SEGUNDA PARTE
1. De lo que el cura y el barbero pasaron
con don Quijote cerca de su enfermedad
Cuenta Cide Hamete Benengeli en la segunda
parte desta historia, y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero
se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria
las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama,
encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas
confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía,
según buen discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo
hacían, y lo harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver
que su señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de
lo cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado en
haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la primera
parte desta tan grande como puntual historia, en su último capítulo; y así,
determinaron de visitarle y hacer experiencia de su mejoría, aunque tenían casi
por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la
andante caballería, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que
tan tiernos estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado
en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un bonete colorado
toledano; y estaba tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne
momia. Fueron dél muy bien recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio
cuenta de sí y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el
discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y
modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una
costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo
legislador, un Licurgo moderno, o un Solón flamante; y de tal manera renovaron
la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua y sacado
otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas las
materias que se tocaron, que los dos examinadores creyeron indubitadamente que
estaba del todo bueno y en su entero juicio.
Halláronse presentes a la plática la
sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su señor con tan
buen entendimiento; pero el cura, mudando el propósito primero, que era de no
tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo experiencia si la
sanidad de don Quijote era falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a
contar algunas nuevas que habían venido de la Corte, y, entre otras, dijo que
se tenía por cierto que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se
sabía su designio, ni adónde había de descargar tan gran nublado; y con este
temor, con que casi cada años nos toca arma, estaba puesta en ella toda la
cristiandad, y su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia
y la isla de Malta. A esto respondió don Quijote:
-Su Majestad ha hecho como prudentísimo
guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercibido el
enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo que usara de una
prevención, de la cual su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de
pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre
sí:
-¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote;
que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo
abismo de tu simplicidad! Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo
pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la
prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese
en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suele dar a los
príncipes.
-El mío, señor rapador -dijo don Quijote-,
no será impertinente, sino perteneciente.
-No lo digo por tanto -replicó el
barbero-, sino porque tiene mostrado la experiencia que todos o los más
arbitrios que se dan a su Majestad o son imposibles, o disparatados o en daño
del rey o del reino.
-Pues el mío -respondió don Quijote- no es
imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y
breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.
-Ya tarda en decirle vuesa merced, señor
don Quijote -dijo el cura.
-No querría -dijo don Quijote- que le
dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los señores
consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.
-Por mí -dijo el barbero-, doy la palabra,
para aquí y para delante de Dios, de no decir lo que vuesa merced dijere a rey
ni a roque, ni a hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura
que en el prefacio avisé al rey del ladrón que le había robado las cien doblas
y la su mula la andariega.
-No sé historias -dijo don Quijote-; pero
sé que es bueno ese juramento, en fee de que sé que es hombre de bien el señor
barbero.
-Cuando no lo fuera -dijo el cura-, yo le
abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de
pagar lo juzgado y sentenciado.
-Y a vuesa merced, ¿quién le fía, señor
cura? -dijo don Quijote.
-Mi profesión -respondió el cura-, que es
de guardar secreto.
-¡Cuerpo de tal! -dijo a esta razón don
Quijote-. ¿Hay más, sino mandar su Majestad por público pregón que se junten en
la Corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por
España, que aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos,
que solo bastase a destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuesas mercedes
atentos, y vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero
andante un ejército de doscientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran
una sola garganta, o fueran hechos de
alfenique? Si no, díganme: ¿cuántas historias están llenas destas maravillas?
¡Había, en hora mala para mí, que no quiero decir para otro, de vivir hoy el
famoso don Belianís, o alguno de los del inumerable linaje de Amadís de Gaula;
que si alguno déstos hoy viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le
arrendara la ganancia! Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que,
si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será
inferior en el ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.
-¡Ay! -dijo a este punto la sobrina-. ¡Que
me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!
A lo que dijo don Quijote:
-Caballero andante he de morir, y baje o
suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente pudiere; que otra vez
digo que Dios me entiende.
A esta sazón dijo el barbero:
-Suplico a vuesas mercedes que se me dé
licencia para contar un cuento breve que sucedió en Sevilla; que, por venir
aquí como de molde, me da gana de contarle.
Dio la licencia don Quijote y el cura y
los demás le prestaron atención, y él comenzó desta manera:
-En la casa de los locos de Sevilla estaba
un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por falto de juicio. Era
graduado en Cánones por Osuna, pero aunque lo fuera por Salamanca, según
opinión de muchos, no dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos
años de recogimiento, se dio a entender que estaba cuerdo y en su entero
juicio, y con esta imaginación escribió al arzobispo suplicándole
encarecidamente y con muy concertadas razones le mandase sacar de aquella
miseria en que vivía, pues por la misericordia de Dios había ya cobrado el
juicio perdido; pero que sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda,
le tenían allí, y a pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.
