12. De la extraña aventura que le sucedió
al valeroso don Quijote con el bravo caballero de los Espejos
La noche que siguió al día del rencuentro
de la muerte la pasaron don Quijote y su escudero debajo de unos altos y
sombrosos árboles, habiendo, a persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo
que venia en el repuesto del rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor:
-Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si
hubiera escogido en albricias los despojos de la primera aventura que vuesa
merced acaban, antes que las crías de las tres yeguas! En efecto en efecto, más
vale pájaro en mano que buitre volando.
-Todavía -respondió don Quijote-, si tú,
Sancho, me dejaras acometer, como yo quena, te hubieran cabido en despojos, por
lo menos, la corona de oro de la emperatriz y las pintadas alas de Cupido; que
yo se las quitara al redropelo y te las pusiera en las manos.
-Nunca los cetros y coronas de los
emperadores farsantes -respondió Sancho Panza- frieron de oro puro, sino de
oropel o hoja de lata.
-Así es verdad -replicó don Quijote-,
porque no fuera acerado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino
fingidos y aparentes, como lo es la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho,
que estés bien, teniéndola en tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que
las representan y a los que las componen, porque todos son instrumentos de
hacer un gran bien a la república, poniéndonos un espejo a cada paso delante,
donde se veen al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay
que más al vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la
comedia y los comediantes. Si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna
comedia adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas
y otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el
mercader, aquél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado simple;
y acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan todos los
recitantes iguales.
-Si he visto -respondió Sancho.
-Pues lo mesmo -dijo don Quijote- acontece
en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los
pontífices, y, finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una
comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les
quita la muere las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la
sepultura.
-Brava comparación -dijo Sancho-, aunque
no tan nueva, que yo no lo haya oído muchas y diversas veces, como aquella del
juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene su panicular
oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con
ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
-Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te
vas haciendo menos simple y más discreto.
-Sí, que algo se me ha de pegar de la
discreción de vuesa merced -respondió Sancho-; que las tierras que de suyo son
estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos:
quiero decir que la conversación de vuesa merced ha sido el estiércol que sobre
la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha
que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean de
bendición, tales, que no desdigan ni deslicen de los senderos de la buena
crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.
Rióse don Quijote de las afectadas razones
de Sancho, y parecióle ser verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando
en cuando hablaba de manera que la admiraba; puesto que todas olas más veces
que Sancho quería hablar de oposición y a lo cortesano, acababa su razón con
despeñarse del monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo
que él se mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o
no viniesen a pelo de lo que trataba, como se habrá visto y se habrá notado en
el discurso desta historia.
En estas y en otras pláticas se les pasó
gran pare de la noche, y a Sancho le vino en voluntad de dejar caer las
compuertas de los ojos, como él decía cuando quería dormir, y desaliñando al
rucio, le dio pasto abundoso y libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser
expreso mandamiento de su señor que en el tiempo que anduviesen en campaña, o
no durmiesen debajo de techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza
establecida y guardada de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle
del arzón de la silla; pero quitar la silla al caballo, ¡guarda!; y así lo hizo
Sancho, y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de
Rocinante fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a
hijos, que el autor desta verdadera historia hizo paniculares capítulos della;
mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe,
no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto,
y escribe que así como las dos bestias se juntaban, acudían a rascarse el uno
al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante el
pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra parte más de
media vara), y mirando los dos atentamente al suelo, se solían estar de aquella
manera tres días; a lo menos, todo el tiempo que les dejaban, o no les compelía
la hambre a buscar sustento. Digo que dicen que dejó el autor escrito que los
había comparado en la amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y
Orestes; y si esto es así, se podía echar de ver, para universal admiración,
cuán firme debió ser la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión
de los hombres, que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por
esto se dijo:
No hay amigo para
amigo:
las cañas se vuelven
lanzas;
y el otro que cantó:
De amigo a amigo, la
cinche, etc.
Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino
en haber comparado la amistad destos animales a la de los hombres; que de las
bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas cosas
de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristel; de los perros, el vómito
y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las hormigas, la
providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad, del caballo.
Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie
de un alcornoque, y don Quijote, dormitando al de una robusta encina; pero poco
espacio de tiempo había pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a sus
espaldas, y levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde
el mido procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose
derribar de la silla, dijo al otro:
-Apéate, amigo, y quita los frenos a los
caballos; que, a mi parecer, este sitio abunda de yerba para ellos, y del
silencio y soledad que han menester mis amorosos pensamientos.
El decir esto y el tenderse en el suelo
todo fue a un mesmo tiempo; y al arrojarse hicieron ruido las armas de que
venía armado, manifiesta señal por donde conoció don Quijote que debía de ser
caballero andante; y llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con
no pequeño trabajo le volvió en su
acuerdo, y con voz baja le dijo:
-Hermano Sancho, aventura tenemos.
-Dios nos la dé buena -respondió Sancho-.
Y ¿adónde está, señor mío, su merced de esa señora aventura?
-¿Adónde, Sancho? -replicó don
Quijote-. Vuelve los ojos, y mira, y
verás allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no
debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo y
tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le crujieron
las armas.
-Pues ¿en qué halla vuesa merced –dijo
Sancho- que ésta sea aventura?
-No quiero yo decir -respondió don
Quijote- que ésta sea aventura del todo, sino principio della; que por aquí se
comienzan las aventuras. Pero escucha; que, a lo que parece, templando está un
laúd o vigüela, y, según escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse
para cantar algo.
