41. Donde todavía prosigue el cautivo su
suceso
No se pasaron quince días, cuando ya nuestro
renegado tenía comprada una muy buena barca, capaz de más de treinta personas;
y para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un
lugar que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de
Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo
este viaje, en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en
Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares, y en el reino de
Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de quien aquel rey
más se sirve en la guerra. Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca
daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde
Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el renegado con los
morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de
burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así, se iba al jardín de Zoraida, y
le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera
hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decille que él era el que por
orden mía la había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y
segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro
ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De cristianos
cautivos se dejan tratar y comunicar, aún más de aquello que sería razonable; y
a mi me hubiera pesado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara,
viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba
de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía; el cual,
viendo cuán seguramente iba y venia a Sargel, y que daba fondo cuando, y como,
y adonde quería, y que el tagarino su compañero no tenía más voluntad de lo que
la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar
algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que mirase yo cuáles quería
traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el
primer viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto,
hablé a doce españoles, todos valientes hombres del remo, y de aquellos que más
libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella
coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso, y se habían llevado toda la
gente del remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedó aquel
verano sin ir en corso, a acabar una galeota que tenía en astillero; a los
cuales no les dije otra cosa sino que el primer viernes en la tarde se saliesen
uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y
que allí me aguardasen hasta que yo fuese.
A cada uno di este aviso de por sí, con
orden que aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les
había mandado esperar en aquel lugar. Hecha esta diligencia, me faltaba hacer
otra, que era la que más me convenía, y era la de avisar a Zoraida en el punto
que estaban los negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no
se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía
imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y así determiné de ir al
jardín y ver si podría hablarla; y, con ocasión de coger algunas yerbas, un
día, antes de mi partida, fui allá, y la primera persona con quien encontré fue
con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería, y aun en
Constantinopla, se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni
castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con
la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en esta manera de lenguaje me
preguntó en qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era.
Respondile que era esclavo de Arnaúte Mamí
(y esto, porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo), y
que buscaba de todas yerbas, para hacer ensalada.
Preguntóme, por el consiguiente, si era
hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí.
Estando en todas estas preguntas y
respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había
mucho que me había visto; y como las moras en ninguna manera hacen melindre de
mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le
dio nada de venir adonde su padre
conmigo estaba; antes, luego cuando su padre vio que venía, y de espacio, la
llamó y mandó que llegase.
Demasiada cosa seria decir yo agora la
mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida
Zoraida se mostró a mis ojos; sólo diré que más perlas pendían de su
hermosísimo cuello, orejas y cabellos que cabellos tenía en la cabeza. En las
gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos
carcajes (que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de
purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su
padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las
manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque
la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar, y
así hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones; y
el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel
había, y de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo lo
cual era señora ésta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir
entonces hermosa, o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos
se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades. Porque ya se sabe
que la hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes
para disminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del ánimo
la levanten o abajen, puesto que las más veces la destruyen.
Digo, en fin, que entonces llegó en todo
extremo aderezada y en todo extremo hermosa, o, a lo menos, a mi me pareció
serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las
obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mi una
deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así como
ella llegó, le dijo su padre en su lengua cómo yo era cautivo de su amigo
Arnaúte Mamí, y que venia a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella
mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó si era caballero, y qué era la
causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el
precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mi
mil y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió:
-En verdad que si tú fueras de mi padre,
que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos; porque vosotros,
cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres por engañar a
los moros.
-Bien podría ser eso, señora -le
respondí-; mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la
trataré con cuantas personas hay en el mundo.
-Y ¿cuándo te vas? -dijo Zoraida.
-Mañana creo yo -dije-, porque está aquí
un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él.
-¿No es mejor -replicó Zoraida- esperar a
que vengan bajeles de España, y irte con ellos, que no con los de Francia, que
no son vuestros amigos?
-No -respondí yo-; aunque si como hay
nuevas que viene ya un bajel de España es verdad, todavía yo le aguardaré,
puesto que es más cierto el partirme mañana; porque el deseo que tengo de yerme
en mi tierra y con las personas que bien quiero es tanto, que no me dejará
esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea.
-Debes de ser, sin duda, casado en tu
tierra –dijo Zoraida-, y por eso deseas ir a verte con tu mujer.
-No soy -respondí yo- casado; mas tengo
dada la palabra de casarme en llegando allá.
-Y ¿es hermosa la dama a quien se la
diste? -dijo Zoraida.
