34. Que cuenta de la noticia que se tuvo
de cómo se había de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de
las aventuras más famosas deste libro
Grande era el gusto que recebían el duque
y la duquesa de la conversación de don Quijote y de la de Sancho Panza; y
confirmándose en la intención que tenían de hacerles algunas burlas que
llevasen vislumbres y apariencias de aventuras, tomaron motivo de la que don
Quijote ya les había contado de la cueva de Montesinos, para hacerle una que
fuese famosa (pero de lo que más la duquesa se admiraba era que la simplicidad
de Sancho fuese tanta, que hubiese venido a creer ser verdad infalible que
Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el encantador y
el embustero de aquel negocio); y así, habiendo dado orden a sus criados de
todo lo que habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de
montería, con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey
coronado. Diéronle a don Quijote un vestido de monte y a Sancho otro verde, de
finísimo paño; pero don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro día
había de volver al rudo ejercicio de las armas y que no podía llevar consigo
guardarropas ni reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con intención de
venderle en la primera ocasión que pudiese.
Llegado, pues, el esperado día, armóse don
Quijote, vistióse Sancho, y encima de su rucio, que no le quiso dejar, aunque
le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La duquesa salió
bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la
rienda de su palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente,
llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde tomados los
puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos, se
comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos a
otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el son de las
bocinas.
Apeóse la duquesa, y, con un agudo venablo
en las manos, se puso en un puesto por donde ella sabía que solían venir
algunos jabalíes. Apeóse asimismo el duque y don Quijote, y pusiéronse a sus
lados; Sancho se puso detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osaba
desamparar, porque no le sucediese algún desmán; y apenas habían sentado el pie
y puéstose en ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros
y seguido de los cazadores, vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí,
crujiendo dientes y colmillos y
arrojando espuma por la boca; y en viéndole, embrazando su escudo y puesta mano
a su espada, se adelanté a recebirle don Quijote. Lo mesmo hizo el duque con su
venablo; pero a todos se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara.
Sólo Sancho, en viendo al valiente animal, desamparó al rucio y dio a correr
cuanto pudo, y procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes,
estando ya a la mitad della, asido de una
rama, pugnando por subir a la cima, fue tan corto de ventura y tan
desgraciado, que se desgajó la rama, y al venir al suelo, se quedó en el aire,
asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al suelo. Y viéndose así, y
que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole que si aquel fiero animal allí
llegaba le podía alcanzar, comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con
tanto ahínco, que todos los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre
los dientes de alguna fiera.
Finalmente, el colmilludo jabalí quedó
atravesado de las cuchillas de muchos venablos, que se pusieron delante; y
volviendo la cabeza don Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le
había conocido, viole pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio
junto a él, que no le desamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas
veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal
era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban.
Llegó don Quijote y descolgó a Sancho; el
cual viéndose libre y en el suelo, miró lo desgarrado del sayo de monte, y
pesóle en el alma; que pensó que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto,
atravesaron al jabalí poderoso sobre una acémila, y cubriéndole con matas de
romero y con ramas de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos,
a unas grandes tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas,
donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y
grande, que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien
la daba. Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo:
-Si esta caza fuera de liebres o de
pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este extremo. Yo no sé qué
gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo, os
puede quitar la vida: yo me acuerdo haber oído cantar un romance antiguo que dice:
De los osos seas
comido,
como Favila el
nombrado.
-Ese fue un rey godo -dijo don Quijote-
que yendo a caza de montería, le comió un oso.
-Eso es lo que yo digo -respondió Sancho-:
que no querría yo que los príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes
peligros, a trueco de un gusto que parece que no lo había de ser, pues consiste
en matar a un animal que no ha cometido delito alguno.
-Antes os engañáis, Sancho -respondió el
duque-; porque el ejercicio de la caza de montes es el más conveniente y
necesario para los reyes y príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de
la guerra: hay en ella estratagemas. astucias, insidias, para vencer a su salvo
al enemigo; padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase
el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que
la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de
nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que el tiene es que no es para todos,
como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la volatería, que
también es sólo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh Sancho!, mudad de
opinión, y cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y veréis como os vale un
pan por ciento.
