33. De la sabrosa plática que la duquesa y
sus doncellas pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note
Cuenta, pues, la historia, que Sancho no
durmió aquella siesta, sino que, por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver
a la duquesa; la cual, con el gusto que tenía de oírle, le hizo sentar junto a
sí en una silla baja, aunque Sancho, de puro bien criado, no quería sentar se;
pero la duquesa le dijo que se sentase como gobernador y hablase como escudero,
puesto que por entrambas cosas merecía el mismo escalio del Cid Rui Díaz
Campeador.
Encogió Sancho los hombros, obedeció y
sentóse, y todas las doncellas y dueñas de la duquesa le rodearon atentas, con
grandísimo silencio, a escuchar lo que diría; pero la duquesa fue la que habló
primero, diciendo:
-Ahora que estamos solos, y que aquí no
nos oye nadie, querría yo que el señor gobernador me asolviese ciertas dudas
que tengo, nacidas de la historia que del gran don Quijote anda ya impresa; una
de las cuales dudas es que, pues el buen Sancho nunca vio a Dulcinea, digo, a
la señora Dulcinea del Toboso, ni le llevó la carta del señor don Quijote,
porque se quedó en el libro de memoria en Sierra Morena, cómo se atrevió a
fingir la respuesta, y aquello de que la halló ahechando trigo, siendo todo
burla y mentira, y tan en daño de la buena opinión de la sin par Dulcinea, y
todas que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos escuderos.
A estas razones, sin responder con alguna,
se levantó Sancho de la silla, y con pasos quedos, el cuerpo agobiado y el dedo
puesto sobre los labios, anduvo por toda la sala levantando los doseles; y
luego, esto hecho, se volvió a sentar, y dijo:
-Ahora, señora mía, que he visto que no
nos escucha nadie de solapa, fuera de los circunstantes, sin temor ni sobresalto
responderé a lo que se me ha preguntado, y a todo aquello que se me preguntare;
y lo primero que digo es que yo tengo a mi señor don Quijote por loco rematado,
puesto que algunas veces dice cosas que, a mi parecer, y aun de todos aquellos
que le escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el
mesmo Satanás no las podría decir mejores; pero, con todo esto, verdaderamente
y sin escrúpulo, a mí se me ha asentado que es un mentecato. Pues como yo tengo
esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza,
como fue aquello de la respuesta de la carta, y lo de habrá seis o ocho días,
que aún no está en historia, conviene a saber: lo del encanto de mi señora doña
Dulcinea, que le he dado a entender que está encantada, no siendo más verdad
que por los cerros de Ubeda.
Rogóle la duquesa que le contase aquel
encantamento o burla, y Sancho se lo contó todo del mesmo modo que había
pasado, de que no poco gusto recibieron los oyentes; y prosiguiendo en su
plática, dijo la duquesa:
-De lo que el buen Sancho me ha contado me
anda brincando un escrúpulo en el alma, y un cierto susurro llega a mis oídos,
que me dice: «Pues don Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y
Sancho Panza su escudero lo conoce, y, con todo eso, le sirve y le sigue, y va
atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y
tonto que su amo; y siendo esto así, como lo es, mal contado te será, señora
duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula que gobierne; porque el que no
sabe gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a otros?»
-Par Dios, señora -dijo Sancho-, que ese
escrúpulo viene con parto derecho; pero dígale vuesa merced que hable claro, o
como quisiere; que yo conozco que dice verdad: que si yo fuera discreto, días
ha que había de haber dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi
malandanza; no puedo más; seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su
pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos y, sobre todo, yo soy
fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y
azadón. Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno,
de menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi
conciencia; que maguera tonto, se me entiende aquel refrán de «por su mal le
nacieron alas a la hormiga»; y aun podría ser que se fuese más aína Sancho
escudero al cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquí como en
Francia; y de noche todos los gatos son pardos; y asaz de desdichada es la
persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y no hay estómago que
sea un palmo mayor que otro; el cual se puede llenar, como suele decirse, de
paja y de heno: y las avecitas del campo tienen a Dios por su proveedor y
despensero; y más calientan cuatro varas de paño de Cuenca que otras cuatro de
límites de Segovia; y al dejar este mundo y meternos la tierra adentro, por tan
estrecha senda va el príncipe como el jornalero, y no ocupa más pies de tierra
el cuerno del papa que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el
otro; que al entrar en el hoyo todos nos ajustamos y encogemos, o nos hacen
ajustar y encoger, mal que nos pese y a buenas noches. Y torno a decir que si
vuestra señoría no me quisiere dar la ínsula por tonto, yo sabré no dárseme
nada por discreto; y yo he oído decir que detrás de la cruz está el diablo, y
que no es oro todo lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas
sacaron al labrador Wamba para ser rey de España, y de entre los brocados,
pasatiempos y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que
las trovas de los romances antiguos no mienten.
