2. Que trata de la notable pendencia que
Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de don Quijote, con otros sujetos
graciosos
Cuenta la historia que las voces que
oyeron don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y ama, que las
daban diciendo a Sancho Panza, que pugnaba por entrar a ver a don Quijote, y
ellas le defendían la puerta:
-¿Qué quiere este mostrenco en esta casa?
Idos a la vuestra, hermano, que vos sois, y no otro, el que destrae y sonsaca a
mi señor, y le lleva por esos andurriales.
A lo que Sancho respondió:
-Ama de Satanás, el sonsacado, y el
destraído, y el llevado por esos andurriales soy yo; que no tu amo: él me llevó
por esos mundos, y vosotras os engañáis en la mitad del justo precio; él me
sacó de mi casa con engañifas, prometiéndome una ínsula, que hasta agora la
espero.
-¡Malas ínsulas te ahoguen -respondió la
sobrina-, Sancho maldito! Y ¿qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer,
golosazo, comilón que tú eres?
-No es de comer -replicó Sancho-, sino de
gobernar y regir mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de corte.
-Con todo eso -dijo el ama-, no entraréis
acá, saco de maldades y costal de malicias. Id a gobernar vuestra casa y a
labrar vuestros pegujares, y dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos.
Grande gusto recebían el cura y el barbero
de oír el coloquio de los tres; pero don Quijote, temeroso que Sancho se
descosiese y desbuchase algún montón de maliciosas necedades, y tocase en
puntos que no le estarían bien a su crédito, le llamó, y hizo a las dos que
callasen y le dejasen entrar. Entró Sancho, y el cura y el barbero se
despidieron de don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cuán puesto
estaba en sus desvariados pensamientos, y cuán embebido en la simplicidad de
sus malandantes caballerías; y así, dijo el cura al barbero:
-Vos veréis, compadre, cómo, cuando menos
lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez a volar la ribera.
-No pongo yo duda en eso -respondió el
barbero-; pero no me maravillo tanto de la locura del caballero como de la
simplicidad del escudero, que tan creído tiene aquello de la ínsula, que creo
que no se lo sacarán del casco cuantos desengaños pueden imaginarse.
-Dios los remedie -dijo el cura-, y
estemos a la mira: veremos en lo que para esta máquina de disparates de tal
caballero y de tal escudero, que parece que los forjaron a los dos en una mesma
turquesa y que las locuras del señor sin las necedades del criado no valían un
ardite.
-Así es -dijo el barbero-, y holgara mucho
saber qué tratarán ahora los dos.
-Yo seguro -respondió el cura- que la
sobrina o el ama nos lo cuenta después; que no son de condición que dejarán de
escucharlo.
En tanto, don Quijote se encerró con
Sancho en su aposento, y estando solos, le dijo:
-Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y
digas que yo fui el que te saqué de tus casillas, sabiendo que yo no me quedé
en mis casas: juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma
fortuna y una misma suerte ha corrido por los dos: si a ti te mantearon una
vez, a mí me han molido ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.
-Eso estaba puesto en razón –respondió
Sancho-, porque, según vuesa merced dice, más anejas son a los caballeros
andantes las desgracias que a sus escuderos.
-Engáñaste, Sancho -dijo don Quijote-,
según aquello, quando caput dolet..., etcétera.
-No entiendo otra lengua que la mía
-respondió Sancho.
-Quiero decir -dijo don Quijote- que
cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y
señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el
mal que a mi me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.
-Así había de ser -dijo Sancho-; pero
cuando a mi me manteaban como a miembro, se estaba mi cabeza detrás de las
bardas, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y pues los miembros
están obligados a dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a
dolerse dellos.
-¿Querrás tú decir agora, Sancho
-respondió don Quijote-, que no me dolía yo cuando a ti te manteaban? Y si lo
dices, no lo digas, ni lo pienses; pues más dolor sentía yo entonces en mi
espíritu que tú en tu cuerpo. Pero dejemos esto aparte por agora, que tiempo
habrá donde lo ponderemos y pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo: ¿qué es
lo que dicen de mi por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los
hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas
y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y
volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho,
me digas lo que acerca desto ha llegado a tus oídos: y esto me has de decir sin
añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna; que de los vasallos leales es
decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación
la acreciente o otro vano respeto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que
si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de
la lisonja, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de
hierro que la nuestra, que entiendo que de las que ahora se usan es la dorada.
Sírvate este advertimiento, Sancho, para que discreta y bienintencionadamente
pongas en mis oídos la verdad de las cosas que supieres de lo que te he
preguntado.
-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío
-respondió Sancho-, con condición que vuestra merced no se ha de enojar de lo
que dijere, pues quiere que lo diga en cueros, sin vestirlo de otras ropas de
aquellas con que llegaron a mi noticia.
-En ninguna manera me enojaré -respondió
don Quijote-. Bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin rodeo alguno.
-Pues lo primero que digo -dijo- es que el
vulgo tiene a vuesa merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato.
Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuesa merced en los límites de la
hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y
dos yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los
caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente
aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de
las medias negras con seda verde.
-Eso -dijo don Quijote- no tiene que ver
conmigo, pues ando siempre bien vestido, y jamás remendado; roto, bien podría
ser; y el roto, más de las armas que del tiempo.
-En lo que toca -prosiguió Sancho- a la
valentía, cortesía, hazañas y asumpto de vuesa merced, hay diferentes
opiniones: unos dicen: «Loco, pero gracioso»; otros, «Valiente, pero
desgraciado»; otros, «Cortés, pero impertinente»; y por aquí van discurriendo
en tantas cosas, que ni a vuesa merced ni a mí nos dejan hueso sano.
-Mira, Sancho -dijo don Quijote-: donde
quiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de
los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia. Julio
César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso
y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a
quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus
ciertos puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta
que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura
que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así
que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien pueden pasar las
mías, como no sean más de las que has dicho.
-¡Ahí está el toque, cuerpo de mi padre!
-replicó Sancho.
-Pues ¿hay más? -preguntó don Quijote.
-Aún la cola falta por desollar -dijo
Sancho-. Lo de hasta aquí son tortas y pan pintado; mas si vuesa merced quiere
saber todo lo que hay acerca de las caloñas que le ponen, yo le traeré aquí
luego al momento quien se las diga todas, sin que les falte una meaja: que
anoche llegó el hijo de Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca,
hecho bachiller, y yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en
libros la historia de vuesa merced, con nombre de El Ingenioso Hidalgo don
Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de
Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos
nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el
historiador que las escribió.
-Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-,
que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los
tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir.
-Y ¡cómo -dijo Sancho- si era sabio y
encantador, pues (según dice el bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el
que dicho tengo) que el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjenal!
-Ese nombre es de moro -respondió don
Quijote.
-Así será -respondió Sancho-; porque por
la mayor parte he oído decir que los moros son amigos de berenjenas.
-Tú debes, Sancho -dijo don Quijote-,
errarte en el sobrenombre de ese Cide, que en arábigo quiere decir señor.
-Bien podría ser -replicó Sancho-; mas si
vuesa merced gusta que yo le haga venir aquí, iré por él en volandas.
-Harásme mucho placer, amigo -dijo don
Quijote-; que me tiene suspenso lo que me has dicho, y no comeré bocado que
bien me sepa hasta ser informado de todo.
-Pues yo voy por él -respondió Sancho.
Y dejando a su señor, se fue a buscar al
bachiller, con el cual volvió de allí a poco espacio, y entre los tres pasaron
un graciosísimo coloquio.