3. Del ridículo razonamiento que pasó
entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco
Pensativo además quedó don Quijote,
esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo
puestas en libro, como había dicho Sancho, y no se podía persuadir a que tal
historia hubiese, pues aun no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la
sangre de los enemigos que había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa
sus altas caballerías. Con todo eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo o
enemigo, por arte de encantamento las habría dado a la estampa: si amigo, para
engrandecerlas y levantarlas sobre las más señaladas de caballero andante; si
enemigo, para aniquilarías y ponerlas debajo de las más viles que de algún vil
escudero se hubiesen escrito, puesto (decía entre sí) que nunca
hazañas de escuderos se escribieron; y cuando fuese verdad que la tal historia
hubiese, siendo de caballero andante, por fuerza había de ser grandilocua,
alta, insigne, magnífica y verdadera.
Con esto se consoló algún tanto; pero
desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los
moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores,
falsarios y quimeristas. Temiase no hubiese tratado sus amores con alguna indecencia,
que redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea
del Toboso; deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre
la había guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas
calidades, teniendo a raya los ímpetus de los naturales movimientos; y así,
envuelto y revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le hallaron Sancho y
Carrasco, a quien don Quijote recibió con mucha cortesía.
Era el bachiller, aunque se llamaba
Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón; de color macilenta,
pero de muy buen entendimiento; tendría hasta veinticuatro años, carirredondo,
de nariz chata y de boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y
amigo de donaires y de burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote,
poniéndose delante dél de rodillas, diciéndole:
-Deme vuestra grandeza las manos, señor
don Quijote de la Mancha; que por el hábito de San Pedro que visto, aunque no
tengo otras órdenes que las cuatro primeras, que es vuesa merced uno de los más
famosos caballeros andantes que ha habido, ni aun habrá, en toda la redondez de
la tierra. Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras
grandezas dejó escrita, y rebién haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir
de arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las
gentes.
Hízole levantar don Quijote y dijo:
-Desa manera, ¿verdad es que hay historia
mía y que fue moro y sabio el que la compuso?
-Es tan verdad, señor -dijo Sansón-, que
tengo para mi que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal
historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y
aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no
ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga.
-Una de las cosas -dijo a esta sazón don
Quijote- que más debe de dar contento a un hombre virtuoso y eminente es verse,
viviendo, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en
estampa. Dije con buen nombre, porque siendo al contrario, ninguna
muerte se le igualará.
-Si por buena fama y si por buen nombre va
-dijo el bachiller-, sólo vuesa merced lleva la palma a todos los caballeros
andantes; porque el moro en su lengua y el cristiano en la suya tuvieron
cuidado de pintarnos muy al vivo la gallardía de vuesa merced, el ánimo grande
en acometer los peligros, la paciencia en las adversidades y el sufrimiento así
en las desgracias como en las heridas, la honestidad y continencia en los
amores tan platónicos de vuesa merced y de mi señora doña Dulcinea del Toboso.
-Nunca -dijo a este punto Sancho Panza- he
oído llamar con don a mi señora Dulcinea, sino solamente la señora Dulcinea del
Toboso, y ya en esto anda errada la historia.
-No es objeción de importancia ésa
-respondió Carrasco.
-No, por cierto -respondió don Quijote-;
pero dígame vuesa merced, señor bachiller: ¿qué hazañas mías son las que más se
ponderan en esa historia?
-En eso -respondió el bachiller- hay
diferentes opiniones, como hay diferentes gustos: unos se atienen a la aventura
de los molinos de viento, que a vuesa merced le parecieron briareos y gigantes;
otros, a la de los batanes; éste, a la descripción de los dos ejércitos, que
después parecieron ser dos manadas de carneros; aquél encarece la del muerto
que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas se aventaja la de la
libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes
benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.
-Dígame, señor bachiller -dijo a esta
sazón Sancho-: ¿entra ahí la aventura de los yangüeses, cuando a nuestro buen
Rocinante se le antojó pedir cotufas en el golfo?
-No se le quedó nada -respondió Sansón- al
sabio en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta: hasta lo de las cabriolas
que el buen Sancho hizo en la manta.