-Tan hermosa es -respondí yo-, que para
encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho.
Desto se riyó muy de veras su padre, y
dijo:
-Gualá, cristiano, que debe de ser muy
hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si
no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad.
Servíanos de intérprete a las más destas
palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino; que aunque ella
hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su
intención por señas que por palabras. Estando en estas y otras muchas razones,
llegó un moro corriendo, y dijo a grandes voces que por las bardas o paredes
del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no
estaba madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida; porque es común
y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los
soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros
que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos.
Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida:
-Hija, retírate a la casa y enciérrate, en
tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano, busca tus yerbas, y
vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra.
Yo me incliné, y él se fue a buscar los
turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su
padre la había mandado; pero apenas él se encubrió con los árboles del jardín,
cuando ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo:
-¿Tamejí, cristiano, tamejí? -Que quiere
decir: «¿Vaste, cristiano, vaste?»
Yo la respondí:
-Señora, sí; pero no, en ninguna manera, sin
ti: el primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin
duda alguna iremos a tierra de cristianos.
Yo le dije esto de manera que ella me
entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos; y echándome un
brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso
la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera,
que yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al
cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte
y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida,
advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello; antes se llegó más
a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando
claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que
la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde estábamos y
viendo a su hija de aquella manera, le
preguntó que qué tenía, pero como ella no le respondiese, dijo su padre:
-Sin duda alguna que con el sobresalto de
la entrada de estos canes se ha desmayado.
Y quitándola del mío, la arrimó a su
pecho, y ella, dando un suspiro y, aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió
a decir:
-Amejí, cristiano, amejí. «Vete,
cristiano, vete.»
A
lo que su padre respondió:
-No importa, hija, que el cristiano se
vaya; que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No te sobresalte
cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre; pues, como ya te he dicho,
los turcos, a mi mego, se volvieron por donde entraron.
-Ellos, señor, la sobresaltaron, como has
dicho -dije yo a su padre-; mas pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar
pesadumbre: quédate en paz, y, con tu licencia, volveré, si fuere menester, por
yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en
ninguno las hay mejores para ensalada que en él.
-Todas las que quisieres podrás volver
-respondió Agi Morato-; que mi hija no dice esto por que tú ni ninguno de los
cristianos la enojaban, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que
tú te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas.
Con esto me despedí al punto de entrambos;
y ella, arrancándosele el alma al parecer, se fue con su padre, y yo, con
achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré
bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se
podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di
cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros, y ya no veía la
hora de yerme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida
la suerte me ofrecía. En fin, el tiempo pasó, y se llegó el día y plazo de
nosotros tan deseado; y siguiendo todos el orden y parecer que, con discreta consideración
y largo discurso, muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que
deseábamos; porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en
el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero
de donde la hermosísima Zoraida estaba.
Ya los cristianos que habían de bogar el
remo estaban prevenidos, y escondidos por diversas partes de todos aquellos
alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados aguardándome deseosos ya de
embestir con el bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el
concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de
haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca
estaban. Sucedió, pues, que así como yo me mostré y mis compañeros, todos los
demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a
tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna
persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir primero por
Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la
barca; y estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos
que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban
descuidados, y los más dellos, durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él
dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podía hacer
con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por
Zoraida. Pareciónos bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más,
haciendo él la guía, llegamos al bajel, y saltando él dentro primero, metió
mano a un alfanje y dijo en morisco:
-Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si
no quiere que le cueste la vida.
Ya, a este tiempo, habían entrado dentro
casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de
aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos
echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin
hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha
presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o
manera la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo. Hecho ya esto,
quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos,
haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y
quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta
facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran quietud y silencio,
llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie.
Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos
a una ventana, y así como sintió gente, preguntó con voz baja si éramos nizarani,
como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que si, y que
bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto; porque, sin responderme
palabra, bajó en un instante, abrió la puerta, y mostróse a todos tan hermosa y
ricamente vestida, que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi, le tomé
una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos
camaradas; y los demás que el caso no sabían hicieron lo que vieron que
nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la
reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua
morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí, y que dormía.
-Pues será menester despertalle -replicó
el renegado-, y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor
este hermoso jardín.
-No -dijo ella-; a mi padre no se ha de
tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que
es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos, y esperaros
un poco y lo veréis.
