4. Donde Sancho Panza satisface al
bachiller Sansón Carrasco de sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de
saberse y de contarse
Volvió Sancho a casa de don Quijote, y
volviendo al pasado razonamiento, dijo:
-A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba
saber quién, o cómo, o cuándo se me hurtó el jumento, respondiendo digo: que la
noche misma que huyendo de la Santa Hermandad nos entramos en Sierra Morena,
después de la aventura sin ventura de los galeotes, y de la del difunto que
llevaban a Segovia, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi
señor arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las
pasadas refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de
pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue
tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los cuatro
lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella, y me sacó de
debajo de mi al rucio, sin que yo lo sintiese.
-Eso es cosa fácil, y no acontecimiento
nuevo; que lo mesmo le sucedió a Sacripante cuando, estando en el cerco de
Albraca, con esa misma invención le sacó el caballo de entre las piernas aquel
famoso ladrón llamado Brunelo.
-Amaneció -prosiguió Sancho-, y apenas me
hube estremecido, cuando faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran
caída; miré por el jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice
una lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer
cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuántos días, viniendo con la
señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que venia sobre él en hábito de
gitano aquel Ginés de Pasamonte, aquel embustero y grandísimo maleador que
quitamos mi señor y yo de la cadena.
-No está en eso el yerro -replicó Sansón-,
sino en que antes de haber parecido el jumento, dice el autor que iba a caballo
Sancho en el mesmo rucio.
-A eso -dijo Sancho- no sé qué responder,
sino que el historiador se engañó, o ya sería descuido del impresor.
-Así es, sin duda -dijo Sansón-; pero ¿qué
se hicieron los cien escudos? ¿Deshiciéronse?
Respondió Sancho:
-Yo los gasté en pro de mi persona y de la
de mi mujer, y de mis hijos, y ellos han sido causa de que mi mujer lleve en
paciencia los caminos y carreras que he andado sirviendo a mi señor don
Quijote; que si al cabo de tanto tiempo volviera sin blanca y sin jumento a mi
casa, negra ventura me esperaba; y si hay más que saber de mi, aquí estoy, que
responderé al mesmo rey en presona, y nadie tiene para qué meterse en si truje
o no truje, si gasté o no gasté; que si los palos que me dieron en estos viajes
se hubieran de pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedís
cada uno, en otros cien escudos no habría para pagarme la mitad; y cada uno
meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo negro
por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas veces.
-Yo tendré cuidado -dijo Carrasco- de
acusar al autor de la historia que si otra vez la imprimiere, no se le olvide esto
que el buen Sancho ha dicho; que será realzaría un buen coto más de lo que ella
se está.
-¿Hay otra cosa que enmendar en esa
leyenda, señor bachiller? -preguntó don Quijote.
-Sí debe de haber -respondió él-; pero
ninguna debe de ser de la importancia de las ya referidas.
-Y por ventura -dijo don Quijote-,
¿promete el autor segunda parte?
-Si promete -respondió Sansón-; pero dice
que no ha hallado ni sabe quién la tiene, y así, estamos en duda si saldrá o
no: y así por esto como porque algunos dicen: «Nunca segundas partes fueron
buenas», y otros: «De las cosas de don Quijote bastan las escritas», se duda
que no ha de haber segunda parte; aunque algunos que son más joviales que
saturninos dicen: «Vengan más quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza,
y sea lo que fuere; que con eso nos contentamos.»
-¿Y a qué se atiene el autor?
-A que -respondió Sansón- en hallando que
halle la historia, que él va buscando con extraordinarias diligencias, la dará
luego a la estampa, llevado más del interés que de darla se le sigue que de
otra alabanza alguna.
A lo que dijo Sancho:
-¿Al dinero y al interés mira el autor?
Maravilla será que acierte; porque no hará sino harbar, harbar, como sastre en
vísperas de pascuas, y las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la
perfección que requieren. Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que
hace; que yo y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de
aventuras y de sucesos diferentes, que pueda componer no sólo segunda parte,
sino ciento. Debe de pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquí en
las pajas; pues ténganos el pie al henar, y verá del que cosqueamos. Lo que yo
sé decir es que si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas
campañas deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de
los buenos andantes caballeros.
