32. De la respuesta que dio don Quijote a
su reprehensor, con otros graves y graciosos sucesos
Levantado, pues, en pie don Quijote,
temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua,
dijo:
-El lugar donde estoy, y la presencia ante
quien me hallo, y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuestra
merced profesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo; y así por lo que he
dicho como por saber que saben todos que las armas de los togados son las
mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual
batalla con vuestra merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que
infames vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas otras
circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme
reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la
buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que
sobre la aspereza, y no es bien sin tener conocimiento del pecado que se
reprehende, llamar al pecador, sin más ni más, mentecato y tonto. Si no, dígame
vuesa merced: ¿por cual de las mentecaterías que en mí ha visto me condena y
vitupera, y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el gobierno della
y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los tengo? ¿No hay más
sino a trochemoche entrarse por las casas ajenas a gobernar sus dueños, y
habiéndose criado algunos en la estrecheza de algún pupilaje, sin haber visto
más mundo que el que puede contenerse en veinte o treinta leguas de distrito,
meterse de rondón a dar leyes a la caballería y a juzgar de los caballeros
andantes? ¿Por ventura es asumpto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta
en vagar por el mundo, no buscando los regalos dél, sino las asperezas por
donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran por tonto
los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo
por afrenta irreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de
la caballería, no se me da un ardite: caballero soy, y caballero he de morir,
si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia;
otros, por el de la adulación servil y baja; otros, por el de la hipocresía
engañosa, y algunos, por el de la verdadera religión, pero yo, inclinado de mi
estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio
desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado
tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo
soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean:
y siéndolo. no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos
continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de
hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto
obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras
grandezas, duque y duquesa excelentes.
-¡Bien, por Dios! -dijo Sancho-. No diga
más vuestra merced, señor y amo mío, en su abono; porque no hay más que decir,
ni más que pensar, ni más que perseverar en el mundo. Y más, que negando este
señor, como ha negado, que no ha habido en el mundo, ni los hay caballeros
andantes, ¿qué mucho que no sepa ninguna de las cosas que ha dicho?
-¿Por ventura -dijo el eclesiástico, sois
vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida
una ínsula?
-Sí soy -respondió Sancho-; y soy quien la
merece tan bien como otro cualquiera; soy quien «júntate a los buenos, y serás
uno de ellos»; y soy yo de aquellos «no con quien naces, sino con quien paces»;
y de los «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Yo me he
arrimado a buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser
otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo: que ni a él le faltarán
imperios que mandar, ni a mí ínsulas que gobernar.
-No, por cierto, Sancho amigo -dijo a esta
sazón el duque-; que yo, en nombre del señor don Quijote, os mando el gobierno
de una que tengo de nones, de no pequeña calidad.
-Híncate de rodillas, Sancho -dijo don
Quijote-, y besa los pies a su excelencia por la merced que te ha hecho.
Hízolo así Sancho; lo cual visto por el
eclesiástico, se levantó de la mesa mohíno además, diciendo:
-Por el hábito que tengo, que estoy por
decir que es tan sandio vuestra excelencia como estos pecadores. ¡Mirad si no
han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras! Quédese vuestra
excelencia con ellos; que en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la
mía, y me excusaré de reprehender lo que no puedo remediar.
Y sin decir más ni comer más, se fue, sin
que fuesen parte a detenerle los ruegos de los duques; aunque el duque no le
dijo mucho, impedido de la risa que su impertinente cólera le había causado.
Acabó de reír, y dijo a don Quijote:
-Vuestra merced, señor Caballero de los
Leones, ha respondido por sí tan altamente, que no le queda cosa por satisfacer
deste que aunque parece agravio, no le es en ninguna manera; porque así como no
agravian las mujeres, no agravian los eclesiásticos, como vuestra merced mejor
sabe.
