -respondió Sancho-; que
por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil fuelles me
están soplando.
Y así era ello; que unos grandes fuelles
le estaban haciendo aire: tan bien trazada estaba la tal aventura por el duque
y la duquesa y su mayordomo, que no le faltó requisito que la dejase de hacer
perfecta.
Sintiéndose, pues, soplar, don Quijote,
dijo:
-Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de
llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo o las
nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera
región; y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la región
del fuego, y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos
abrasemos.
En esto, con unas estopas ligeras de
encenderse y apagarse desde lejos, pendientes de una cana, les calentaban los
rostros. Sancho, que sintió el calor, dijo:
-Que me maten si no estamos ya en el lugar
del fuego, o bien cerca; porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado,
y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos.
-No hagas tal -respondió don Quijote- y
acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los
diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en
doce horas llegó a Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la
ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya
estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el
cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese
los ojos, y los abrió y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna,
que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra, por no
desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que el que nos
lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros; y quizá vamos tomando puntas y
subiendo en alto, para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya, como
hace el sacre o neblí sobre la garza para cogerla, por más que se remonte; y
aunque nos parece que no ha media hora que nos partimos del jardín, créeme que
debemos de haber hecho gran camino.
-No sé lo que es -respondió Sancho Panza-;
sólo sé decir que si la señora Magallanes, o Magalona, se contentó destas
ancas, que no debía de ser muy tierna de carnes.
Todas estas pláticas de los dos valientes
oían el duque y la duquesa y los del jardín, de que recibían extraordinario
contento; y queriendo dar remate a la extraña y bien fabricada aventura, por la
cola de Clavileño le pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el
caballo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires, con extraño ruido, y
dio con don Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio chamuscados.
En este tiempo ya se habían desaparecido
del jardín todo el barbado escuadrón de las dueñas, y la Trifaldi y todo, y los
del jardín quedaron como desmayados, tendidos por el suelo. Don Quijote y
Sancho se levantaron maltrechos, y mirando a todas partes quedaron atónitos de
verse en el mismo jardín de donde habían partido, y de ver tendido por tierra
tanto número de gente; y creció más su admiración cuando a un lado del jardín
vieron hincada una gran lanza en el suelo, y pendiente della y de dos cordones
de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual con grandes letras de oro
estaba escrito lo siguiente:
El ínclito caballero don Quijote de la
Mancha feneció y acabó la aventura de la condesa Trifaldi, por otro nombre
llamada la dueña Dolorida, y compañía, con sólo intentarla.
Malambruno se da por contento y satisfecho
a toda su voluntad, y las barbas de las dueñas ya quedan lisas y mondas, y los
reyes don Clavijo y Antonomasia, en su prístino estado. Y cuando se cumpliere
el escuderil vápulo, la blanca paloma se verá libre de los pestíferos
girifaltes que la persiguen, y en brazos de su querido arrullador; que así está
ordenado por el sabio Merlín, protoencantador de los encantadores.
Habiendo, pues, don Quijote leído las
letras del pergamino, claro entendió que del desencanto de Dulcinea hablaban; y
dando muchas gracias al cielo de que con tan poco peligro hubiese acabado tan
gran fecho, reduciendo a su pasada tez los rostros de las venerables dueñas,
que ya no parecían, se fue adonde el duque y la duquesa aún no habían vuelto en
sí, y trabando de la mano al duque, le dijo:
-¡Ea, buen señor, buen ánimo; buen animo,
que todo es nada! La aventura es ya acabada, sin daño de barras, como lo
muestra claro el escrito que en aquel padrón está puesto.
El duque, poco a poco y como quien de un
pesado sueño recuerda, fue volviendo en sí, y por el mismo tenor la duquesa y
todos los que por el jardín estaban caídos, con tales muestras de maravilla y
espanto, que casi se podían dar a entender haberles acontecido de veras lo que
tan bien sabían fingir de burlas. Leyó el duque el cartel con los ojos medio
cerrados, y luego, con los brazos abiertos, fue a abrazar a don Quijote,
diciéndole ser el más buen caballero que en ningún siglo se hubiese visto. Sancho
andaba mirando por la Dolorida, por ver qué rostro tenía sin las barbas, y si
era tan hermosa sin ella como su gallarda disposición prometía: pero dijéronle
que así como Clavileño bajó ardiendo por los aires y dio en el suelo, todo el
escuadrón de las dueñas, con la Trifaldi, había desaparecido, y que ya iban
rapadas y sin cañones. Preguntó la duquesa a Sancho que cómo le había ido en
aquel largo viaje. A lo cual Sancho respondió:
Yo, señora, sentí que íbamos, según mi
señor me dijo, volando por la región del fuego, y quise descubrirme un poco los
ojos; pero mi amo, a quien pedí licencia para descubrirme, no lo consintió: mas
yo, que tengo no sé qué briznas de curioso, y de desear saber lo que se me
estorba y impide, bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a las narices
aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos y por allí miré hacia
la tierra, y parecióme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y
los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas, porque se vea cuán
altos debíamos de ir entonces.
