40. De cosas que atañen y tocan a esta
aventura y a esta memorable historia
Real y verdaderamente, todos los que
gustan de semejantes historias como ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide
Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas
della, sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no la sacase a luz
distintamente. Pinta los pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a
las tácitas, aclara las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos
del más curioso deseo manifiesta. ¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh don Quijote
dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada
uno de por sí viváis siglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los
vivientes.
Dice, pues, la historia que así como
Sancho vio desmayada a la Dolorida, dijo:
Por la fe de hombre de bien juro, y por el
siglo de todos mis pasados los Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me
ha contado, ni en su pensamiento ha cabido, semejante aventura como ésta.
Válgate mil satanases, por no maldecirte, por encantador y gigante, Malambruno,
y ¿no hallaste otro género de castigo que dar a estas pecadoras sino el de
barbarías? ¿Cómo y no fuera mejor y a ellas les estuviera mas a cuento,
quitarles la mitad de las narices de medio arriba, aunque hablaran gangoso, que
no ponerles barbas? Apostaré yo que no tienen hacienda para pagar a quien las
rape.
-Así es la verdad, señor -respondió una de
las doce-: que no tenemos hacienda para mondarnos; y así, hemos tomado algunas
de nosotras por remedio ahorrativo de usar de unos pegotes o parches pegajosos,
y aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como
fondo de mortero de piedra; que puesto que hay en Candaya mujeres que andan de
casa en casa a quitar el vello y a pulir las cejas, y hacer otros menjurjes
tocantes a mujeres, nosotras las dueñas de mi señora por jamás quisimos
admitirías, porque las más oliscan a terceras, habiendo dejado de ser primas; y
si por el señor don Quijote no somos remediadas, con barbas nos llevarán a la
sepultura.
-Yo me pelaría las mías -dijo don Quijote-
en tierra de moros, si no remediase las vuestras.
A este punto volvió de su desmayo la
Trifaldi, y dijo:
-El retintín desa promesa, valeroso
caballero, en medio de mi desmayo llegó a mis oídos, y ha sido parte para que
yo dél vuelva y cobre todos mis sentidos: y así, de nuevo os suplico, andante
ínclito y señor indomable, vuestra graciosa promesa se convierta en obra.
-Por mí no quedará -respondió don
Quijote-: ved, señora, qué es lo que tengo de hacer; que el ánimo está muy
pronto para serviros.
-Es el caso -respondió la Dolorida- que
desde aquí al reino de Candaya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos
mas o menos; pero si se va por el aire y por la línea recta, hay tres mil y
docientas y veinte y siete. Es también de saber que Malambruno me dijo que
cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le
enviaría una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de
retorno, porque ha de ser aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el
valeroso Pierres robada a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una
clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con
tanta ligereza, que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo,
según es tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestósele a
Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se ha
dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando
embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a quien
él quería o mejor se lo pagaba; y desde el gran Pierres hasta ahora no sabemos
que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado Malambruno con sus artes, y
le tiene en su poder, y se sirve dél en sus viajes, que los hace por momentos,
por diversas partes dcl mundo, y hoy está aquí, y mañana en Francia, y otro día
en Potosí; y es lo bueno que el tal caballo ni come, ni duerme, ni gasta
herraduras, y lleva un portante por los aires, sin tener alas, que el que lleva
encima puede llevar una taza llena de agua en la mano sin que se le derrame
gota, según camina llano y reposado; por lo cual la linda Magalona se holgara
mucho de andar caballera en él.
A esto dijo Sancho:
-Para andar reposado y llano, mi rucio,
puesto que no anda por los aires; pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos
portantes hay en el mundo.
Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:
-Y este tal caballo, si es que Malambruno
quiere dar fin a nuestra desgracia, antes que sea media hora entrada la noche
estará en nuestra presencia; porque él me significo que la señal que me daría
por donde yo entendiese que había hallado el caballero que buscaba, sería
enviarme el caballo, donde fuese con comodidad y presteza.
-Y ¿cuántos caben en ese caballo?
-preguntó Sancho.
La Dolorida respondió:
-Dos personas, la una en la silla y la
otra en las ancas; y por la mayor parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta
alguna robada doncella.
-Querría yo saber, señora Dolorida –dijo
Sancho-, qué nombre tiene ese caballo.
El nombre respondió la Dolorida- no es
como el caballo de Belerofonte, que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno
Alejandro, llamado Bucéfalo, ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro,
ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de
Rugero, ni Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco
se llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de
los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.
-Yo apostaré -dijo Sancho- que pues no le
han dado ninguno desos famosos nombres de caballos tan conocidos, que tampoco
le habrán dado el de mi amo, Rocinante, que en ser propio excede a todos los
que se han nombrado.
-Así es -respondió la barbada condesa-;
pero todavía le cuadra mucho, porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo
nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y
con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir
con el famoso Rocinante.
-No me descontenta el nombre –replicó
Sancho-; pero ¿con qué freno o con qué jáquima se gobierna?
-Ya he dicho -respondió la Trifaldi- que
con la clavija, que, volviéndola a una parte o a otra, el caballero que va
encima le hace caminar como quiere, o ya por los aires, o ya rastreando y casi
barriendo la tierra, o por el medio, que es el que se busca y se ha de tener
en todas las acciones bien ordenadas.
