29. De la famosa aventura del barco
encantado
Por sus pasos contados y por contar, dos
días después que salieron de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río
Ebro, y el verle fue de gran gusto a don Quijote, porque contemplé y miró en él
la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y
la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renové en su memoria
mil amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la
cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de maese Pedro le había dicho que
parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a las
verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía
por la mesma mentira.
Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a
la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado
en la orilla a un tronco de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote
a todas panes, y no vio persona alguna; y luego, sin más ni más, se apeó de
Rocinante y mandó a Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas
bestias las atase muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí
estaba. Preguntóle Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel
ligamiento. Respondió don Quijote:
-Has de saber, Sancho, que este barco que
aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está
llamando y convidando a que entre en él, y vaya en él a dar socorro a algún
caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en
alguna grande cuita; porque éste es estilo de los libros de las historias
caballerescas, y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican:
cuando algún caballero está puesto en algún trabajo, que no puede ser librado
del sino por la mano de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del
otro dos o tres mil leguas, y aún más, o le arrebatan en una nube, o le deparan
un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o
por los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; así
que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto; y esto es
tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al rucio
y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guíe; que no dejaré de embarcarme
si me lo pidiesen frailes descalzos.
-Pues así es -respondió Sancho- y vuesa
merced quiere dar a cada paso en estos que no sé silos llame disparates, no hay
sino obedecer y bajar la cabeza, atendiendo al refrán «haz lo que tu amo te
manda, y siéntate con él a la mesa»; pero, con todo esto, por lo que toca al
descargo de mi conciencia, quiero advertir a vuesa merced que a mí me parece
que este tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores deste
río, porque en él se pescan las mejores sabogas del mundo.
Esto decía, mientras ataba las bestias,
Sancho, dejándolas a la proteción y amparo de los encantadores, con harto dolor
de su ánima. Don Quijote le dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos
animales; que el que los llevaría a ellos por tan longincuos caminos y regiones
tendría cuenta de sustentarlos.
-No entiendo esto de logicuos -dijo
Sancho-, ni he oído tal vocablo en todos los días de mi vida.
-Longincuos -respondió don Quijote-
quiere decir apartados, y no es maravilla que no lo entiendas; que no estás tú
obligado a saber latín, como algunos que presumen que lo saben, y lo ignoran.
-Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué
hemos de hacer ahora?
-¿Qué? -respondió don Quijote-
Santiguarnos y levar ferro; quiero decir, embarcarnos y cortar la amarra con
que este barco está atado.
Y dando un salto en él, siguiéndole
Sancho, cortó el cordel, y el barco se fue apartando poco a poco de la ribera;
y cuando Sancho se vio obra de dos varas dentro del río, comenzó a temblar, temiendo
su perdición; pero ninguna cosa le dio más pena que el oír roznar al rucio y el
ver que Rocinante pugnaba por desatarse, y díjole a su señor:
-El rucio rebuzna, condolido de nuestra
ausencia, y Rocinante procura ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros.
¡Oh carísimos amigos, quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros,
convertida en desengaño, nos vuelva a vuestra presencia!
Y en esto, comenzó a llorar tan
amargamente, que don Quijote, mohíno y colérico, le dijo:
-¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué
lloras, corazón de mantequillas? ¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo de
ratón casero, o qué te falta, menesteroso en la mitad de las entrañas de la
abundancia? ¿Por dicha vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas,
sino sentado en una tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste
agradable río, de donde en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya
habemos de haber salido, y caminado, por lo menos, setecientas o ochocientas
leguas; y si yo tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo
te dijera las que hemos caminado; aunque, o yo sé poco, o ya hemos pasado, o
paseremos presto, por la línea equinocial, que divide y corta los dos
contrapuestos polos en igual distancia.
-Y cuando lleguemos a esa leña que vuesa
merced dice -preguntó Sancho-, ¿cuánto habremos caminado?
-Mucho -replicó don Quijote-; porque de
trescientos y sesenta grados que contiene el globo, del agua y de la tierra,
según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad
habremos caminado, llegando a la línea que he dicho.
-Por
Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me trae por testigo de lo que
dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meon, o meo, o no
sé cómo.
Rióse don Quijote de la interpretación que
Sancho había dado al nombre y al cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y
díjole:
-Sabrás, Sancho, que los españoles, y los
que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias Orientales, una de las señales
que tienen para entender que han pasado la línea equinocial que te he dicho es
que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede
ninguno, ni en todo el bajel le hallarán, sí le pesan a oro; y así, puedes,
Sancho, pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta
duda; y si no, pasado habemos.
-Yo no creo nada deso -respondió Sancho-;
pero, con todo, haré lo que vuesa merced me manda, aunque no sé para qué hay
necesidad de hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos
habemos apartado de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están
las alemañas dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio
lugar do los dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que
no nos movemos ni andamos al paso de una hormiga.
-Haz, Sancho, la averiguación que te he
dicho, y no te cures de otra; que tú no sabes qué cosa sean coluros, líneas,
paralelos, zodíacos, eclíticas, polos, solsticios, equinocios, planetas,
signos, puntos, medidas, de que se compone la esfera celeste y terrestre; que
si todas estas cosas supieras, o parte dellas, vieras claramente qué de
paralelos hemos cortado, qué de signos visto, y qué de imágenes hemos dejado
atrás, y vamos dejando ahora. Y tórnote a decir que te tientes y pesques; que
yo para mí tengo que estás más limpio que un pliego de papel liso y blanco.
