35. Donde se prosigue la noticia que tuvo
don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos
Al compás de la agradable música vieron
que hacia ellos venía un carro de los que llaman triunfales, tirado de seis
mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venía un
diciplinante de luz, asimesmo vestido de blanco, con un hacha de cera grande,
encendida, en la mano. Era el carro dos veces, y aun tres, mayor que los
pasados, y los lados, y encima dél, ocupaban doce otros diciplinantes albos
como la nieve, todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba
juntamente; y en un levantado trono venía sentada una ninfa vestida de mil
velos de tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería
de oro, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. Traía el
rostro cubierto con un trasparente y delicado cendal, de modo, que, sin
impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de
doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los años,
que, al parecer, no llegaban a veinte, ni bajaban de diecisiete.
Junto a ella venia una figura vestida de
una ropa de las que llaman rozagantes, hasta los pies, cubierta la cabeza con
un velo negro; pero al punto que llegó el carro a estar frente a frente de los
duques y de don Quijote, cesó la música de las chirimías, y luego la de las
harpas y laúdes que en el carro sonaban; y levantándose en pie la figura de la
ropa, la apartó a entrambos lados, y quitándose el velo del rostro, descubrió
patentemente ser la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don
Quijote recibió pesadumbre, y Sancho miedo, y los duques hicieron algún
sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo
dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera:
-Yo soy Merlín, aquel que las historias
dicen que tuve por mi parte al diablo
(mentira autorizada de los tiempos),
príncipe de la mágica y monarca
y archivo de la ciencia zoroástrica,
émulo a las edades y a los siglos,
que solapar pretenden las hazañas
de los andantes bravos caballeros,
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y puesto que es de los encantadores,
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
En las cavernas lóbregas de Dite,
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caráteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia
y su transformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante,
luz y farol, sendero, norte y guía
de aquellos que, dejando el torpe sueño
y las ociosas plumas, se acomodan
a usar el ejercicio intolerable
de las sangrientas y pesadas armas!
a ti digo, ¡oh varón como se debe
por jamás alabado!; a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España
estrella,
que para recobrar su estado primo
la sin par Dulcinea del Toboso,
es menester que Sancho tu escudero
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo,
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.
-¡Voto a tal! -dijo a esta sazón Sancho-.
No digo yo tres mil azotes; pero así me daré yo tres como tres puñaladas.
¡Válate el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver mis
posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra
manera Como desencantar a la señora Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir
a la sepultura!
-Tomaros he yo -dijo don Quijote-, don
villano, harto de ajos, y amarraros he a un árbol, desnudo como vuestra madre
os parió, y no digo yo tres mil y trecientos, sino seis mil y seiscientos
azotes os daré, tan bien pegados, que no se os caigan a tres mil y trecientos
tirones. Y no me repliquéis palabra, que os arrancaré el alma.
Oyendo lo cual Merlín, dijo:
-No ha de ser así; porque los azotes que
ha de recebir el buen Sancho han de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en
el tiempo que él quisiere; que no se le pone término señalado; pero permítesele
que si él quisiere redemir su vejación por la mitad de este vapulamiento, puede
dejar que se los dé ajena mano, aunque sea algo pesada.
-Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por
pesar -replicó Sancho-: a mí no me ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo por
ventura a la señora Dulcinea del Toboso, para que paguen mis posas lo que
pecaron sus ojos? El señor mi amo sí que es parte suya; pues la llama a cada
paso mi vida, mi alma, sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella
y hacer todas las diligencias necesarias para su desencanto; pero ¿azotarme
yo...? Abernuncio.
Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando
levantándose en pie la argentada ninfa que junto al espíritu de Merlín venía,
quitándose el sutil velo del rostro, le descubrió tal, que a todos pareció más
que demasiadamente hermoso; y con un desenfado varonil y con una voz no muy
adamada, hablando derechamente con Sancho Panza, dijo:
-¡Oh malaventurado escudero, alma de
cántaro, corazón de alcornoque, dc entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te
mandaran, ladrón desuellacaras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si
te pidieran, enemigo del género humano, que te comieras una docena de sapos,
dos de lagartos y tres de culebras, si te persuadieran a que mataras a tu mujer
y a tus hijos con algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te
mostraras melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos
azotes, que no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve
cada mes, admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo
escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso
del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos
de mochuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados a rutilantes
estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo surcos,
carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas. Muévete, socarrón y
mal intencionado monstro, que la edad tan florida mía, que aún se está todavía
en el diez y... de los años, pues tengo diez y nueve y no llego a veinte, se
consume y marchita debajo de la corteza de una rústica labradora; y si ahora no
lo parezco, es merced particular que me ha hecho el señor Merlín, que está
presente, sólo porque te enternezca mi belleza; que las lágrimas de una
afligida hermosura vuelven en algodón los riscos, y los tigres en ovejas. Date,
date en esas carnazas, bestión indómito, y saca de barón ese brío, que a solo
comer y más comer te inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la
mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres
ablandarte ni reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre
caballero que a tu lado tienes: por tu amo, digo, de quien estoy viendo el
alma, que la tiene atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que
no espera sino tu rígida o blanda respuesta, o para salirse por la boca, o para
volverse al estómago.
Tentóse oyendo esto la garganta don
Quijote, y dijo, volviéndose al duque:
-Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la
verdad: que aquí tengo el alma atravesada en la garganta, como una nuez de
ballesta.
-¿Qué decís vos a esto, Sancho? -preguntó
la duquesa.
-Digo, señora -respondió Sancho-, lo que
tengo dicho: que de los azotes, abernuncio.
-Abrenuncio habéis de decir,
Sancho, y no como decís -dijo el duque.
-Déjeme vuestra grandeza –respondió
Sancho-; que no estoy agora para mirar en sotilezas ni en letras más o menos;
porque me tienen tan turbado estos azotes que me han de dar, o me tengo de dar,
que no sé lo que me digo, ni lo que me hago. Pero querría yo saber de la señora
mi señora doña Dulcinea del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que tiene:
viene a pedirme que me abra las carnes a azotes, y llámame alma de cántaro y
bestión indómito, con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra.
¿Por ventura son mis carnes de bronce, o vame a mí algo en que se desencante o
no? ¿Qué canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines,
aunque no los gasto, trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y
otro, sabiendo aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube
ligero por una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando y con
el mazo dando, y que más vale un «toma» que dos «te daré»? Pues el señor mi
amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarme para que yo me
hiciese de lana y de algodón cardado, dice que si me coge me amarrará desnudo a
un árbol y me doblará la parada de los azotes; y habían de considerar estos
lastimados señores que no solamente piden que se azote un escudero, sino un
gobernador; como quien dice: «bebe con guindas». Aprendan, aprendan mucho de
enhoramala a saber rogar, y a saber pedir, y a tener crianza; que no son todos
los tiempos unos, ni están los hombres siempre de un buen humor. Estoy yo ahora
reventando de pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a pedirme que me azote
de mi voluntad, estando ella tan ajena dello como de volverme cacique.
-Pues en verdad, amigo Sancho -dijo el
duque-, que si no os ablandáis más que una breva madura, que no habéis de
empuñar el gobierno. ¡Bueno sería que yo enviase a mis insulanos un gobernador
cruel, de entrañas pedernalinas, que no se doblega a las lágrimas de las
afligidas doncellas, ni a los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos
encantadores y sabios! En resolución, Sancho, o vos habéis de ser azotado, o os
han de azotar, o no habéis de ser gobernador.
-Señor -respondió Sancho-, ¿no se me
darían dos días de término para pensar lo que me está mejor?
-No, en ninguna manera -dijo Merlín-.
Aquí, en este instante y en este lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser
deste negocio: o Dulcinea volverá a la cueva de Montesinos y a su prístino
estado de labradora, o ya, en el ser que está, será llevada a los elíseos
campos, donde estará esperando se cumpla el número del vápulo.
Ea, buen
Sancho -dijo la duquesa-, buen ánimo y buena correspondencia al pan que
habéis comido del señor don Quijote, a quien todos debemos servir y agradar,
por su buena condición y por sus altas caballerías. Dad el si, hijo, desta
azotaina, y váyase el diablo para el diablo y el temor para el mezquino; que un
buen corazón quebranta mala ventura, como vos bien sabéis.