El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó a un
capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado
le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si le pareciese que
tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así el capellán, y el
retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco; que puesto que hablaba
muchas veces como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tantas
necedades, que en muchas y en grandes igualaban a sus primeras discreciones,
como se podía hacer la experiencia hablándole. Quiso hacerla el capellán, y,
poniéndole con el loco, habló con él una hora, y más, y en todo aquel tiempo
jamás el loco dijo razón torcida ni disparatada; antes habló tan atentadamente,
que el capellán fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo, y entre otras
cosas que el loco le dijo fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los
regalos que sus parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con
lúcidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su
mucha hacienda, pues por gozar della sus enemigos ponían dolo y dudaban de la
merced que nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre.
Finalmente, él habló de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y
desalmados a sus parientes, y a él tan discreto, que el capellán se determinó a
llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la mano la verdad
de aquel negocio. Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase
dar los vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el
retor que mirase lo que hacia, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se
estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y
advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor viendo
ser orden del arzobispo, pusieron al licenciado sus vestidos, que eran nuevos y
decentes, y como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de loco, suplicó al
capellán que por caridad le diese licencia para ir a despedirse de sus
compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería acompañar y ver los
locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con ellos algunos que se
hallaron presentes; y llegado el licenciado a una jaula donde estaba un loco
furioso, aunque sosegado y quieto, le dijo:
-Hermano mío, mire si me manda algo, que
me voy a mi casa; que ya Dios ha sido servido, por su infinita bondad y
misericordia, sin yo merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo;
que acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza
y confianza en El, que pues a mi me ha vuelto a mi primero estado, también le
volverá a él, si en El confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos
que coma, y cómalos en todo caso; que le hago saber que imagino, como quien ha
pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos
vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese; que el
descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte.
Todas estas razones del licenciado escuchó
otro loco que estaba en otra jaula, frontero de la del furioso, y levantándose
de una estera vieja donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes
voces quién era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió:
-Yo soy, hermano, el que me voy; que ya no
tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy infinitas gracias a los
cielos, que tan grande merced me han hecho.
-Mirad lo que decís, licenciado, no os
engañe el diablo -replicó el loco-; sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra
casa, y ahorraréis la vuelta.
-Yo sé que estoy bueno -replicó el
licenciado-, y no habrá para qué tornar a andar estaciones.
-¿Vos bueno? -dijo el loco-. Agora bien,
ello dirá; andad con Dios; pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo
represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla en
sacaros desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en
ella, que quede memoria dél por todos los siglos de los siglos, amén. ¿No sabes
tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy Júpiter
Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo y suelo amenazar
y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero castigar a este ignorante
pueblo; y es con no llover en él ni en todo su distrito y contorno por tres
enteros años, que se han de contar desde el día y punto en que ha sido hecha
esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo
enfermo, y yo atado...? Así pienso llover como pensar ahorcarme.
A las voces y a las razones del loco
estuvieron los circunstantes atentos; pero nuestro licenciado, volviéndose a
nuestro capellán y asiéndole de las manos, le dijo:
-No tenga vuesa merced pena, señor mío, ni
haga caso de lo que este loco ha dicho; que si él es Júpiter y no quisiere
llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las
veces que se me antojare y fuere menester.
A lo que respondió el capellán:
-Con todo eso, señor Neptuno, no será bien
enojar al señor Júpiter: vuesa merced se quede en su casa; que otro día, cuando
haya más comodidad y más espacio, volveremos por vuesa merced.
Rióse el retor y los presentes, por cuya
risa se medio corrió el capellán; desnudaron al licenciado, quedóse en casa, y
acabóse el cuento.