Téntose Sancho, y llegando con la mano
bonitamente y con tiento hacia la corva izquierda, alzó la cabeza, y miró a su
amo, y dijo:
-O la experiencia es falsa, o no hemos
llegado adonde vuesa merced dice, ni con muchas leguas.
-Pues ¿qué? -preguntó don Quijote-. ¿Has
topado algo?
-¡Y aun algos! -respondió Sancho.
Y sacudiéndose los dedos, se lavó toda la
mano en el río, por el cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la
corriente, sin que le moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador
escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave.
En esto, descubrieron unas grandes aceñas
que en la mitad del río estaban; y apenas las hubo visto don Quijote, cuando
con voz alta dijo a Sancho:
-¿Vees? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la
ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o
alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído.
-¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o
castillo dice vuesa merced, señor? -dijo Sancho-. ¿No echa de ver que aquéllas
son aceñas que están en el río, donde se muele el trigo?
-Calla, Sancho -dijo don Quijote-; que
aunque parecen aceñas, no lo son; y ya te he dicho que todas las cosas
trastruecan y mudan de su ser natural los encantos. No quiero decir que las
mudan de uno en otro ser realmente, sino que lo parece, como lo mostró la
experiencia en la transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas.
En esto, el barco, entrado en la mitad de
la corriente del río, comenzó a caminar no tan lentamente como hasta allí. Los
molineros de las aceñas, que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba
a embocar por el raudal de las medas, salieron con presteza muchos dellos con
varas largas, a detenerle; y como salían enharinados, y cubiertos los rostros y
los vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces
grandes, diciendo:
-¡Demonios de hombres! ¿Dónde vais? ¿Venís
desesperados? ¿Qué queréis? ¿Ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas?
-¿No te dije yo, Sancho -dijo a esta sazón
don Quijote-, que habíamos llegado donde he de mostrar a dó llegar el valor de
mi brazo? Mira qué de malandrines y follones me salen al encuentro; mira
cuántos vestiglos se me oponen; mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos...
Pues ¡ahora lo veréis, helíacos!
Y puesto en pie en el barco, con grandes
voces comenzó a amenazar a los molineros, diciéndoles;
-Canalla malvada y peor aconsejada, dejad
en su libertad y libre albedrío a la persona que en esa vuestra fortaleza o
prisión tenéis oprimida, alta o baja, de cualquiera suerte o calidad que sea;
que yo soy don Quijote de la Mancha, llamado el Caballero de los Leones por
otro nombre, a quien está reservado por orden de los altos cielos el dar fin
felice a esta aventura.
Y diciendo esto, echó mano a su espada y
comenzó a esgrimiría en el aire contra los molineros; los cuales, oyendo, y no
entendiendo, aquellas sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco,
que ya iba entrando en el raudal y canal de las medas.
Púsose Sancho de rodillas, pidiendo
devotamente al cielo le librase de tan manifiesto peligro, como lo hizo, por la
industria y presteza de los molineros, que oponiéndose con sus palos al barco,
le detuvieron; pero no de manera, que dejasen de trastornar el barco y dar con
don Quijote y con Sancho al través en el agua; pero vínole bien a don Quijote
que sabía nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le llevó al fondo
dos veces; y si no fuera por los molineros, que se arrojaron al agua, y los
sacaron como en peso a entrambos, allí había sido Troya para los dos.
Puestos, pues, en tierra, más mojados que
muertos de sed, Sancho, puesto de rodillas, las manos juntas y los ojos
clavados al cielo, pidió a Dios con una larga y devota plegaria le librase de
allí adelante de los atrevidos deseos y acometimientos de su señor.
Llegaron en esto los pescadores dueños del
barco, a quien habían hecho pedazos las ruedas de las aceñas; y viéndole roto,
acometieron a desnudar a Sancho y a pedir a don Quijote se lo pagase; el cual
con gran sosiego, como si no hubiera pasado nada por él, dijo a los molineros y
pescadores que él pagaría el barco de bonísima gana, con condición que le
diesen libre y sin cautela a la persona o personas que en aquel castillo
estaban oprimidas.
-¿Qué personas o qué castillo dices
respondió uno de los molineros-, hombre sin juicio? ¿Quiéreste llevar por
ventura las que vienen a moler trigo a estas aceñas?
-¡Basta! -dijo entre sí don Quijote-. Aquí
será predicar en desierto querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga
virtud alguna. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes
encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el
barco, y el otro dio conmigo al través. Dios lo remedie; que todo este mundo es
máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.
Y alzando la voz, prosiguió diciendo, y
mirando a las aceñas:
-Amigos, cualesquiera que seáis, que en
esa prisión quedáis encerrados, perdonadme; que, por mi desgracia y por la
vuestra, yo no os puedo sacar de vuestra cuita. Para otro caballero debe de
estar guardada y reservada esta aventura.
En diciendo esto, se concertó con los
pescadores, y pagó por el barco cincuenta reales, que los dio Sancho de muy
mala gana, diciendo:
-A dos barcadas como ésta, daremos con
todo el caudal al fondo.
Los pescadores y
molineros estaban admirados, mirando aquellas dos figuras tan fuera del uso, al
parecer, de los otros hombres, y no acababan de entender a dó se encaminaban
las razones y preguntas que don Quijote les decía; y teniéndolos por locos, les
dejaron y se recogieron a sus aceñas, y los pescadores a sus ranchos. Volvieron
a sus bestias, y a ser bestias, don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la
aventura del encantado barco.