-Eso no -respondió Sancho-: el buen
gobernador, la pierna quebrada, y en
casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados, y él
estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía fe,
señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para
los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo
envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que esas cazas ni
cazos no dicen con mi condición, ni hacen con mi conciencia.
-Plega a Dios, Sancho, que así sea; porque
del dicho al hecho hay gran trecho.
-Haya lo que hubiere -replicó Sancho-; que
al buen pagador no le duelen prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que
mucho madruga, y tripas llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si
Dios me ayuda, y yo hago lo que debo con buena intención, sin duda que
gobernaré mejor que un gerifalte. ¡No, sino póngame el dedo en la boca, y verán
si aprieto o no!
-¡Maldito seas de Dios y de todos sus
santos, Sancho maldito -dijo don Quijote-, y cuándo será el día, como otras
muchas veces he dicho, donde yo te vea hablar sin refranes una razón corriente
y concertada! Vuestras grandezas dejen a este tonto, señores míos; que les
molerá las almas, no sólo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes,
traídos tan a sazón y tan a tiempo cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si
los querría escuchar.
-Los refranes de Sancho Panza -dijo la
duquesa-, puesto que son más que los del comendador Griego, no por eso son en
menos de estimar, por la brevedad de las sentencias. De mí sé decir que me dan
más gusto que otros, aunque sean mejor traídos y con mas sazón acomodados.
Con estos y con otros entretenidos
razonamientos, salieron de la tienda al bosque, y en requerir algunas paranzas
y puestos se les pasó el día y se les vino la noche, y no tan clara ni tan
sesga como la sazón del tiempo pedía, que era en la mitad del verano: pero un
cierto claroescuro que trujo consigo ayudó mucho a la intención de los duques,
y así como comenzó a anochecer un poco más adelante del crepúsculo, a deshora
pareció que todo el bosque por todas cuatro partes se ardía, y luego se oyeron
por aquí y por allí, y por acá y por acullá, infinitas cornetas y otros
instrumentos de guerra, como de muchas tropas de caballería que por el bosque
pasaba. La luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos casi cegaron y
atronaron los ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de todos los que en
el bosque estaban.
Luego se oyeron infinitos lelilíes, al uso
de moros cuando entran en las batallas; sonaron trompetas y clarines,
retumbaron tambores, resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan contino y
tan apriesa, que no tuviera sentido el que no quedara sin él al son confuso de
tantos instrumentos. Pasmóse el duque, suspendióse la duquesa, admiróse don
Quijote, tembló Sancho Panza, y, finalmente, aun hasta los mesmos sabidores de
la causa se espantaron. Con el temor les cogió el silencio y un postillón que
en traje de demonio les pasó por delante, tocando en vez de corneta un hueco y
desmesurado cuerno, que un ronco y espantoso son despedía.
-Hola, hermano correo -dijo el duque-,
¿quién sois, adónde vais, y qué gente de guerra es la que por este bosque
parece que atraviesa?
A lo que respondió el correo con voz
horrísona y desenfadada:
-Yo soy el diablo; voy a buscar a don
Quijote de la Mancha; la gente que por aquí viene son seis tropas de
encantadores, que sobre un carro triunfante traen a la sin par Dulcinea del
Toboso. Encantada viene con el gallardo francés Montesinos, a dar orden a don
Quijote de cómo ha de ser desencantada la tal señora.
-Si vos fuérades diablo, como decís y como
vuestra figura muestra, ya hubiérades conocido al tal caballero don Quijote de
la Mancha, pues le tenéis delante.
-En Dios y en mi conciencia –respondió el
diablo- que no miraba en ello; porque traigo en tantas cosas divertidos los
pensamientos, que de la principal a que venia se me olvidaba.
-Sin duda -dijo Sancho- que este demonio
debe ser hombre de bien y buen cristiano; porque a no serlo, no jurara en Dios
y en mi conciencia. Ahora yo tengo para mí que aun en el mesmo infierno debe de
haber buena gente. Luego el demonio,
sin apearse, encaminando la vista a don Quijote, dijo:
-A ti el Caballero de los Leones (que
entre las garras dellos te vea yo), me envía el desgraciado, pero valiente caballero Montesinos,
mandándome que de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar que te
topare, a causa que trae consigo a la que llaman Dulcinea del Toboso, con orden
de darte la que es menester para desencantaría. Y no por ser para más mi
venida, no ha de ser más mí estada: los demonios como yo queden contigo, y los
ángeles buenos con estos señores.