-Y ¡cómo que no mienten! -dijo a esta
sazón doña Rodríguez la dueña, que era una de las escuchantes-: que un romance
hay que dice que metieron al rey Rodrigo, vivo vivo, en una tumba de sapos,
culebras y lagartos, y que de allí a dos días dijo el rey desde dentro de la
tumba, con voz doliente y baja:
Ya me comen, ya me
comen
por do más pecado
había;
y según esto, mucha razón tiene este señor en decir que quiere ser
más labrador que rey, si le han de comer las sabandijas.
No pudo la duquesa tener la risa oyendo la
simplicidad de su dueña, ni dejó de admirarse en oír las razones y refranes de
Sancho, a quien dijo:
-Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez
promete un caballero, procura cumplirlo, aunque le cueste la vida. El duque mi
señor y marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser caballero;
y así, cumplirá la palabra de la prometida ínsula, a pesar de la invidia y de
la malicia del mundo. Esté Sancho de buen ánimo; que cuando menos lo piense se
verá sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su
gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche. Lo que yo le
encargo es que mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son
leales y bien nacidos.
-Eso de gobernarlos bien -respondió
Sancho- no hay para qué encargármelo, porque yo soy caritativo de mío y tengo
compasión de los pobres; y a quien cuece y amasa, no le hurtes hogaza; y para
mi santiguada que no me han de echar dado falso: soy perro viejo, y entiendo
todo tus, tus, y sé despabilarme a sus tiempos, y no consiento que me anden
musarañas ante los ojos, porque sé dónde me aprieta el zapato: dígolo porque
los buenos tendrán conmigo mano y concavidad y los malos, ni pie ni entrada. Y
paréceme a mi que en esto de los gobiernos todo es comenzar, y podría ser que a
quince días de gobernador me comiese las manos tras el oficio, y supiese más
dél que de la labor del campo, en que me he criado.
-Vos tenéis razón, Sancho -dijo la
duquesa-; que nadie nace enseñado, y de los hombres se hacen los obispos, que
no de las piedras. Pero volviendo a la plática que poco ha tratábamos del
encanto de la señora Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada que
aquella imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor, y darle a entender
que la labradora era Dulcinea, y que si su señor no la conocía, debía de ser
por estar encantada, toda fue invención de alguno de los encantadores que al señor
don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sé de buena parte que la
villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que
el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado; y no hay poner más
duda en esta verdad que en las cosas que nunca vimos; y sepa el señor Sancho
Panza que también tenemos acá encantadores que nos quieren bien, y nos dicen lo
que pasa por el mundo, pura y sencillamente, sin enredos ni máquinas; y créame
Sancho que la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está
encantada como la madre que la parió; y cuando menos nos pensemos, la habemos
de ver en su propia figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive.
-Bien puede ser todo eso -dijo Sancho
Panza-; y agora quiero creer lo que mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de
Montesinos, donde dice que vio a la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo
traje y hábito que yo dije que la había visto cuando la encanté por solo mi
gusto; y todo debió de ser al revés, como vuesa merced, señora mía, dice,
porque de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabricase en un
instante tan agudo embuste, ni creo yo que mi amo es tan loco, que con tan
flaca y magra persuasión como la mía creyese una cosa tan fuera de todo
término. Pero, señora, no por esto será bien que vuestra bondad me tenga por
malévolo, pues no está obligado un porro como yo a taladrar los pensamientos y
malicias de los pésimos encantadores: yo fingí aquello, por escaparme de las
riñas de mi señor don Quijote, y no con intención de ofenderle: y si ha salido
al revés, Dios está en el cielo, que juzga los corazones.
-Así es la verdad -dijo la duquesa-; pero
dígame agora Sancho qué es esto que dice de la cueva de Montesinos; que
gustaría saberlo.
Entonces Sancho Panza le contó punto por
punto lo que queda dicho acerca de tal aventura. Oyendo lo cual la duquesa,
dijo:
-Deste suceso se puede inferir que pues el
gran don Quijote dice que vio allí a la mesma labradora que Sancho vio a la
salida del Toboso, sin duda es Dulcinea, y que andan por aquí los encantadores
muy listos y demasiadamente curiosos.
