11. De la extraña aventura que le sucedió
al valeroso don Quijote con el carro o carreta de las cortes de la muerte
Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante,
considerando la mala burla que le habían hecho los encantadores volviendo a su
señora Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba qué remedio
tendría para volverla a su ser primero: y estos pensamientos le llevaban tan
fuera de sí, que, sin sentirlo solté las riendas a Rocinante, el cual,
sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la verde
yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le volvió Sancho
Panza, diciéndole:
-Señor, las tristezas no se hicieron para
las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado,
se vuelven bestias: vuesa merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas
a Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que
tengan los caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué descaecimiento es
éste? ¿Estamos aquí, o en Francia? Mas que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas
hay en el mundo, pues vale más la salud en un solo caballero andante que todos
los encantos y transformaciones de la tierra.
-Calla, Sancho -respondió don Quijote con
voz no muy desmayada-. Calla, digo, y no digas blasfemias contra aquella
encantada señora: que de su desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de
la invidia que me tienen los malos ha nacido su mala andanza.
-Así lo
digo yo -respondió Sancho-: quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es el
corazón que no llora?
-Eso puedes tú decir bien, Sancho –replicó
don Quijote-, pues la viste en la entereza cabal de su hermosura; que el
encanto no se extendió a turbarte la vista ni a encubrirte su belleza: contra
mi solo y contra mis ojos se endereza la fuerza de su veneno. Mas, con todo
esto, he caído, Sancho, en una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura;
porque, si mal no me acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos
que parecen de perlas antes son de besugo que de dama; y a lo que yo creo, los
de Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales arcos
que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y pásalas a los
dientes; que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los dientes.
-Todo puede ser -respondió Sancho-; porque
también me turbó a mí su hermosura como a vuesa merced su fealdad. Pero
encomendémoslo todo a Dios; que El es el sabidor de las cosas que han de
suceder en este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas
se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. De una cosa
me pesa, señor mío, más que de otras; que es pensar qué medio se ha de tener
cuando vuesa merced venza a algún gigante o otro caballero, y le mande que se
vaya a presentar ante la hermosura de la señora Dulcinea: ¿adónde la ha de
hallar este pobre gigante, o este pobre y mísero caballero vencido? Paréceme
que los veo andar por el Toboso hechos unos bausanes, buscando a mi señora
Dulcinea, y aunque la encuentren en mitad de la calle, no la conocerán más que
a mi padre.
-Quizá, Sancho -respondió don Quijote-, no
se extenderá el encantamento a quitar el conocimiento de Dulcinea a los
vencidos y presentados gigantes y caballeros; y en uno o dos de los primeros
que yo venza y le envíe haremos la experiencia si la ven o no, mandándoles que
vuelvan a darme relación de lo que acerca desto les hubiese sucedido.
-Digo, señor -replicó Sancho-, que me ha
parecido bien lo que vuesa merced ha dicho, y que con ese artificio vendremos
en conocimiento de lo que deseamos; y si es que ella a solo vuesa merced se
encubre, la desgracia más será de vuesa merced que suya; pero como la señora
Dulcinea tenga salud y contento, nosotros por acá nos avendremos y lo pasaremos
lo mejor que pudiéremos, buscando nuestras aventuras y dejando al tiempo que
haga de las suyas; que él es mejor médico destas y de otras mayores
enfermedades.
Responder quería don Quijote a Sancho
Panza; pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada de
los más diversos y extraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. El
que guiaba las mulas y servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta
descubierta al cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se
ofreció a los ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano;
junto a ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba
un emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la
Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su
arco, carcaj y saetas; venía también un caballero armado de punta en blanco,
excepto que no traía morrión, ni celada, sino un sombrero lleno de plumas de
diversos colores; con éstas venían otras personas de diferentes trajes y
rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera alborotó a don
Quijote y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se alegró don Quijote,
creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa aventura, y con este
pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer cualquier peligro, se puso
delante de la carreta y con voz alta y amenazadora, dijo:
-Carretero, cochero, o diablo, o lo que
eres, no tardes en decirme quién eres, a dó vas y quién es la gente que llevas
en tu carricoche, que más parece la barca de Carón que carreta de las que se
usan.
A lo cual, mansamente, deteniendo el
diablo la carreta, respondió:
-Señor, nosotros somos recitantes de la
compañía de Angulo el Malo; hemos hecho en un lugar que está detrás de aquella
loma, esta mañana, que es la octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la
Muerte, y hémosle de hacer esta tarde en aquel lugar que desde aquí me
parece; y por estar tan cerca y excusar el trabajo de desnudamos y volvernos a
vestir, nos vamos vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel
mancebo va de muerte; el otro de ángel; aquella mujer, que es la del autor, va
de reina; el otro, de soldado; aquél, de emperador, y yo, de demonio, y soy una
de las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros
papeles. Si otra cosa vuesa merced desea saber de nosotros, pregúntemelo; que
yo le sabré responder con toda puntualidad; que, como soy demonio, todo se me
alcanza.
-Por la fe de caballero andante –respondió
don Quijote-, que así como vi este carro imaginé que alguna grande aventura se
me ofrecía; y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para
dar lugar al desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y
mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho: que lo haré con buen
ánimo y buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en
mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula.