-Así es -respondió don Quijote-; y la
causa es que el que no puede ser agraviado no puede agraviar a nadie. Las
mujeres, los niños y los eclesiásticos, como no pueden defenderse aunque sean
ofendidos, no pueden ser afrentados. Porque entre el agravio y la afrenta hay
esta diferencia, como mejor vuestra excelencia sabe: la afrenta viene de parte
de quien la puede hacer, y la hace, y la sustenta; el agravio puede venir de
cualquier parte, sin que afrente. Sea ejemplo: está uno en la calle descuidado;
llegan diez con mano armada, y dándole de palos, pone mano a la espada y hace
su deber; cero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le deja salir
con su intención, que es de vengarse; este tal queda agraviado, pero no
afrentado. Y lo mesmo confirmará otro ejemplo: está uno vuelto de espadas;
llega otro y dale de palos, y en dándoselos, huye y no espera, y el otro le
sigue y no le alcanza; éste que recibió los palos, recibió agravio, mas no
afrenta; porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio los palos,
aunque se los dio a hurtacordel, pusiera mano a su espada, y se estuviera
quedo, haciendo rostro a su enemigo, quedara el apaleado agraviado y afrentado
juntamente: agraviado, porque le dieron a traición; afrentado, porque el que le
dio sustentó lo que había hecho, sin volver las espaldas y a pie quedo. Y así
según las leyes del maldito duelo, yo puedo estar agraviado, mas no afrentado;
porque los niños no sienten, ni las mujeres, ni pueden huir, ni tienen para qué
esperar, y lo mesmo los constituidos en la sacra religión, porque estos tres
géneros de gente carecen de armas ofensivas y defensivas; y así, aunque
naturalmente estén obligados a defenderse, no lo están para ofender a nadie. Y
aunque poco ha dije que yo podía estar agraviado, ahora digo que no, en ninguna
manera, porque quien no puede recebir afrenta, menos la puede dar; por las
cuales razones yo no debo sentir, ni siento las que aquel buen hombre me ha
dicho; sólo quisiera que esperara algún poco, para darle a entender en el error
en que está en pensar y decir que no ha habido, ni los hay, caballeros andantes
en el mundo; que si lo tal oyera Amadís, o uno de los infinitos de su linaje,
yo sé que no le fuera bien a su merced.
-Eso juro yo bien -dijo Sancho-:
cuchillada le hubieran dado, que le abrieran de arriba abajo como una granada,
o como a un melón muy maduro. ¡Bonitos eran ellos para sufrir semejantes
cosquillas! Para mi santiguada que tengo por cierto que si Reinaldos de
Montalbán hubiera oído estas razones al hombrecito, tapaboca le hubiera dado,
que no hablara más en tres años. ¡No, sino tomárase con ellos, y viera cómo
escapaba de sus manos!
Parecía de risa la duquesa en oyendo
hablar a Sancho, y en su opinión le tenía por más gracioso y por más loco que a
su amo; y muchos hubo en aquel tiempo que fueron deste mismo parecer.
Finalmente, don Quijote se sosegó, y la
comida se acabó, y en levantando los manteles, llegaron cuatro doncellas, la
una con una fuente de plata, y la otra con un aguamanil, asimismo de plata, y
la otra con dos blanquísimas y riquísimas toallas al hombro, y la cuarta
descubiertos los brazos hasta la mitad, y en sus blancas manos (que sin duda
eran blancas), una redonda pella de jabón napolitano. Llegó la de la fuente, y
con gentil donaire y desenvoltura encajó la fuente debajo de la barba de don
Quijote; el cual, sin hablar palabra, admirado de semejante ceremonia, creyó
que debía ser usanza de aquella tierra, en lugar de las manos, lavar las
barbas; y así, tendió la suya todo cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a
llover el aguamanil, y la doncella del jabón le manoseó las barbas con mucha
priesa, levantando copos de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras,
no sólo por las barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente
caballero; tanto, que se los hicieron cerrar por fuerza.
El duque y la duquesa, que de nada desto
eran sabidores, estaban esperando en qué había de parar tan extraordinario
lavatorio. La doncella barbera, cuando le tuvo con un palmo de jabonadura,
fingió que se le había acabado el agua, y mandó a la del aguamanil fuese por
ella; que el señor don Quijote esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con
la más extraña figura y más para hacer reír que se pudiera imaginar.