Y en diciendo esto, tocó el desaforado
cuerno, y volvió las espaldas y fuese, sin esperar respuesta de ninguno.
Renovóse la admiración en todos,
especialmente en Sancho y don Quijote: en Sancho, en ver que, a despecho de la
verdad, querían que estuviese encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder
asegurarse si era verdad o no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos.
Y estando elevado en estos pensamientos, el duque le dijo:
-¿Piensa vuesa merced esperar, señor don
Quijote?
-Pues ¿no? -respondió él-. Aquí estaré
intrépido y fuerte, si me viniese a embestir todo el infierno.
-Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno
como el pasado, así esperare yo aquí como en Flandes -dijo Sancho.
En esto, se cerró más la noche, y
comenzaron a discurrir muchas luces por el bosque, bien así como discurren por
el cielo las exhalaciones secas de la tierra, que parecen a nuestra vista
estrellas que corren. Oyóse asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que
se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo
chirrío áspero y continuado se dicen que huyen los lobos y los osos, si los hay
por donde pasan. Añadiose a toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que
fue que parecía verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban
dando a un mismo tiempo cuatro rencuentros o batallas, porque allí sonaba el
duro estruendo de espantosa artillería; acullá se disparaban infinitas
escopetas; cerca casi sonaban las voces de los combatientes; lejos se
reiteraban los lililíes agarenos. Finalmente, las cornetas, los cuernos, las
bocinas, los clarines, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces,
y, sobre todo, el temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son
tan confuso y tan horrendo, que fue menester que don Quijote se valiese de todo
su corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio con él
desmayado en las faldas de la duquesa, la cual le recibió en ellas, y a gran
priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose así, y él volvió en su
acuerdo, a tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba a aquel
puesto.
Tirabanle cuatro perezosos bueyes, todos
cubiertos de paramentos negros; en cada
cuerno traían atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del carro
venia hecho un asiento alto, sobre el cual venia sentado un venerable viejo con
una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga, que le pasaba de la
cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocací; que por venir el
carro lleno de infinitas luces, se podía bien divisar y discernir todo lo que
en él venia. Guiábanle dos feos demonios vestidos del mesmo bocací, con tan
feos rostros, que Sancho, habiéndolos visto una vez, cerró los ojos por no
verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al puesto, se levanto de su
alto asiento el viejo venerable, y puesto en pie, dando una gran voz, dijo:
-Yo soy el sabio Lirgandeo.
Y pasó el carro adelante, sin hablar mas
palabra. Tras éste pasó otro carro de la misma manera, con otro viejo
entronizado; el cual, haciendo que el carro se detuviese, con voz no menos
grave que el otro, dijo:
Yo soy el sabio Alquife: el grande amigo
de Urganda la Desconocida.
Y paso adelante.
Luego, por el mismo continente, llegó otro
carro; pero el que venia sentado en el trono no era viejo como los demás, sino
hombrón robusto y de mala catadura; el cual, al llegar, levantándose en pie,
como los otros, dijo con voz mas ronca y más endiablada:
-Yo soy Arcalaus el encantador, enemigo
mortal de Amadís de Gaula y de toda su parentela.
Y pasó adelante. Poco desviados de allí
hicieron alto estos tres carros, y cesó el enfadoso ruido de sus ruedas; y
luego se oyó otro, no ruido, sino un son de una suave y concertada música
formado, con que Sancho se alegró, y lo tuvo a buena señal; y así, dijo a la
duquesa, de quien un punto ni un paso se apartaba:
Señora, donde hay música no puede haber
cosa mala.
-Tampoco donde hay luces y claridad
-respondió la duquesa.
A lo que replicó Sancho:
-Luz da el fuego, y claridad las hogueras,
como lo vemos en las que nos cercan, y bien podría ser que nos abrasasen; pero
la música siempre es indicio de regocijos y de fiestas.
-Ello dirá -dijo don Quijote, que todo lo
escuchaba.
Y dijo bien, como se muestra en el
capítulo siguiente.