30.
De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora
Asaz melancólicas y de mal talante
llegaron a sus animales caballero y escudero, especialmente Sancho, a quien
llegaba el alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole que todo lo que dél
se quitaba era quitárselo a él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin
hablarse palabra, se pusieron a caballo y se apartaron del famoso río, don
Quijote, sepultado en los pensamientos de sus amores, y Sancho, en los de su
acrecentamiento, que por entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle;
porque maguer era tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas
o las más, eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni
en despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa; pero
la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía.
Sucedió, pues, que otro día, al poner del
sol y al salir de una selva, tendió don Quijote la vista por un verde prado, y
en lo último dél vio gente, y llegándose cerca, conoció que eran cazadores de
altanería. Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén
o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de
plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente, que
la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda traía un
azor, señal que dio a entender a don Quijote ser aquélla alguna gran señora,
que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la verdad; y así, dijo a
Sancho:
-Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora
del palafrén y del azor que yo el Caballero de los Leones beso las manos a su
gran fermosura, y que si su grandeza me da licencia, se las iré a besar, y a
servirla en cuanto mis fuerzas pudieran y su alteza me mandare. Y mira, Sancho,
cómo hablas, y ten cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu
embajada.
-¡Hallado os le habéis el encajador!
-respondió Sancho-. ¡A mí con eso! ¡Sí, que no es ésta la primera vez que he
llevado embajadas a altas y crecidas señoras en esta vida!
-Si no fue la que llevaste a la señora
Dulcinea -replicó don Quijote-, yo no sé que hayas llevado otra, a lo menos, en
mi poder.
-Así es verdad -respondió Sancho-; pero al
buen pagador no le duelen prendas, y en casa llena presto se guisa la cena:
quiero decir que a mí no hay que decirme ni advertirme de nada; que para todo
tengo, y de todo se me alcanza un poco.
-Yo lo creo, Sancho -dijo don Quijote-: ve
en buena hora, y Dios te guíe.
Partió Sancho de carrera, sacando de su
paso al rucio, y llegó donde la bella cazadora estaba; y apeándose, puesto ante
ella de hinojos, le dijo:
-Hermosa señora, aquel caballero que allí
se parece, llamado el Caballero de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero
suyo, a quien llaman en su casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones,
que no ha mucho que se llamaba de la Triste Figura, envía por mí a decir a
vuestra grandeza sea servida de darle licencia para que, con su propósito y
beneplácito y consentimiento, él venga a poner en obra su deseo, que no es
otro, según él dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y
fermosura; que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él
recibiría señaladísima merced y contento.
-Por cierto, buen escudero -respondió la
señora-, vos habéis dado la embajada vuestra con todas aquellas circunstancias
que las tales embajadas piden. Levantaos del suelo; que escudero de tan gran
caballero como es el de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha
noticia, no es justo que esté de hinojos: levantaos, amigo, y decid a vuestro
señor que venga mucho en hora buena a servirse de mí y del duque mi marido, en
una casa de placer que aquí tenemos.
Lavantóse Sancho, admirado así de la
hermosura de la buena señora como de su mucha crianza y cortesía, y más de lo
que le habla dicho que tenía noticia de su señor el Caballero de la Triste
Figura, y que si no le había llamado el de los Leones, debía de ser por
habérsele puesto tan nuevamente. Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se
sabe:
Decidme, hermano escudero: este vuestro
señor ¿no es uno de quien anda impresa una historia que se llama de el
Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que tiene por señora de su alma
a una tal Dulcinea del Toboso?
-El mesmo es, señora -respondió Sancho-; y
aquel escudero suyo que anda, o debe de andar, en la tal historia, a quien
llaman Sancho Panza, soy yo, si no es que me trocaron en la cuna; quiero decir,
que me trocaron en la estampa.
-De todo eso me huelgo yo mucho -dijo la
duquesa-. Id, hermano Panza, y decid a vuestro señor que él sea el bien llegado
y el bien venido a mis estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más
contento me diera.
Sancho, con esta tan agradable respuesta,
con grandísimo gusto volvió a su amo, a quien conté todo lo que la gran señora
le había dicho, levantando con sus rústicos términos a los cielos su mucha
fermosura, su gran donaire y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla,
púsose bien en los estribos, acomodóse la visera, arremetió a Rocinante, y con
gentil denuedo fue a besar las manos a la duquesa; la cual, haciendo llamar al
duque su marido, le contó, en tanto que don Quijote llegaba, toda la embajada
suya; y los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber
entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo gusto y
con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el humor y
conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero andante los
días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los
libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun les eran muy aficionados.