Mirábanle todos los que presentes estaban,
que eran muchos, y como le veían con media vara de cuello, más que medianamente
moreno, los ojos cerrados y las barbas llenas de jabón, fue gran maravilla y
mucha discreción poder disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los
ojos bajos, sin osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la
risa en el cuerpo, y no sabían a qué acudir: o a castigar el atrevimiento de
las muchachas, o darles premio por el gusto que recibían de ver a don Quijote
de aquella suerte. Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de
lavar a don Quijote, y luego la que traía las toallas le limpió y le enjugó muy
reposadamente; y haciéndole todas cuatro a la par una grande y profunda
inclinación y reverencia, se querían ir; pero el duque, porque don Quijote no
cayese en la burla, llamó a la doncella de la fuente, diciéndole:
-Venid y lavadme a mí, y mirad que no se
os acabe el agua.
La muchacha, aguda y diligente, llegó y
puso la fuente al duque como a don Quijote, y dándose prisa, le lavaron y
jabonaron muy bien, y dejándole enjuto y limpio, haciendo reverencias se
fueron. Después se supo que había jurado el duque que si a él no le lavaran
como a don Quijote, había de castigar su desenvoltura; lo cual habían enmendado
discretamente con haberle a él jabonado.
Estaba atento Sancho a las ceremonias de
aquel lavatorio, y dijo entre sí:
-¡Válame Dios! ¿Si será también usanza en
esta tierra lavar las barbas a los escuderos como a los caballeros? Porque en
Dios y en mi ánima que lo he bien menester, y aun que si me las rapasen a
navaja, lo tendría a más beneficio.
-¿Qué decís entre vos, Sancho? –preguntó
la duquesa.
-Digo, señora -respondió él-, que en las
canes de los otros príncipes siempre he oído decir que en levantando los
manteles dan agua a las manos, pero no lejía a las barbas; y que por eso es
bueno vivir mucho, por ver mucho; aunque también dicen que el que larga vida
vive mucho mal ha de pasar, puesto que pasar por un lavatorio de éstos antes es
gusto que trabajo.
-No tengáis pena, amigo Sancho -dijo la
duquesa-; que yo haré que mis doncellas os laven, y aun os metan en colada, si
fuere menester.
-Con las barbas me contento –respondió
Sancho-, por ahora, a lo menos; que andando el tiempo, Dios dijo lo que será.
-Mirad, maestresala -dijo la duquesa-, lo
que el buen Sancho pide, y cumplidle su voluntad al pie de la letra.
El maestresala respondió que en todo seria
servido el señor Sancho, y con esto se fue a comer, y llevó consigo a Sancho,
quedándose a la mesa los duques y don Quijote, hablando en muchas y diversas
cosas; pero todas tocantes al ejercicio de las armas y de la andante
caballería.
La duquesa rogó a don Quijote que le
delinease y describiese, pues parecía tener felice memoria, la hermosura y
facciones de la señora Dulcinea del Toboso, que, según lo que la fama pregonaba
de su belleza, tenía por entendido que debía de ser la más bella criatura del
orbe, y aun de toda la Mancha. Sospiró don Quijote oyendo lo que la duquesa le
mandaba, y dijo:
-Si yo pudiera sacar mi corazón, y ponerle
ante los ojos de vuestra grandeza, aquí, sobre esta mesa y en un plato, quitara
el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque vuestra
excelencia la viera en él toda retratada; pero ¿para qué es ponerme yo ahora a
delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin
par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en
quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los
buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en
bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?
-¿Qué quiere decir demostina, señor
don Quijote -preguntó la duquesa-, que es vocablo que no le he oído en todos
los días de mi vida?
-Retórica demostina -respondió don
Quijote- es lo mismo que decir retórica de Demóstenes, como ciceroniana,
de Cicerón, que fueron los mayores retóricos del mundo.
Así es -dijo el duque-, y habéis andado
deslumbrada en la tal pregunta. Pero, con todo eso, nos daría gran gusto el
señor don Quijote si nos la pintase; que a buen seguro que aunque sea en
rasguño y bosquejo. que ella salga tal, que la tengan invidia las más hermosas.
-Sí hiciera, por cieno -respondió don
Quijote-, si no me la hubiera borrado de la idea la desgracia que poco ha que
le sucedió, que es tal, que más estoy para llorarla que para describirla;
porque habrán de saber vuestras grandezas que yendo los días pasados a besarle
las manos, y a recibir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera
salida, hallé otra de la que buscaba: halléla encantada y convertida de
princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en
pestífera, de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en
tinieblas, y, finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago.