-Pues ¿éste es el cuento, señor barbero
-dijo don Quijote-, que por venir aquí como de molde, no podía dejar de
contarle? ¡Ah, señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es aquel que no ve
por tela de cedazo! Y ¿es posible que vuesa merced no sabe que las
comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura
a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, señor
barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga
por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el
error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la
orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra
de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes
caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los
reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el
castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros
que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas
telas que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que
duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde
los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos,
arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían
los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en
aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más
veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel
sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en
él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al
cielo, y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable
borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del
lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden
cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora ya
triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la
virtud, la arrogancia de la valentía, y la teórica de la práctica de las armas,
que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes
caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que el famoso
Amadís de Gaula? ¿Quién más discreto que Palmerín de Inglaterra? ¿Quién más
acomodado y manual que Tirante el Blanco? ¿Quién más galán que Lisuarte de
Grecia? ¿Quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís? ¿Quién más
intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que
Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandián? ¿Quién más arrojado
que don Cirongilio de Tracia? ¿Quién más bravo que Rodamonte? ¿Quién más
prudente que el rey Sobrino? ¿Quién más atrevido que Reinaldos? ¿Quién más invencible
que Roldán? Y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quién descienden
hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos
caballeros, y otros muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros
andantes, luz y gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera
yo que fueran los de mi arbitrio; que a serlo, su Majestad se hallara bien
servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas; y,
con esto, me quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si
Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré
cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor bacía que le entiendo.
-En verdad, señor don Quijote -dijo el
barbero-, que no lo dije por tanto, y así me ayude Dios como fue buena mi
intención, y que no debe vuesa merced sentirse.
-Si puedo sentirme o no -respondió don
Quijote-, yo me lo sé.
A esto dijo el cura:
-Aun bien que yo casi no he hablado
palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo que me roe y escarba
la conciencia, nacido de lo que aquí el señor don Quijote ha dicho.
-Para otras cosas más -respondió don
Quijote- tiene licencia el señor cura, y así, puede decir su escrúpulo; porque
no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa.
-Pues con ese beneplácito -respondió el
cura-, digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a
que toda la caterva de caballeros andantes que vuesa merced, señor don Quijote,
ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el
mundo; antes imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados
por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos.
-Ese es otro error -respondió don Quijote-
en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros en el
mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a
la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con
mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual
verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís
de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de
barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, tardo
en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a Amadís
pudiera, a mi parecer, pintar y describir todos cuantos caballeros andantes
andan en las historias en el orbe, que por la aprehensión que tengo de que
fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones
que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y
estaturas.
-¿Que tan grande le parece a vuesa merced,
mi señor don Quijote -preguntó el barbero-, debía de ser el gigante Morgante?
-En esto de gigantes -respondió don
Quijote- hay diferentes opiniones, si los ha habido o no en el mundo; pero la
Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los
hubo, contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete
codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de
Sicilia se han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza
manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres;
que la geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir
con certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser
muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace
mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de techado; y
pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era desmesurada su grandeza.
-Así es -dijo el cura.
El cual, gustando de oírle decir tan
grandes disparates, le preguntó que qué sentía acerca de los rostros de
Reinaldos de Montalbán y de don Roldán, y de los demás doce Pares de Francia,
pues todos habían sido caballeros andantes.
-De Reinaldos -respondió don Quijote- me
atrevo a decir que era ancho de rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y
algo saltados, puntuoso y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente
perdida. De Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le
nombran las historias, soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura,
ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el
cuerpo y de vista amenazadora, corto de razones, pero muy comedido y bien
criado.
-Si no fue Roldán más gentilhombre que
vuesa merced ha dicho -replicó el cura-, no fue maravilla que la señora
Angélica la Bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía
de tener el morillo barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de
adamar antes la blandura de Medoro que la aspereza de Roldán.
-Esa Angélica -respondió don Quijote-,
señor cura, fue una doncella destralda, andariega y algo antojadiza, y tan
lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura:
desprecié mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentóse con un
pajecillo barbilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de
agradecido la amistad que guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el
famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora
le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente
honestas, la dejó donde dijo:
Y cómo del Catay recibió el cetro,
quizá otro cantará con mejor plectro.
Y sin duda que esto fue como profecía; que los poetas también se
llaman vates, que quiere decir adivinos. Véese esta verdad clara, porque
después acá un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y
único poeta castellano cantó su hermosura.
-Dígame, señor don Quijote -dijo a esta
sazón el barbero-, ¿no ha habido algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa
señora Angélica, entre tantos como la han alabado?
-Bien creo yo -respondió don Quijote- que
si Sacripante o Roldán fueran poetas, que ya me hubieran jabonado a la
doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeñados y no admitidos de
sus damas fingidas, o no fingidas (en efeto, de aquellos a quien ellos
escogieron por señoras de sus pensamientos) vengarse con sátiras y libelos,
venganza, por cierto, indigna de pechos generosos, pero hasta agora no ha
llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que
trujo revuelto el mundo.
-¡Milagro! -dijo el cura.
Y en esto, oyeron que la ama y la sobrina,
que ya habían dejado la conversación, daban grandes voces en el patio, y
acudieron todos al ruido.