-En la manta no hice yo cabriolas
-respondió Sancho-; en el aire sí, y aun más de las que yo quisiera.
-A lo que yo imagino -dijo don Quijote-,
no hay historia humana en el mundo que no tenga sus altibajos, especialmente
las que tratan de caballerías; las cuales nunca pueden estar llenas de
prósperos sucesos.
-Con todo eso -respondió el bachiller-,
dicen algunos que han leído la historia que se holgaran se les hubiera olvidado
a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros
dieron al señor don Quijote.
-Ahí entra la verdad de la historia –dijo
Sancho.
-También pudieran callarlos por equidad
-dijo don Quijote-, pues las acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la
historia no hay para qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del
señor de la historia. A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le
pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero.
-Así es -replicó Sansón-; pero uno es
escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las
cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de
escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la
verdad cosa alguna.
-Pues si es que se anda a decir verdades
ese señor moro -dijo Sancho-, a buen seguro que entre los palos de mi señor se
hallen los míos; porque nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas
que no me la tomasen a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme,
pues como dice el mismo señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los
miembros.
-Socarrón sois, Sancho -respondió don
Quijote-. A fee que no os falta memoria cuando vos queréis tenerla.
-Cuando yo quisiese olvidarme de los
garrotazos que me han dado -dijo Sancho-, no lo consentirán los cardenales, que
aún se están frescos en las costillas.
-Callad, Sancho -dijo don Quijote-, y no
interrumpáis al señor bachiller, a quien suplico pase adelante en decirme lo
que se dice de mí en la referida historia.
-Y de mí -dijo Sancho-; que también dicen
que soy yo uno de los principales presonajes della.
-Personajes, que no presonajes,
Sancho amigo -dijo Sansón.
-¿Otro reprochador de voquibles tenemos?
-dijo Sancho-. Pues ándese a eso, y no acabaremos en toda la vida.
-Mala me la dé Dios, Sancho -respondió el
bachiller-, si no sois vos la segunda persona de la historia; y que hay tal que
precia más oíros hablar a vos que al más pintado de toda ella, puesto que
también hay quien diga que anduvisteis demasiadamente de crédulo en creer que
podía ser verdad el gobierno de aquella ínsula ofrecida por el señor don
Quijote, que está presente.
-Aún hay sol en las bardas -dijo don
Quijote-; y mientras más fuere entrando en edad Sancho, con la experiencia que
dan los años estará más idóneo y más hábil para ser gobernador que no está
agora.
-Por Dios, señor -dijo Sancho-, la isla
que yo no gobernase con los años que tengo no la gobernaré con los años de
Matusalén. El daño está en que la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no
en faltarme a mí el caletre para gobernarla.
-Encomendadlo a Dios, Sancho -dijo don
Quijote-; que todo se hará bien, y quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se
mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios.
-Así es verdad -dijo Sancho-; que si Dios
quiere, no le faltarán a Sancho mil islas que gobernar, cuanto más una.
-Gobernadores he visto por ahí -dijo
Sancho- que, a mi parecer, no llegan a la suela de mi zapato, y, con todo eso,
los llaman señoría, y se sirven con plata.
-Esos no son gobernadores de ínsula
-replicó Sansón-, sino de otros gobiernos más manuales; que los que gobiernan
ínsulas, por lo menos, han de saber gramática.
-Con la grama bien me avendría yo –dijo
Sancho-; pero con la tica, ni me tiro ni me pago, porque no la entiendo.
Pero dejando esto del gobierno en las manos de Dios, que me eche a las partes
donde más de mí se sirva, digo, señor bachiller Sansón Carrasco, que
infinitamente me ha dado gusto que el autor de la historia haya hablado de mí
de manera que no enfadan las cosas que de mí se cuentan; que a fe de buen
escudero que si hubiera dicho de mí cosas que no fueran muy de cristiano viejo,
como soy, que nos habían de oír los sordos.
-Eso fuera hacer milagros –respondió
Sansón.
-Milagros o no milagros -dijo Sancho-,
cada uno mire cómo habla o cómo escribe de las presonas, y no ponga a
trochemoche lo primero que le viene al magín.