A estas razones respondió con estas
disparatadas Sancho, que, hablando con Merlín, le preguntó:
-Dígame vuesa merced, señor Merlín: cuando
llegó aquí el diablo correo, dio a mi amo un recado del señor Montesinos,
mandándole de su parte que le esperase aquí, porque venía a dar orden de que la
señora doña Dulcinea del Toboso se desencantase, y hasta agora no hemos visto a
Montesinos, ni a sus semejas.
A lo cual respondió Merlín:
El diablo, amigo Sancho, es un ignorante y
un grandísimo bellaco: yo le envié en busca de vuestro amo, pero no con recado
de Montesinos, sino mío; porque Montesinos se esta en su cueva atendiendo, o,
por mejor decir, esperando su desencanto, que aún le falta la cola por
desollar. Si os debe algo, o tenéis alguna cosa que negociar con él, yo os lo
traeré y pondré donde vos más
quisiéredes. Y por agora, acabad de dar el sí desta disciplina, y creedme que
os será de mucho provecho, así para el alma como para el cuerno: para el alma,
por la caridad con que la haréis; para el cuerpo, porque yo sé que sois de
complexión sanguínea, y no os podrá hacer daño sacaros un poco de sangre.
-Muchos médicos hay en el mundo: hasta los
encantadores son médicos -replicó Sancho-; pero pues todos me lo dicen, aunque
yo no me lo veo, digo que soy contento de darme los tres mil y trecientos
azotes, con condición que me los tengo de dar cada y cuando que yo quisiere,
sin que se me ponga tasa en los días ni en el tiempo; y yo procuraré salir de
la deuda lo más presto que sea posible, porque goce el mundo de la hermosura de
la señora doña Dulcinea del Toboso, pues, según parece, al revés de lo que yo
pensaba, en efecto es hermosa. Ha de ser también condición que no he de estar
obligado a sacarme sangre con la diciplina, y que si algunos azotes fueren de
mosqueo, se me han de tomar en cuenta. ítem, que si me errare en el número, el
señor Merlín, pues lo sabe todo, ha de tener cuidado de contarlos y de avisarme
los que me faltan o los que me sobran.
De las sobras no habrá que avisar
-respondió Merlín-; porque llegando al cabal número, luego quedara de improviso
desencantada la señora Dulcinea, y vendrá a buscar, como agradecida, al buen
Sancho, y a darle gracias, y aun premios, por la buena obra. Así que no hay de
qué tener escrúpulo de las sobras ni de las faltas, ni el cielo permita que yo
engañe a nadie, aunque sea un pelo de la cabeza.
-¡Ea, pues, a la mano de Dios! -dijo
Sancho-. Yo consiento en mi mala ventura; digo que yo acepto la penitencia, con
las condiciones apuntadas.
Apenas dijo estas últimas palabras Sancho,
cuando volvió a sonar la música de las chirimías y se volvieron a disparar
infinitos arcabuces, y don Quijote se colgó del cuello de Sancho, dándole mil
besos en la frente y en las mejillas. La duquesa y el duque y todos los
circunstantes, dieron muestras de haber recibido grandísimo contento, y el
carro comenzó a caminar; y al pasar la hermosa Dulcinea, inclinó la cabeza a
los duques y hizo una gran reverencia a Sancho.
Y ya, en esto, se venía a más andar el
alba, alegre y risueña; las florecillas de los campos se descollaban y erguían,
y los líquidos cristales de los arroyuelos, murmurando por entre blancas y
pardas guijas, iban a dar tributo a los ríos que los esperaban. La tierra
alegre, el cielo claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sí y todos
juntos daban manifiestas señales que el día que al aurora venía pisando las
faldas había de ser sereno y claro. Y satisfechos los duques de la caza, y de
haber conseguido su intención tan discreta y felicemente, se volvieron a su
castillo, con prosupuesto de segundar en sus burlas; que para ellos no había
veras que más gusto les diesen.