42. De los consejos que dio don Quijote a
Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien
consideradas
Con el felice y gracioso suceso de la
aventura de la Dolorida quedaron tan contentos los duques, que determinaron
pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían para que
se tuviesen por veras; y así habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y
sus vasallos habían de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula
prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el
duque a Sancho que se adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador; que ya
sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló,
y le dijo:
-Después que bajé del cielo, y después que
desde su alta cumbre miré la tierra, y la vi tan pequeña, se templé en parte en
mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque ¿qué grandeza es
mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media
docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en
toda la tierra? Si vuesa señoría fuese servido de darme una tantica parte del
cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la
mayor ínsula del mundo.
-Mirad, amigo Sancho -respondió el duque-:
yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña; que a
solo Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy,
que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera
fértil y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de
la tierra granjear las del cielo.
-Ahora bien -respondió Sancho-, venga esa
ínsula; que yo pugnaré por ser tal gobernador, que, a pesar de bellacos, me
vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas
ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el
ser gobernador.
-Si una vez la probáis, Sancho -dijo el
duque-, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el
mandar y ser obedecido. A buen seguro que cuando vuestro dueño llegue a ser
emperador, que lo será sin duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo
arranquen como quiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo
que hubiere dejado de serlo.
-Señor -replicó Sancho-, yo imagino que es
bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado.
-Con vos me entierren, Sancho, que sabéis
de todo -respondió el duque-; y yo espero que seréis tal gobernador como
vuestro juicio promete; y quédese esto aquí, y advertid que mañana en ese mesmo
día habéis de ir al gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje
conveniente que habéis de llevar, y de todas las cosas necesarias a vuestra
partida.
-Vístanme -dijo Sancho- como quisieren;
que de cualquier manera que vaya vestido, seré Sancho Panza.
-Así es verdad -dijo el duque-; pero los
trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa; que no sería
bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un
sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán,
porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y
las letras como las armas.
-Letras -respondió Sancho-, pocas tengo,
porque aun no sé el abecé; pero bástame tener el Cristus en la memoria
para ser buen gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer,
y Dios delante.
-Con tan buena memoria -dijo el duque-, no
podrá Sancho errar en nada.
En esto llegó don Quijote, y sabiendo lo
que pasaba y la celeridad con que Sancho se había de partir a su gobierno, con
licencia del duque le tomé por la mano y se fue con él a su estancia, con
intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio. Entrados, pues,
en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por fuerza que Sancho se
sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:
-Infinitas gracias doy al cielo, Sancho
amigo, de que antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha, te
haya salido a ti a recibir y a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena
suerte te tenía librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de
aventajarme, y tú, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te
ves premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan,
ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber
cómo, ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron;
y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las
pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar ni
trasnochar, y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha tocado
de la andante caballería , sin más ni más te ves gobernador de una ínsula, como
quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus
merecimientos la merced recebida, sino que es gracias al cielo, que dispone
suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la
profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que
te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte y
ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto deste mar proceloso
donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino
un golfo profundo de confusiones.
Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a
Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en
nada.
Lo segundo, has de poner los ojos en quien
eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que
puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso
igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de
tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
-Así es la verdad -respondió Sancho-; pero
fue cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que
guardé, que no puercos. Pero esto paréceme a mi que no hace al caso; que no
todos los que gobiernan vienen de casta de reyes.
Así es verdad -replicó don Quijote-; por
lo cual los no de principios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que
ejercitan con una blanda suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la
murmuración maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho,
de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de
labradores; porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte, y
préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son
aquellos que dc baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia
e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te
cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer
hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen príncipes
y señores, porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale
por sí sola lo que la sangre no vale.
Siendo esto así como lo es, que si acaso
viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes no le
deseches ni le afrentes; antes le has de acoger, agasajar y regalar; que con
esto satisfarás al cielo que gusta que nadie se desprecie de lo que él hizo y
corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada.
Si trujeres a tu mujer contigo (porque no
es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias),
enséñala, doctrinala, y desbástala de su natural rudeza; porque todo lo que
suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer rústica
y tonta.
Si acaso enviudares (cosa que puede
suceder), y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal, que te sirva
de anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla, porque en verdad
te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el
marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro tanto en la
muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida.
Nunca te guíes por la ley del encaje, que
suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.
Hallen en ti más compasión las lágrimas
del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico.
Procura descubrir la verdad por entre las
promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del
pobre.
Cuando pudiere y debiere tener lugar la
equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la
fama del juez riguroso que la del compasivo.
Si acaso doblares la vara de la justicia,
no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.
Cuanto te sucediere juzgar algún pleito de
algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria, y ponías en la verdad del
caso.
No te ciegue la pasión propia en la causa
ajena; que los yerros que en ella hicieres, las mas veces serán sin remedio; y
si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda.
Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte
justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y
considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue
tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.
Al que has de castigar con obras no trates
mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la
añadidura de las malas razones.
Al culpado que cayere debajo de tu
juridición considérale hombre miserable,
sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra. y en todo
cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso
y clemente; porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más
resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia.
Si estos preceptos y estas reglas sigues,
Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu
felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y
tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos
de la vida te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus
ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta
aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los
que han de servir para adorno del cuerpo.