-Una de las tachas que ponen a la tal
historia -dijo el bachiller- es que su autor puso en ella una novela intitulada
El Curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino
por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del
señor don Quijote.
-Yo apostaré -replicó Sancho- que ha
mezclado el hi de perro berzas con capachos.
-Ahora digo -dijo don Quijote- que no ha
sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento
y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía
Orbaneja, el pintor de Ubeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: «Lo
que saliere.» Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que
era menester que con letras góticas escribiese junto a él: «Este es gallo.» Y
así debe de ser mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla.
-Eso no -respondió Sansón-; porque es tan
clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos
la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es
tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han
visto algún rocín flaco, cuando dicen: «Allí va Rocinante.» Y los que más se
han dado a su lectura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se
halle un Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten
y aquéllos le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos
perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella
no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un pensamiento menos
que católico.
-A escribir de otra suerte -dijo don
Quijote-, no fuera escribir verdades, sino mentiras; y los historiadores que de
mentiras se valen habían de ser quemados, como los que hacen moneda falsa; y no
sé yo qué le movió al autor a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo
tanto que escribir en los míos: sin duda se debió de atener al refrán: «De paja
y de heno...», etcétera. Pues en verdad que en solo manifestar mis
pensamientos, mis sospiros, mis lágrimas, mis buenos deseos y mis
acometimientos pudiera hacer un volumen mayor, o tan grande, que el que pueden
hacer todas las obras del Tostado. En efeto, lo que yo alcanzo, señor
bachiller, es que para componer historias y libros, de cualquier suerte que
sean, es menester un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y
escribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia
es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es
simple. La historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde
está la verdad, está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay
algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
-No hay libro tan malo -dijo el
bachiller-, que no tenga algo bueno.
-No hay duda en eso -replicó don Quijote-;
pero muchas veces acontece que los que tenían méritamente granjeada y alcanzada
gran fama por sus escritos, en dándolos a la estampa la perdieron del todo, o
la menoscabaron en algo.
-La causa deso es -dijo Sansón- que como
las obras impresas se miran despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto
más se escudriñan cuanto es mayor la fama del que las compuso. Los hombres
famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores,
siempre, o las más veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por
particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos
propios a la luz del mundo.
-Eso no es de maravillar -dijo don
Quijote-; porque muchos teólogos hay que no son buenos para el púlpito, y son
bonísimos para conocer las faltas o sobras de los que predican.
-Todo esto es así, señor don Quijote –dijo
Carrasco-; pero quisiera yo que los tales censuradores fueran más
misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos del sol
clarísimo de la obra de que murmuran; que sí aliquando banus dormitat
Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto, por dar la luz de su
obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría ser que lo que a ellos les
parece mal fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro
que los tiene; y así, digo que es grandísimo el riesgo a que se pone el que
imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal, que
satisfaga y contente a todos los que le leyeren.
-El que de mí trata -dijo don Quijote- a
pocos habrá contentado.
-Antes es al revés; que como de stultorum
infinitus est numerus infinitos son los que han gustado de la tal historia;
y algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de
contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara,
y sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a
caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le
olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la maleta
en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean saber qué
hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos sustanciales que
faltan en la obra.
Sancho respondió:
Yo, señor Sansón, no estoy ahora para
ponerme en cuentas ni cuentos; que me ha tomado un desmayo de estómago, que si
no le reparo con dos tragos de lo añejo, me pondrá en la espina de Santa Lucía.
En casa lo tengo; mi oíslo me aguarda; en acabando de comer daré la vuelta, y
satisfaré a vuesa merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, así de
la pérdida del jumento como del gasto de los cien escudos.
Y sin esperar respuesta ni decir otra
palabra, se fue a su casa.
Don Quijote pidió y rogó al bachiller se
quedase a hacer penitencia con él. Tuvo el bachiller el envite: quedóse,
añadióse al ordinario un par de pichones, tratóse en la mesa de caballerías,
siguióle el humor Carrasco, acabóse el banquete, durmieron la siesta, volvió
Sancho, y renovóse la plática pasada.