36. Donde se cuenta la extraña y jamás
imaginada aventura de la dueña dolorida, alias de la condesa Trifaldi, con una
carta que Sancho Panza escribió a su mujer Teresa Panza
Tenía un mayordomo el duque de muy
burlesco y desenfadado ingenio, el cual hizo la figura de Merlín y acomodó todo
el aparato de la aventura pasada, compuso los versos y hizo que un paje hiciese
a Dulcinea. Finalmente, con intervención de sus señores ordenó otra, del más
gracioso y extraño artificio que puede imaginarse. Preguntó la duquesa a Sancho
otra día sí había comenzado la tarea de la penitencia que había de hacer por el
desencanto de Dulcinea. Dijo que sí, y que aquella noche se había dado cinco
azotes. Preguntóle la duquesa que con qué se los había dado. Respondió que con
la mano.
Eso -replicó la duquesa- más es darse de
palmadas que de azotes. Yo tengo para mí que el sabio Merlín no estará contento
con tanta blandura: menester será que el buen Sancho haga alguna diciplina de
abrojos, o de las de canelones, que se dejen sentir; porque la letra con sangre
entra, y no se ha de dar tan barata la libertad de una tan gran señora como lo
es Dulcinea, por tan poco precio; y advierta Sancho que las obras de caridad
que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito, ni valen nada.
A lo que respondió Sancho:
-Deme vuestra señoría alguna diciplina o
ramal conveniente, que yo me daré con él, como no me duela demasiado; porque
hago saber a vuesa merced que, aunque soy rústico, mis carnes tienen más de
algodón que de esparto, y no será bien que yo me descríe por el provecho ajeno.
Sea en buena hora -respondió la duquesa-:
yo os daré mañana una diciplina que os venga muy al justo y se acomode con la
ternura de vuestras carnes, como si fueran sus hermanas propias.
A lo que dijo Sancho:
-Sepa vuestra alteza, señora mía de mi
ánima, que yo tengo escrita una carta a mi mujer Teresa Panza, dándole cuenta
de todo lo que me ha sucedido después que me aparté della: aquí la tengo en el
seno, que no le falta más de ponerle el sobrescrito; querría que vuestra
discreción la leyese, porque me parece que va conforme a lo de gobernador,
digo, al modo que deben de escribir los gobernadores.
-Y ¿quién la notó? -preguntó la duquesa.
-¿Quién la había de notar sino yo, pecador
de mí? -respondió Sancho.
-Y ¿escribístesla vos? -dijo la duquesa.
-Ni por pienso -respondió Sancho-, porque
yo no sé leer ni escribir, puesto que sé firmar.
-Veámosla -dijo la duquesa-: que a buen
seguro que vos mostréis en ella la calidad y suficiencia de vuestro ingenio.
Sacó Sancho una carta abierta del seno, y
tomándola la duquesa, vio que decía de esta manera.
CARTA DE SANCHO PANZA A TERESA PANZA, SU MUJER
Si buenos azotes me daban, bien caballero
me iba: si buen gobierno me tengo, buenos azotes me cuesta. Esto no lo
entenderás tú, Teresa mía, por ahora; otra vez lo sabrás. Has de saber, Teresa,
que tengo determinado que andes en coche, que es lo que hace al caso; porque
todo otro andar es andar a gatas. Mujer de un gobernador eres; ¡mira si te
roerá nadie los zancajos! Ahí te envío un vestido verde de cazador, que me dio
mi señora la duquesa; acomódale en modo, que sirva de saya y cuerpos a nuestra
hija. Don Quijote mi amo, según he oído decir en esta tierra, es un loco cuerdo
y un mentecato gracioso; y que yo no le voy en zaga. Hemos estado en la cueva
de Montesinos, y el sabio Merlín ha echado mano de mí para el desencanto de
Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo; con tres mil y
trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará desencantada como la
madre que la parió. No dirás desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en concejo,
y unos dirán que es blanco, y otros que es negro. De aquí a pocos días me
partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque
me han dicho que todos los, gobernadores nuevos van con este mesmo deseo:
tomaréle el pulso, y avisaréte si has de venir a estar conmigo, o no. El rucio
está bueno, y se te encomienda mucho; y no le pienso dejar, aunque me llevaran
a ser Gran Turco. La duquesa mi señora te besa mil veces las manos; vuélvele el
retorno con dos mil; que no hay cosa que menos cueste ni valga más barata,
según dice mi amo, que los buenos comedimientos. No ha sido Dios servido de
depararme otra maleta con otros cien escudos; como la de marras, pero no te dé
pena, Teresa mía; que en salvo está el que repica, y todo saldrá en la colada
del gobierno; sino que me ha dado gran pena que me dicen que si una vez le
pruebo, que me tengo de comer las manos tras él, y si así fuese, no me costaría
muy barato; aunque los estropeados y mancos ya se tienen su calonjía en la
limosna que piden: así que, por una vía o por otra, tú has de ser rica, de
buena ventura. Dios te la dé, como puede, y a mime guarde para servirte. Deste
castillo, a 20 de Julio 1614.