En esto, llegó don Quijote, alzada la
visera; y dando muestras de apearse, acudió Sancho a tenerle el estribo; pero
fue tan desgraciado, que al apearse del rucio se le asió un pie en una soga del
albarda, de tal modo, que no fue posible desenredarle; antes quedó colgado dél,
con la boca y los pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre
apearse sin que le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a
tenérsele, descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras sí la silla de
Rocinante, que debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo,
no sin vergüenza suya, y de muchas maldiciones que entre dientes echó al
desdichado de Sancho, que aún todavía tenía el pie en la corma. El duque mandó
a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero, los cuales levantaron
a don Quijote maltrecho de la caída, y, renqueando y como pudo, fue a hincar
las rodillas ante los dos señores; pero el duque no lo consintió en ninguna
manera; antes, apeándose de su caballo, fue a abrazar a don Quijote,
diciéndole:
-A mi me pesa, señor Caballero de la
Triste Figura, que la primera que vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido
tan mala como se ha visto; pero descuidos de escuderos suelen ser causa de
otros peores sucesos.
El que yo he tenido en veros, valeroso
príncipe -respondió don Quijote-, es imposible ser malo, aunque mi caída no
parara hasta el profundo de los abismos, pues de allí me levantara y me sacara
la gloria de haberos visto. Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la
lengua para decir malicias que ata y cincha una silla para que esté firme; pero
como quiera que yo me halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre
estaré al servicio vuestro y al de mi señora la duquesa, digna consorte
vuestra, y digna señora de la hermosura, y universal princesa de la cortesía.
-¡Pasito, mi señor don Quijote de la
Mancha! -dijo el duque-; que adonde está mi señora doña Dulcinea del Toboso no
es razón que se alaben otras fermosuras.
Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza
del lazo, y hallándose allí cerca, antes que su amo respondiese, dijo:
-No se puede negar, sino afirmar, que es
muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso, pero donde menos se piensa, se
levanta la liebre; que yo he oído decir que esto que llaman naturaleza es como
un alcaller que hace vasos de barro, y el que hace un vaso hermoso también
puede hacer dos, y tres, y ciento: dígolo porque mi señora la duquesa a fee que
no va en zaga a mi ama la señora Dulcinea del Toboso.
Volvióse don Quijote a la duquesa, y dijo:
-Vuestra grandeza imagine que no tuvo
caballero andante en el mundo escudero más hablador ni más gracioso del que yo
tengo; y él me sacará verdadero, si algunos días quisiere vuestra gran celsitud
servirse de mi.
A lo que respondió la duquesa:
-De que Sancho el bueno sea gracioso lo
estimo yo en mucho, porque es señal que es discreto; que las gracias y los
donaires, señor don Quijote, como vuesa merced bien sabe, no asientan sobre
ingenios tomes; y pues el buen Sancho es gracioso y donairoso, desde aquí le
confirmo por discreto.
-Y hablador -añadió don Quijote.
-Tanto que mejor -dijo el duque-; porque
muchas gracias no se pueden decir con pocas palabras. Y porque no se nos vaya
el tiempo en ellas, venga el gran Caballero de la Triste Figura...
-De los Leones ha de decir vuestra alteza
-dijo Sancho-; que ya no hay Triste Figura: el figuro sea el de los Leones.
Prosiguió el duque:
-Digo que venga el señor Caballero de los
Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le hará el acogimiento
que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo y la duquesa solemos
hacer a todos los caballeros andantes que a él llegan.
Ya, en esto, Sancho había aderezado y
cinchado bien la silla a Rocinante; y subiendo en él don Quijote, y el duque en
un hermoso caballo, pusieron a la duquesa en medio, y encaminaron al castillo.
Mandó la duquesa a Sancho que fuese junto a ella, porque gustaba infinito de
oír sus discreciones. No se hizo de rogar Sancho, y entretejióse entre los
tres, y hizo cuarto en la conversación, con gran gusto de la duquesa y del
duque, que tuvieron a gran ventura acoger en su castillo tal caballero andante
y tal escudero andado.