-Ya lo querría ver -respondió Sancho-;
pero pensar que tengo de subir en él, ni en la
silla ni en las ancas, es pedir peras al olmo. ¡Bueno es que
apenas puedo tenerme en mi rucio, y sobre un albarda más blanda que la mesma
seda, y querrían ahora que me tuviese en unas ancas de tabla, sin cojín ni almohada
alguna! Pardiez, yo no me pienso moler por quitar las barbas a nadie: cada cual
se rape como más le viniere a cuento; que yo no pienso
acompañar a mi señor en tan largo viaje. Cuanto más que yo no debo
de hacer al caso para el rapamiento destas barbas como lo soy para el
desencanto de mi señora Dulcinea.
-Sí sois, amigo -respondió la Trifaldi-; y
tanto, que sin vuestra presencia entiendo que no haremos nada.
-¡Aquí del rey! -dijo Sancho-. ¿Qué tienen
que ver los escuderos con las aventuras de sus señores? ¿Hanse de llevar ellos
la fama de las que acaban, y hemos de llevar nosotros el trabajo? ¡Cuerpo de
mí! Aun si dijesen los historiadores: «El tal caballero acabó la tal y tal
aventura; pero con ayuda de fulano su escudero, sin el cual fuera imposible el
acabarla...» Pero ¡que escriban a secas: «Don Paralipomenón de las Tres
Estrellas acabó la aventura de los seis vestigios», sin nombrar la persona de
su escudero, que se halló presente a todo, como si no fuera en el mundo! Ahora,
señores, vuelvo a decir que mi señor se puede ir solo, y buen provecho le haga;
que yo me quedaré aquí, en compañía de la duquesa mi señora, y podría ser que
cuando volviese hallase mejorada la causa de la señora Dulcinea en tercio y
quinto; porque pienso, en íos ratos ociosos y des ocupados, darme una tanda de
azotes, que no me la cubra pelo.
-Con todo eso, le habéis de acompañar si
fuere necesario, buen Sancho, porque os lo rogaran buenos; que no han de quedar
por vuestro inútil temor tan poblados los rostros
destas señoras, que cierto sería mal caso.
-¡Aquí del rey otra vez! -replicó Sancho-.
Cuando esta caridad se hiciera por algunas doncellas recogidas, o por algunas
niñas de la doctrina, pudiera el hombre aventurarse a cualquier trabajo; pero
que lo sufra por quitar las barbas a dueñas, ¡mal año! Mas que las viese yo a
todas con barbas, desde la mayor hasta la menor, y de la más melindrosa hasta
la más repulgada.
-Mal estáis con las dueñas, Sancho amigo
-dijo la duquesa-: mucho os vais tras la opinión del boticario toledano. Pues a
fe que no tenéis razón: que dueñas hay en mi casa que pueden ser ejemplo de
dueñas; que aquí está mi doña Rodríguez, que no me dejará decir otra cosa.
-Mas que la diga vuestra excelencia –dijo
Rodríguez-; que Dios sabe la verdad de todo, y buenas o malas, barbadas o
lampiñas que seamos las dueñas, también nos parieron nuestras madres como a las
otras mujeres; y pues Dios nos echó en el mundo, El sabe para qué, y a su
misericordia me atengo, y no a las barbas de nadie.
Ahora bien, señora Rodríguez -dijo don
Quijote-, y señora Trifaldi y compañía, yo espero en el cielo que mirara con
buenos ojos vuestras cuitas; que Sancho hará lo que yo le mandare, ya viniese
Clavileño, y ya me viese con Malambruno; que yo sé que no habría navaja que con
más facilidad rapase a vuestras mercedes como mi espada raparía de los hombros
la cabeza de Malambruno; que Dios sufre a los malos, pero no para siempre.
¡Ay! -dijo a esta sazón la Dolorida-. Con
benignos ojos miren a vuestra grandeza, valeroso caballero, todas las estrellas
de las regiones celestes, e infundan en vuestro ánimo toda prosperidad y
valentía para ser escudo y amparo del vituperoso y abatido género dueñesco,
abominado de boticarios, murmurado de escuderos y socaliñado de pajes; que mal
haya la bellaca que en la flor de su edad no se metió primero a ser monja que a
dueña. ¡Desdichadas de nosotras las dueñas; que aunque vengamos por línea
recta, de varón en varón, del mismo Héctor el troyano, no dejaran de echarnos
un vos nuestras señoras, si pensasen por ello ser reinas! ¡Oh gigante
Malambruno, que, aunque eres encantador, eres certísimo en tus promesas!,
envíanos ya al sin par Clavileño, para que nuestra desdicha se acabe; que si
entra el calor y estas nuestras barbas duran, ¡guay de nuestra ventura!
Dijo esto con tanto sentimiento la
Trifaldi, que sacó las lágrimas de los ojos de todos los circunstantes, y aun
arrasó los de Sancho, y propuso en su corazón de acompañar a su
señor hasta las últimas partes del mundo, si es que en ello
consistiese quitar la lana de aquellos venerables rostros.