Tu marido el gobernador
SANCHO PANZA
En acabando la duquesa de leer la carta,
dijo a Sancho:
-En dos cosas anda un poco descaminado el
buen gobernador: la una, en decir o dar a entender que este gobierno se le han
dado por los azotes que se ha de dar, sabiendo él, que no lo puede negar, que
cuando el duque mi señor se le prometió, no se soñaba haber azotes en el mundo;
la otra es que se muestra en ella muy codicioso, y no querría que orégano
fuese, porque la codicia rompe el saco, y el gobernador codicioso hace la
justicia desgobernada.
-Yo no lo digo por tanto, señora
-respondió Sancho-; y si a vuesa merced le parece que la tal carta no va como
ha de ir, no hay sino rasgarla y hacer otra nueva, y podría ser que fuese peor,
si me lo dejan a mi caletre.
-No, no -replicó la duquesa-: buena está
ésta, y quiero que el duque la vea.
Con esto, se fueron a un jardín, donde
habían de comer aquel día. Mostró la duquesa la carta de Sancho al duque, de
que recibió grandísimo contento. Comieron, y después de alzados los manteles, y
después de haberse entretenido un buen espacio con la sabrosa conversación de
Sancho, a deshora se oyó el son tristísimo de un pífaro y el de un ronco y
destemplado tambor. Todos mostraron alborotarse con la confusa, marcial y
triste armonía, especialmente don Quijote, que no cabía en su asiento, de puro
alborotado; de Sancho no hay que decir sino que el miedo le llevó a su
acostumbrado refugio, que era el lado o faldas de la duquesa, porque real y
verdaderamente el son que se escuchaba era tristísimo y melancólico.
Y estando todos así suspensos, vieron
entrar por el jardín adelante dos hombres vestidos de luto, tan luengo y
tendido, que les arrastraba por el suelo; éstos venían tocando dos grandes
tambores, asimismo cubiertos dc negro. A su lado venía el pífaro, negro y
pizmiento como los demás. Seguía a los tres un personaje de cuerpo agigantado,
amantado, no que vestido, con una negrísima loba, cuya falda era asimismo
desaforada de grande. Por encima de la loba le ceñía y atravesaba un ancho
tahelí, también negro, de quien pendía un desmesurado alfanje de guarniciones y
vaina negra. Venía cubierto el rostro con un transparente velo negro, por quien
se entreparecía una longísima barba, blanca como la nieve. Movía el paso al son
de los tambores con mucha gravedad y reposo. En fin, su grandeza, su contoneo,
su negrura y su acompañamiento pudiera y supo suspender a todos aquellos que
sin conocerle le miraron.