-¡Válame Dios! -dando una gran voz, dijo a
este instante el duque-. ¿Quién ha sido el que tanto mal ha hecho al mundo?
¿Quién ha quitado dél la belleza que le alegraba, el donaire que le entretenía
y la honestidad que le acreditaba?
-¿Quién? -respondió don
Quijote-. ¿Quién puede ser sino algún maligno encantador de los muchos
invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita, nacida en el mundo para escurecer
y aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de
los malos. Perseguido me han encantadores, encantadores me persiguen, y
encantadores me perseguirán hasta dar conmigo y con mis altas caballerías en el
profundo abismo del olvido, y en aquella parte me dañan y hieren donde veen que
más lo siento; porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los
ojos con que mira, y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se
mantiene. Otras muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el
caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin
cimiento, y la sombra sin cuerno de quien se cause.
-No hay más que decir -dijo la duquesa-;
pero si, con todo eso, hemos de dar crédito a la historia que del señor don
Quijote de pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo con general
aplauso de las gentes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa
merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo,
sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su
entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones que quiso.
-En eso hay mucho que decir –respondió don
Quijote-. Dios sabe si hay Dulcinea, o no, en el mundo, o si es fantástica, o no
es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar
hasta el cabo. Ni yo engendré ni pan a mi señora, puesto que la contemplo como
conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla
famosa en todas las del mundo, como son: hermosura sin tacha, grave sin
soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien
criada, y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre
resplandece y campea la hermosura con más grados de perfección que en las
hermosas humildemente nacidas.
-Así es -dijo el duque-; pero hame de dar
licencia el señor don Quijote para que diga lo que me fuerza a decir la
historia que de sus hazañas he leído, de donde se infiere que, puesto que se
conceda que hay Dulcinea en el Toboso, o fuera dél, y que sea hermosa en el
sumo grado que vuesa merced nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no
corre parejas con las Orianas, con las Alastrajareas, con las Madásimas, ni con
otras deste jaez, de quien están llenas las historias que vuesa merced bien
sabe.
-A eso puedo decir -respondió don Quijote-
que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que
en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado;
cuanto más que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de
corona y ceptro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer
mayores milagros se extiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en
sí encerradas mayores venturas.
-Digo, señor don Quijote -dijo la
duquesa-, que en todo cuanto vuesa merced dice va con pie de plomo, y, como
suele decirse, con la sonda en la mano, y que yo desde aquí adelante creeré y
haré creer a todos los de mi casa, y aun al duque mi señor, si fuere menester,
que hay Dulcinea en el Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, y
principalmente nacida, y merecedora que un tal caballero como es el señor don
Quijote la sirva; que es lo más que puedo ni sé encarecer. Pero no puedo dejar
de formar un escrúpulo, y tener algún no sé qué de ojeriza contra Sancho Panza:
el escrúpulo es que dice la historia referida que el tal Sancho Panza halló a
la tal señora Dulcinea, cuando de parte de vuesa merced le llevó una epístola,
ahechando un costal de trigo, y, por más señas, dice que era rubión; cosa que
me hace dudar en la alteza de su linaje.