-A buena fe que es así -respondió Sancho-,
y que debe de ser caballero enamorado.
-No hay ninguno de los andantes que no lo
sea -dijo don Quijote-. Y escuchémosle; que por el hilo sacaremos el ovillo de
sus pensamientos, si es que canta; que de la abundancia del corazón habla la
lengua.
Replicar quería Sancho a su amo; pero la
voz del caballero del Bosque, que no era muy mala ni muy buena, lo estorbó, y
estando los dos atentos, oyeron que lo que cantó fue este
SONETO
-Dadme, señora, un
término que siga,
conforme a vuestra
voluntad cortado;
que será de la mía así
estimado,
que por jamás un punto
dél desdiga.
Si gustáis que callando
mi fatiga
muera, contadme ya por
acabado:
si queréis que os la
cuente en desusado
modo, haré que el mesmo
amor la diga.
A prueba de contrarios
estoy hecho,
de blanda cera y de
diamante duro,
y a las leyes de amor el
alma ajusto.
Blando cual es, o
fuerte, ofrezco el pecho;
entallad o imprimid lo que
os dé gusto;
que de guardarlo
eternamente juro.
Con un ¡ay! arrancado, al parecer, de lo
íntimo de su corazón dio fin a su canto el caballero del Bosque, y de allí a un
poco, con voz doliente y lastimada, dijo:
-¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer
del orbe! ¿Cómo que será posible, serenísima Casildea de Vandalia, que has de
consentir que se consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ásperos y
duros trabajos este tu cautivo caballero? ¿No basta ya que he hecho que te
confiesen por la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos
los leoneses, todos los tartesios, todos los castellanos, y finalmente, todos
los caballeros de la Mancha?
-Eso no -dijo a esta sazón don Quijote-,
que yo soy de la Mancha, y nunca tal he confesado, ni podía ni debía confesar
una cosa tan perjudicial a la belleza de mi señota; y este tal caballero ya ves
tú, Sancho, que desvaría.
Pero escuchemos: quizás se declarará más.
-Sí hará -replicó Sancho-: que término
lleva de quejarse un mes arreo.
Pero no fue así; porque habiendo entreoído
el Caballero del Bosque que hablaban cerca dél, sin pasar adelante en su
lamentación, se puso en pie y dijo con voz sonora y comedida:
-¿Quién va allá? ¿Qué gente? ¿Es por
ventura de la del número de los contentos, o de la del de los afligidos?
-De los afligidos -respondió don Quijote.
-Pues lléguese a mí -respondió el del
Bosque-, y hará cuenta que se llega a la mesma tristeza y a la afición mesma.
Don Quijote, que se vio responder tan
tierna y comedidamente, se llegó a él, y Sancho ni más ni menos.
El caballero lamentador asió a don Quijote
del brazo diciendo:
-Sentaos aquí, señor caballero; que para
entender que lo sois, y de los que profesan la andante caballería, bástame el
haberos hallado en este lugar, donde la soledad y el sereno os hacen compañía,
naturales lechos y propias estancias de los caballeros andantes.
A lo que respondió don Quijote:
-Caballero soy, y de la profesión que
decís; y aunque en mi alma tienen su propio asiento las tristezas, las
desgracias y las desventuras, no por eso se ha ahuyentado della la compasión
que tengo de las ajenas desdichas. De lo que cantastes poco ha colegí que las
vuestras son enamoradas, quiero decir, del amor que tenéis a aquella hermosa
ingrata que en vuestras lamentaciones nombrastes.
Ya cuando esto pasaban estaban sentados
juntos sobre la dura tierra, en buena paz y compañía, como si al romper del día
no se hubieran de romper las cabezas.
-Por ventura, señor caballero -preguntó el
del Bosque a don Quijote-, ¿sois enamorado?
-Por desventura lo soy -respondió don
Quijote-; aunque los daños que nacen de los bien colocados pensamientos antes
se deben tener por gracias que por desdichas.
-Así es la verdad -replicó el del Bosque-,
si no nos turbasen la razón y el entendimiento los desdenes, que siendo muchos,
parecen venganzas.
-Nunca fui desdeñado de mi señora
-respondió don Quijote.
-No, por cierto -dijo Sancho, que allí
junto estaba-; porque es mi señora como una borrega mansa: es más blanda que
una manteca.
-¿Es vuestro escudero éste? preguntó el del Bosque.
-Sí es -respondió don Quijote.
-Nunca he visto yo escudero -replicó el
del Bosque- que se atreva a hablar donde habla su señor: a lo menos, ahí está
ese mío, que es tan grande como su padre, y no se probará que haya desplegado
el labio donde yo hablo.
-Pues a fe -dijo Sancho-, que he hablado
yo, y puedo hablar delante de otro tan... Y aun quédese aquí, que es peor
meneallo.
El escudero del Bosque asió por el brazo a
Sancho, diciéndole:
-Vámonos los dos donde podamos hablar
escuderilmente todo cuanto quisiéremos, y dejemos a estos señores amos nuestros
que se den de las astas, contándose las historias de sus amores: que a buen
seguro que les ha de coger el día en ellas y no las han de haber acabado.
-Sea en buena hora -dijo Sancho-: y yo le
diré a vuestra merced quién soy, para que vea si puedo entrar en docena con los
más hablantes escuderos.
Con esto se apartaron los dos escuderos,
entre los cuales pasó un tan gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre
sus señores.