Estando en estas pláticas, quiso la suerte
que llegase uno de la compañía, que venía vestido de bogiganga, con muchos
cascabeles, y en la punta de un palo traía tres vejigas de vaca hinchadas: el
cual moharracho, llegándose a don Quijote, comenzó a esgrimir el palo y a
sacudir el suelo con las vejigas, y a dar grandes saltos, sonando los
cascabeles; cuya mala visión así alborotó a Rocinante, que sin ser poderoso a
detenerle don Quijote, tomando el freno entre los dientes, dio a correr por el
campo con más ligereza que jamás prometieron los huesos de su notomía. Sancho,
que consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio y
a toda priesa fue a valerle; pero cuando a él llegó, ya estaba en tierra, y
junto a él Rocinante, que con su amo vino al suelo: ordinario fin y paradero de
las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.
Mas apenas hubo dejado su caballería
Sancho por acudir a don Quijote, cuando el demonio bailador de las vejigas
saltó sobre el rucio, y sacudiéndole con ellas, el miedo y mido, más que el
dolor de los golpes, le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer
la fiesta. Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no
sabía a cuál de las dos necesidades acudiría primero; pero, en efecto, como
buen escudero y como buen criado, pudo más con él el amor de su señor que el
cariño de su jumento, puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en el
aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para él tártagos y sustos de
muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a él en las niñas de
los ojos que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta perpleja
tribulación llegó donde estaba don Quijote harto más maltrecho de lo que él
quisiera, y ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:
-Señor, el diablo se ha llevado al rucio.
-¿Qué diablo? -preguntó don Quijote.
-El de las vejigas -respondió Sancho.
-Pues yo le cobraré -replicó don Quijote-,
si bien se encerrase con él en los más hondos y escuros calabozos del infierno.
Sígueme, Sancho; que la carreta va despacio, y con las mulas dellas satisfaré
la pérdida del rucio.
-No hay para qué hacer esa diligencia,
señor -respondió Sancho-: vuesa merced temple su cólera, que según me parece,
ya el diablo ha dejado el rucio, y vuelve a la querencia.
Y así era la verdad; porque habiendo caído
el diablo con el rucio, por imitar a don Quijote y a Rocinante, el diablo se
fue a pie al pueblo, y el jumento se volvió a su amo.
-Con todo eso -dijo don Quijote-, será
bien castigar el descomedimiento de aquel demonio en alguno de los de la
carreta, aunque sea el mesmo emperador.
-Quítesele a vuesa merced eso de la
imaginación -replicó Sancho-, y tome mi consejo, que es que nunca se tome con
farsantes, que es gente favorecida. Recitante he visto yo estar preso por dos
muertes, y salir libre y sin costas. Sepa vuesa merced que como son gentes
alegres y de placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman,
y más siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos, o los
más, en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.
-Pues con todo -respondió don Quijote-, no
se me ha de ir el demonio farsante alabando, aunque le favorezca todo el género
humano.
Y diciendo esto, volvió a la carreta, que
ya estaba bien cerca del pueblo, y iba dando voces, diciendo:
-Deteneos, esperad, turba alegre y
regocijada; que os quiero dar a entender cómo se han de tratar los jumentos y
alimañas que sirven de caballería a los escuderos de los caballeros andantes.
Tan altos eran los gritos de don Quijote,
que los oyeron y entendieron los de la carreta; y juzgando por las palabras la
intención del que las decía, en un instante saltó la muerte de la carreta, y
tras ella, el emperador, el diablo carretero y el ángel, sin quedarse la reina
ni el dios Cupido, y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala
esperando recebir a don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote,
que los vio puestos en tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán
de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante, y púsose
a pensar de qué modo les acometería con menos peligro de su persona. En esto
que se detuvo, llegó Sancho, y viéndole en talle de acometer al bien formado
escuadrón, le dijo:
-Asaz de locura sería intentar tal
empresa: considere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arroyo y tente,
bonete, no hay arma defensiva en el mundo sino es embutirse y encerrarse en una
campana de bronce; y también se ha de considerar que es más temeridad que
valentía acometer un hombre solo a un ejército donde está la muerte, y pelean
en persona emperadores, y a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si
esta consideración no le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que
entre todos los que allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores,
no hay ningún caballero andante.
-Ahora sí -dijo don Quijote- has dado,
Sancho, en el punto que puede y debe mudarme de mi ya determinado intento. Yo
no puedo ni debo sacar la espada, como otras veces muchas te he dicho, contra
quien no fuere armado caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la
venganza del agravio que a tu rucio se le ha hecho; que yo desde aquí te
ayudaré con voces y advertimientos saludables.
-No hay para qué, señor -respondió
Sancho-, tomar venganza de nadie, pues no es de buenos cristianos tomarla de
los agravios; cuanto más que yo acabaré con mi asno que ponga su ofensa en las
manos de mi voluntad; la cual es de vivir pacíficamente los días que los cielos
me dieren de vida.
-Pues ésa es tu determinación -replicó don
Quijote-, Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero,
dejemos estas fantasmas y volvamos a buscar mejores y más calificadas
aventuras; que yo veo esta tierra de talle, que no han de faltar en ella muchas
y muy milagrosas.
Volvió las riendas luego, Sancho fue a
tomar su rucio, la muerte con todo su escuadrón volante volvieron a su carreta
y prosiguieron su viaje, y este felice fin tuvo la temerosa aventura de la
carreta de la muerte, gracias sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza
dio a su amo; al cual el día siguiente le sucedió otra con un enamorado y
andante caballero, de no menos suspensión que la pasada.