Llegó, pues, con el espacio y prosopopeya
referida a hincarse de rodillas ante el duque, que en pie, con los demás que
allí estaban, le atendía; pero el duque de ninguna manera le consintió hablar
hasta que se levantase. Hízolo así el espantajo prodigioso, y puesto en pie,
alzó el antifaz del rostro, y hizo patente la más horrenda, la más larga, la
más blanca y más poblada barba que hasta entonces humanos ojos habían visto, y
luego desencajó y arrancó del ancho y dilatado pecho una voz grave y sonora, y
poniendo los ojos en el duque, dijo:
-Altísimo y poderoso señor, a mi me llaman
Trifaldín el de la Barba Blanca; soy escudero de la condesa Trifaldi, por otro
nombre llamada la dueña Dolorida, de parte de la cual traigo a vuestra grandeza
una embajada, y es que la vuestra magnificencia sea servida de darle facultad y
licencia para entrar a decirle su cuita, que es una de las más nuevas y más
admirables que el más cuitado pensamiento del orbe pueda haber pensado. Y
primero quiere saber si está en este vuestro castillo el valeroso y jamás
vencido caballero don Quijote de la Mancha, en cuya busca viene a pie y sin
desayunarse desde el reino de Candaya hasta este vuestro estado, cosa que se
puede y debe tener a milagro, o a fuerza de encantamento. Ella queda a la
puerta desta fortaleza o casa de campo, y no aguarda para entrar sino vuestro
beneplácito. Dije.
Y tosió luego, y manoseóse la barba de
arriba abajo con entrambas manos, y con mucho sosiego estuvo atendiendo la
respuesta del duque, que fue:
-Ya, buen escudero Trifaldín de la Blanca
Barba, ha muchos días que tenemos noticia de la desgracia de mi señora la
condesa Trifaldí, a quien los
encantadores la hacen llamar la dueña Dolorida: bien podéis, estupendo
escudero decirle que entre y que aquí está el valiente caballero don Quijote de
la Mancha, de cuya condición generosa puede prometerse con seguridad todo
amparo y toda ayuda; y asimismo le podréis decir de mi parte que si mi favor le
fuere necesario, no le ha de faltar, pues ya me tiene obligado a dársele el ser
caballero, a quien es anejo y concerniente favorecer a toda suerte de mujeres,
en especial a las dueñas viudas, menoscabadas y doloridas, cual lo debe estar
su señoría.
Oyendo lo cual Trifaldín, inclinó la
rodilla hasta el suelo, y haciendo al pífaro y tambores señal que tocasen, al
mismo son y al mismo paso que había entrado se volvió a salir del jardín,
dejando a todos admirados de su presencia y compostura. Y volviéndose el duque
a don Quijote, le dijo:
-En fin, famoso caballero, no pueden las
tinieblas de la malicia ni de la ignorancia encubrir y escurecer la luz del
valor y de la virtud. Digo esto porque apenas ha seis días que la vuestra
bondad está en este castillo, cuando ya os vienen a buscar de lueñas y
apartadas tierras, y no en carrozas ni en dromedarios, sino a pie y en ayunas, los tristes, los afligidos,
confiados que han de hallar en ese fortísimo brazo el remedio de sus cuitas y
trabajos, merced a vuestras grandes hazañas, que corren y rodean todo lo
descubierto de la tierra.
-Quisiera yo, señor duque -respondió don
Quijote-, que estuviera aquí presente aquel bendito religioso que a la mesa, el
otro día, mostró tener tan mal talante y tan mala ojeriza contra los caballeros
andantes, para que viera por vista de ojos si los tales caballeros son
necesarios en el mundo: tocara, por lo menos, con la mano que los
extraordinariamente afligidos y desconsolados, en casos grandes y en desdichas
enormes no van a buscar su remedio a las casas de los letrados, ni a la de los
sacristanes de las aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado a salir de los
términos de su lugar, ni al perezoso cortesano que antes busca nuevas para
referirlas y contarlas que procura hacer obras y hazañas para que otros las
cuenten y las escriban: el remedio de las cuitas, el socorro de las
necesidades, el amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas, en ninguna
suerte de personas se halla mejor que en los caballeros andantes, y de serlo yo
doy infinitas gracias al cielo, y doy por muy bien empleado cualquier desmán y
trabajo que en este tan honroso ejercicio pueda sucederme. Venga esta dueña, y
pida lo que quisiere; que yo le libraré su remedio en la fuerza de mi brazo y
en la intrépida resolución de mi animoso espíritu.