A lo que respondió don Quijote:
-Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que
todas o las más cosas que a mi me suceden van fuera de los términos ordinarios
de las que a los otros caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas por
el querer inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de
algún encantador invidioso; y como es cosa ya averiguada que todos o los más
caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado;
otro, de ser de tan impenetrables carnes, que no pueda ser herido, como lo fue
el famoso Roldán, uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta que no
podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto había de ser con
la punta de un alfiler gordo, y no con otra suene de arma alguna; y así, cuando
Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles, viendo que no le podía llegar con
fierro, le levantó del suelo entre los brazos, y le ahogó, acordándose entonces
de la muerte que dio Hércules a Anteón, aquel feroz gigante que decía ser hijo
de la Tierra. Quiero inferir de lo dicho que podría ser que yo tuviese alguna
gracia déstas, no del no poder ser ferido, porque muchas veces la experiencia
me ha mostrado que soy de carnes blandas y no nada impenetrables, ni la de no
poder ser encantado; que ya me he visto metido en una jaula, donde todo el
mundo no fuera poderoso a encerrarme, si no fuera a fuerza de encantamentos;
pero pues de aquél me libré, quiero creer que no ha de haber otro alguno que me
empezca; y así, viendo estos encantadores que con mi persona no pueden usar de
sus malas mañas, véngase en las cosas que más quiero, y quieren quitarme la
vida maltratando la de Dulcinea, por quien yo vivo; y así, creo que cuando mi
escudero le llevó mi embajada, se la convirtieron en villana y ocupada en tan
bajo ejercicio como es el de ahechar trigo; pero ya tengo yo dicho que aquel
trigo ni era rubión ni trigo, sino granos de perlas orientales; y para prueba
desta verdad quiero decir a vuestras magnitudes cómo viniendo poco ha por el
Toboso, jamás pude hallar los palacios de Dulcinea; y que otro día, habiéndola
visto Sancho mi escudero en su mesma figura, que es la más bella del orbe, a mí
me pareció una labradora tosca y fea, y no nada bien razonada, siendo la
discreción del mundo; y pues yo no estoy encantado, ni lo puedo estar, según
buen discurso, ella es la encantada, la ofendida, y la mudada, trocada y
trastrocada, y en ella se han vengado de mí mis enemigos, y por ella viviré yo en
perpetuas lágrimas, hasta verla en su prístino estado. Todo esto he dicho para
que nadie repare en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea;
que pues a mi me la mudaron, no es maravilla que a él se la cambiasen Dulcinea
es principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que
son muchos, antiguos y muy buenos, a buen seguro que no le cabe poca parte a la
sin par Dulcinea, por quien su lugar será famoso y nombrado en los venideros
siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y España por la Cava, aunque con mejor
título y fama. Por otra parte, quiero que entiendan vuestras señorías que
Sancho Panza es uno de los mas graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero
andante; tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es
simple o agudo causa no pequeño contento; tiene malicias que le condenan por
bellaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda de todo, y créelo todo;
cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con unas discreciones, que le
levantan al cielo. Finalmente, yo no le trocaría con otro escudero, aunque me
diesen de añadidura una ciudad; y así, estoy en duda si será bien enviarle al
gobierno de quien vuestra grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una
cierta aptitud para esto de gobernar, que atusándole tantico el entendimiento,
se saldría con cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas; y más que ya
por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas
letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saben leer,
y gobiernan como unos girifaltes: el toque está en que tengan buena intención y
deseen acertar en todo; que nunca les faltará quien les aconseje y encamine en
lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que
sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que ni tome cohecho, ni pierda derecho,
y otras cosillas que me quedan en el estómago, que saldrán a su tiempo, para
utilidad de Sancho y provecho de la ínsula que gobernare.
A este punto llegaban de su coloquio el
duque, la duquesa y don Quijote, cuando oyeron muchas voces y gran rumor de
gente en el palacio, y a deshora entró Sancho en la sala, todo asustado, con un
cernadero por babador, y tras él muchos mozos, o, por mejor decir, pícaros de
cocina y otra gente menuda, y uno venía con un artesoncillo de agua, que en la
calor y poca limpieza mostraba ser de fregar; seguiale y perseguiale el de la
artesa, y procuraba con toda solicitud ponérsela y encajársela debajo de las
barbas, y otro pícaro mostraba querérselas lavar.
-¿Qué es esto, hermanos? -preguntó la
duquesa-. ¿Qué es esto? ¿Qué queréis a ese buen hombre? ¿Cómo y no consideráis
que está electo gobernador?
A lo que respondió el pícaro barbero:
No quiere este señor dejarse lavar, como
es usanza, y como se lavó el duque mi señor y el señor su amo.
-Si quiero -respondió Sancho con mucha
cólera-; pero querría que fuese con toallas más limpias, con lejía más clara y
con manos no tan sucias; que no hay tanta diferencia de mi a mi amo, que a él
le laven con agua de ángeles y a mí con lejía de diablos. Las usanzas de las
tierras y de los palacios de los príncipes tanto son buenas cuanto no dan
pesadumbre; pero la costumbre del lavatorio que aquí se usa peor es que de
diciplinantes. Yo estoy limpio de barbas y no tengo necesidad de semejantes
refrigerios; y el que se llegare a lavarme ni a tocarme un pelo de la cabeza,
digo, dc mi barba, hablando con el debido acatamiento, le daré tal puñada, que
le deje el puño engastado en los cascos; que estas tales cirimonias y jabonaduras
más parecen budas que gasajos de huéspedes.