No había bien acabado de decir estas
razones Sancho, cuando llegaron a sus oídos relinchos de Rocinante; los cuales
relinchos tomó don Quijote por felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí
a tres o cuatro días otra salida; y declarando su intento al bachiller, le
pidió consejo por qué parte comenzaría su jornada; el cual le respondió que era
su parecer que fuese al reino de Aragón y a la ciudad de Zaragoza, adonde de
allí a pocos días se habían de hacer unas solemnísimas justas por la fiesta de
San Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos los caballeros
aragoneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle ser
honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle que anduviese más
atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de
todos aquellos que le habían de menester para que los amparase y socorriese en
sus desventuras.
-Deso es lo que yo reniego, señor Sansón
-dijo a este punto Sancho-; que así acomete mi señor a cien hombres armados
como un muchacho goloso a media docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor
bachiller! Si, que tiempos hay de acometer, y tiempos de retirar, y no ha de
ser todo «¡Santiago, y cierra, España!». Y más, que yo he oído decir, y creo
que a mi señor mismo, si mal no me acuerdo, que entre los extremos de cobarde y
de temerario está el medio de la valentía: y si esto es así, no quiero que huya
sin tener para qué, ni que acometa cuando la demasía pide otra cosa. Pero,
sobre todo, aviso a mi señor que si me ha de llevar consigo, ha de ser con
condición que él se lo ha de batallar todo, y que yo no he de estar obligado a
otra cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su limpieza y a su
regalo; que en esto yo le bailaré el agua delante; pero pensar que tengo de
poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y
capellina, es pensar en lo excusado. Yo, señor Sansón, no pienso granjear fama
de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió a caballero
andante; y si mi señor don Quijote, obligado de mis muchos y buenos servicios,
quisiere darme alguna ínsula de las muchas que su merced dice que se ha de
topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no me la diere, nacido
soy, y no ha de vivir el hombre en hoto de otro sino de Dios; y más, que tan
bien, y aun quizá mejor, me sabrá el pan desgobernado que siendo gobernador; y
¿sé yo por ventura si en esos gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna
zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las muelas? Sancho nací, y Sancho
pienso morir; pero si, con todo esto, de buenas a buenas, sin mucha solicitud y
sin mucho riesgo, me deparase el cielo alguna ínsula, o otra cosa semejante, no
soy tan necio que la desechase; que también se dice: «Cuando te dieren la
vaquilla, corre con la soguilla»; y «Cuando viene el bien, mételo en tu casa».
-Vos, hermano Sancho -dijo Carrasco-,
habéis hablado como un catedrático; pero, con todo eso, confiad en Dios y en el
señor don Quijote, que os ha de dar un reino; no que una ínsula.
-Tanto es lo de más como lo de menos
-respondió Sancho-; aunque sé decir al señor Carrasco que no echara mi señor el
reino que me diera en saco roto; que yo he tomado el pulso a mi mismo, y me
hallo con salud para regir reinos y gobernar ínsulas; y esto ya otras veces lo
he dicho a mi señor.
-Mirad, Sancho -dijo Sansón-, que los
oficios mudan las costumbres, y podría ser que viéndoos gobernador no
conociésedes a la madre que os parió.
-Eso allá se ha de entender
–respondió Sancho- con los que nacieron en las malvas, y no con los que tienen
sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo.
¡No, sino llegaos a mi condición, que sabrá usar de desagradecimiento con
alguno!
-Dios lo haga -dijo don Quijote-, y ello
dirá cuando el gobierno venga; que ya me parece que le trayo entre los ojos.
Dicho esto, rogó al bachiller que, si era
poeta, le hiciese merced de componerle unos versos que tratasen de la despedida
que pensaba hacer de su señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el
principio de cada verso había de poner una letra de su nombre, de manera, que
al fin de los versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del
Toboso. El bachiller respondió que puesto que él no era de los famosos poetas
que había en España, que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría
de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su
composición, a causa que las letras que contenía el nombre eran diecisiete, y
que si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobraba una letra; y si de
cinco, a quien llaman décimas o redondillas, faltaban tres letras; pero, con
todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que pudiese, de manera, que en
las cuatro castellanas se incluyese el nombre de Dulcinea del Toboso.
-Ha de ser así en todo caso -dijo don
Quijote-; que si allí no va el nombre patente y de manifiesto, no hay mujer que
crea que para ella se hicieron los metros.
Quedaron en esto y en que la partida seda
de allí a ocho días. Encargó don Quijote al bachiller la tuviese secreta,
especialmente al cura y a maese Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no
estorbasen su honrada y valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco. Con
esto, se despidió, encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos
sucesos le avisase, habiendo comodidad; y así se despidieron, y Sancho fue a
poner en orden lo necesario para su jornada.