-Eso digo yo -dijo Sancho Panza-; que si
mi señora Dulcinea del Toboso esta encantada, a su daño; que yo no me tengo de
tomar, yo, con los enemigos de mi amo, que deben de ser muchos y malos. Verdad
sea que la que yo vi fue una labradora, y por labradora la tuve, y por tal
labradora la juzgue; y si aquélla era Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta, ni
ha de correr por mí, o sobre ello, morena. No, sino ándense a cada triquete conmigo
a dime y direte, «Sancho lo dijo, Sancho lo hizo, Sancho tomó y Sancho volvió»,
como si Sancho fuese algún quienquiera, y no fuese el mismo Sancho Panza, el
que anda ya en libros por ese mundo adelante, según me dijo Sansón Carrasco,
que, por lo menos, es persona bachillerada por Salamanca, y los tales no pueden
mentir, si no es cuando se les antoja o les viene muy a cuento; así que no hay
para qué nadie se tome conmigo; y pues que tengo buena fama, y según oí decir a
mi señor, más vale el buen nombre que las muchas riquezas, encájenme ese
gobierno, y verán maravillas; que quien ha sido buen escudero será buen
gobernador.
-Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho
-dijo la duquesa- son sentencias catonianas, o, por lo menos, sacadas de las
mesmas entrañas del mismo Micael Verino, florentibus occidit annis. En
fin en fin, hablando a su modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor.
En verdad, señora -respondió Sancho-, que
en mi vida he bebido de malicia; con sed bien podría ser, porque no tengo nada
de hipócrita; bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo, y cuando me lo dan,
por no parecer melindroso o mal criado; que a un brindis de un amigo, ¿qué
corazón ha de haber tan de mármol, que no haga la razón? Pero aunque las calzo,
no las ensucio; cuanto más que los escuderos de los caballeros andantes casi de
ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados,
montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un ojo.
-Yo lo creo así -respondió la duquesa-. Y
por ahora, váyase Sancho a reposar; que después hablaremos más largo, y daremos
orden como vaya presto a encajarse, como él dice, aquel gobierno.
De nuevo le besó las manos Sancho a la
duquesa, y le suplicó le hiciese merced de que se tuviese buena cuenta con su
rucio, porque era la lumbre de sus ojos.
-¿Qué rucio es éste? -preguntó la duquesa.
-Mi asno -respondió Sancho-, que por no
nombrarle con este nombre, le suelo llamar el rucio; y a esta señora dueña le
rogué, cuando entré en este castillo, tuviese cuenta con él, y azoróse de
manera como si la hubiera dicho que era fea o vieja, debiendo ser más propio y
natural de las dueñas pensar jumentos que autorizar las salas. ¡Oh, válame
Dios, y cuán mal estaba con estas señoras un hidalgo de mi lugar!
-Sería algún villano -dijo doña Rodríguez
la dueña-; que si él fuera hidalgo y bien nacido, él las pusiera sobre el
cuerno de la luna.
-Agora bien -dijo la duquesa-, no haya
más: calle doña Rodríguez, y sosiéguese el señor Panza, y quédese a mi cargo el
regalo del rucio; que por ser alhaja de Sancho, le pondré yo sobre las niñas de
mis ojos.
En la caballeriza basta que esté
-respondió Sancho-; que sobre las niñas de los ojos de vuestra grandeza ni él
ni yo somos dignos de estar un solo momento, y así lo consentiría yo como darme
de puñaladas; que aunque dice mi señor que en las cortesías antes se ha de
perder por carta de más que de menos, en las jumentiles y así niñas se ha de ir
con el compás en la mano y con medido término.
-Llévele -dijo la duquesa- Sancho al
gobierno, y allá le podrá regalar como quisiere, y aun jubilarle del trabajo.
-No piense vuesa merced, señora duquesa,
que ha dicho mucho -dijo Sancho-; que yo he visto ir más de dos asnos a los
gobiernos, y que llevase yo el mío no sería cosa nueva.
Las razones de Sancho renovaron en la
duquesa la risa y el contento; y enviándole a reposar, ella fue a dar cuenta al
duque de lo que con él había pasado, y entre los dos dieron traza y orden de
hacer una burla a don Quijote, que fuese famosa y viniese bien con el estilo
caballeresco; en el cual le hicieron muchas tan propias y discretas, que son
las mejores aventuras que en esta grande historia se contienen.