A esto dijo la duquesa:
-Sancho amigo, mirad lo que decís; que, a
lo que parece, vos no vistes la tierra, sino los hombres que andaban sobre
ella; y está claro que si la tierra os pareció como un grano de mostaza, y cada
hombre como una avellana, un hombre solo había de cubrir toda la tierra.
-Así es verdad -respondió Sancho-; pero,
con todo eso, la descubrí por un ladito, y la vi toda.
-Mirad, Sancho -dijo la duquesa-, que por
un ladito no se ve el todo de lo que se mira.
-Yo no sé esas miradas -replicó Sancho-;
sólo sé que será bien que vuestra señoría entienda que, pues volábamos por
encantamento, por encantamento podía yo ver toda la tierra y todos los hombres
por doquiera que los mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá vuesa
merced cómo, descubriéndome por junto a las cejas, me vi tan junto al cielo,
que no había de mi a él palmo y medio, y por lo que puedo jurar, señora mía,
que es muy grande además. Y sucedió que íbamos por parte donde están las siete
cabrillas, y en Dios y en mi ánima que como yo en mi niñez fui en mi tierra
cabrerizo, que como las vi, ¡ me dio una gana de entretenerme con ellas un
rato...! Y si no la cumpliera, me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo, ¿y
qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco, bonita y pasitamente
me apeé de Clavileño, y me entretuve con las cabrillas, que son como unos
alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió
de un lugar, ni pasó adelante.
-Y en tanto que el buen Sancho se
entretenía con las cabras -preguntó el duque-, ¿en qué se entretenía el señor
don Quijote?
A lo que don Quijote respondió:
-Como todas estas cosas y esos tales
sucesos van fuera del orden natural no es mucho que Sancho diga lo que dice. De
mí sé decir que ni me descubrí por alto ni por bajo, ni vi el cielo, ni la
tierra, ni la mar, ni las arenas. Bien es verdad que sentí que pasaba por la
región del aire, y aun que tocaba a la del fuego; pero que pasásemos de allí no
lo puedo creer, pues estando la región del fuego entre el cielo de la luna y la
última región del aire, no podíamos llegar al cielo donde están las siete
cabrillas que Sancho dice, sin abrasarnos; y pues no nos asuramos, o Sancho
miente, o Sancho sueña.
-Ni miento ni sueño -respondió Sancho-; si
no, pregúntenme las señas de las tales cabras y por ellas verán si digo verdad
o no.
-Dígalas, pues, Sancho -dijo la duquesa.
-Son -respondió Sancho- las dos verdes,
las dos encarnadas, las dos azules, y la una de mezcla.
-Nueva manera de cabras es ésa -dijo el
duque-, y por esta nuestra región del suelo no se usan tales colores; digo,
cabras de tales colores.
-Bien claro está eso -dijo Sancho-; si,
que diferencia ha de haber de las cabras del cielo a las del suelo.
-Decidme, Sancho -preguntó el duque-:
¿vistes allá entre esas cabras algún cabrón?
-No, señor -respondió Sancho-; pero oí
decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna.
No quisieron preguntarle más de su viaje,
porque les pareció que llevaba Sancho hilo de pasearse por todos los cielos, y
dar nuevas de cuanto allá pasaba, sin haberse movido del jardín.
En resolución, éste fue el fin de la
aventura de la dueña Dolorida, que dio que reír a los duques, no sólo aquel
tiempo, sino el de toda su vida, y que contar a Sancho siglos, si los viviera;
y llegándose don Quijote a Sancho, al oído le dijo:
-Sancho, pues vos queréis que se os crea
lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a milo que vi en
la cueva de Montesinos. Y no os digo más.