Perecida de risa estaba la duquesa viendo
la cólera y oyendo las razones de Sancho; pero no dio mucho gusto a don Quijote
verle tan mal adeliñado con la jaspeada toalla, y tan rodeado de tantos entretenidos
de cocina; y así, haciendo una profunda reverencia a los duques, como que les
pedía licencia para hablar, con voz reposada dijo a la canalla:
-Hola, señores caballeros, vuesas mercedes
dejen al mancebo, y vuelvanse por donde vinieron, o por otra parte si se les
antojare; que mi escudero es limpio tanto como otro, y esas artesillas son para
él estrechas, y penantes búcaros. Tomen mi consejo y déjenle; porque ni él ni
yo sabemos de achaque de burlas.
Cogióle la razón de la boca Sancho, y
prosiguió diciendo:
-¡No, sino lléguense a hacer burla del
mostrenco; que así lo sufriré como ahora es de noche! Traigan aquí un peine, o
lo que quisieren, y almohácenme estas barbas; y si sacaren dellas cosa que
ofenda a la limpieza, que me trasquilen a cruces.
A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la
duquesa:
-Sancho Panza tiene razón en todo cuanto
ha dicho, y la tendrá en todo cuanto dijere: él es limpio, y, como él dice, no
tiene necesidad de lavarse; y si nuestra usanza no le contenta, su alma es su
palma, cuanto más que vosotros, ministros de la limpieza, habéis andado
demasiadamente de remisos y descuidados, y no sé si diga atrevidos, al traer a
tal personaje y a tales barbas, en lugar de fuentes y aguamaniles de oro puro y
de alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de aparadores.
Pero, en fin, sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar, como malandrines que
sois, de mostrar la ojeriza que tenéis con los escuderos de los andantes
caballeros.
Creyeron los apicarados ministros, y aun
el maestresala, que venia con ellos, que la duquesa hablaba de veras, y así,
quitaron el cernadero del pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos se
fueron y le dejaron; el cual, viéndose fuera de aquel, a su parecer, sumo
peligro, se fue a hincar de rodillas ante la duquesa, y dijo:
De grandes señoras, grandes mercedes se
esperan; ésta que la vuestra merced hoy me ha fecho no puede pagarse con menos
sino es con desear yerme armado caballero andante, para ocuparme todos los días
de mi vida en servir a tan alta señora. Labrador soy, Sancho Panza me llamo,
casado soy, hijos tengo y de escudero sirvo; si con alguna destas cosas puedo
servir a vuestra grandeza, menos tardaré yo en obedecer que vuestra señoría en
mandar.
Bien parece, Sancho -respondió la
Duquesa-, que habéis aprendido a ser cortés en la escuela de la misma cortesía;
bien parece, quiero decir, que os habéis criado a los pechos del señor don
Quijote, que debe de ser la nata de los comedimentos y la flor de las
ceremonias, o cirimonias, como vos decís. Bien haya tal señor y tal criado, el
uno, por norte de la andante caballería; y el otro, por estrella de la
escuderil fidelidad. Levantaos, Sancho amigo; que yo satisfaré vuestras
cortesías con hacer que el duque mi señor, lo más presto que pudiere, os cumpla
la merced prometida del gobierno.
Con esto cesó la plática, y don Quijote se
fue a reposar la siesta, y la duquesa pidió a Sancho que, si no tenía mucha
gana de dormir, viniese a pasar la tarde con ella y con sus doncellas en una
muy fresca sala. Sancho respondió que aunque era verdad que tenía por costumbre
dormir cuatro o cinco horas las siestas del verano, que, por servir a su
bondad, él procuraría con todas sus fuerzas no dormir aquel día ninguna, y
vendría obediente a su mandato, y fuese. El duque dio nuevas órdenes como se
tratase a don Quijote como a caballero andante, sin salir un punto del estilo
como cuentan que se trataban los antiguos caballeros.