Y diciendo esto, se volvió a entrar,
diciendo que muy presto volvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer ningún
ruido. Preguntéle al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo
contó, a quien yo dije que ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida
quisiese; la cual ya volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro,
tantos, que apenas lo podía sustentar. Quiso la mala suerte que su padre
despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín; y
asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran
cristianos; y dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en
arábigo: «-¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!» Por los cuales gritos
nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión; pero el renegado,
viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con
aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza subió donde Agi
Morato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé
desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos.
En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña, que en un momento
bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en la
boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de
costar la vida. Cuando su hija lo vio se cubrió los ojos por no verle, y su
padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en
nuestras manos; mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y
presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella habían quedado nos
esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro.
Apenas serían dos horas pasadas de la
noche, cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre
de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero tornóle a decir
el renegado que no hablase palabra; que le quitarían la vida. El, como vio allí
a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo
estrechamente la tenía abrazada, y que ella, sin defenderse, quejarse ni
esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen
en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues, Zoraida
ya en la barca, y que quedamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre
y a los demás moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le
hiciese merced de soltar a aquellos moros, y de dar libertad a su padre; porque
antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya
llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo, y
yo respondí que era muy contento; pero él respondió que no convenía, a causa de
que si allí los dejaban, apellidarían luego la tierra y alborotarían la ciudad,
y sedan causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les
tomasen la tierra y la mar, de manera, que no pudiésemos escaparnos; que lo que
se podía hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de
cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta,
con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se
satisfizo; y luego, con regocijado silenció y alegre diligencia, cada uno de
nuestros valientes remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios
de todo corazón, a navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra
de cristianos más cerca; pero a causa de soplar un poco el viento tramontana y
estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y
fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha
pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella
costa cae sesenta millas de Argel. Y asimismo temíamos encontrar por aquel
paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán,
aunque cada uno por sí, y por todos juntos, presumíamos de que si se encontraba
galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no
nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos
acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza
entre mis manos por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela
Marién que nos ayudase.
Bien habríamos navegado treinta millas,
cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la
cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos
fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más
sosegada; y habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a
cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto
que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno; que
les diesen de comer los que no bogaban; que ellos no querían soltar los remos
de las manos en manera alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un
viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar
a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con mucha
presteza, y así, a la vela navegamos por más de ocho millas por hora, sin
llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese.
Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles
cómo no iban cautivos; que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo
se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió:
-Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y
creer de vuestra liberalidad y buen término, ¡oh cristianos!; mas el darme
libertad, no me tengáis por tan simple que lo imagine; que nunca os pusisteis
vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente
sabiendo quién soy yo, y el interese que se os puede seguir de dármela; el cual
interese si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que
quisiéredes por mi, y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella sola, que
es la mayor y la mejor parte de mi alma.
En diciendo esto, comenzó a llorar tan
amargamente, que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le
mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció, que se levantó de mis pies
y fue a abrazar a su padre y, juntando su rostro con el suyo, comenzaron los
dos tan tierno llanto, que muchos de los que allí íbamos le acompañamos en él.
Pero cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le
dijo en su lengua:
-¿Qué es esto, hija, que ayer al
anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te
vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo
de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalla con
adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y
pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me
tiene más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo.
Todo lo que el moro decía a su hija nos lo
declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero cuando él vio a un
lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía
él bien que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más
confuso, y preguntóle que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué
era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le
respondiese, le respondió:
-No te canses, señor, en preguntar a
Zoraida tu hija tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a
todas, y así, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la
lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio. Ella va aquí de
su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como
el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la
gloria.
-¿Es verdad lo que éste dice, hija? -dijo
el moro.
-Así es -respondió Zoraida.
-¿Que, en efeto -replicó el viejo-, tú
eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?
A lo cual respondió Zoraida:
-La que es cristiana, yo soy; pero no la
que te ha puesto en este punto; porque nunca mi deseo se extendió a dejarte ni
a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien.
-Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija?
-Eso -respondió ella- pregúntaselo tú a
Lela Marién; que ella te lo sabrá decir mejor que no yo.
Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con
una increíble presteza, se arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda
se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un
poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego
todos, y, asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido; de
que recibió tanta pena Zoraida, que, como si fuera ya muerto hacía sobre él un
tierno y doloroso llanto. Volvimosle boca abajo; volvió mucha agua; tomó en si
al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento, nos convino
volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella; mas quiso
nuestra buena suerte que llegamos a una caía que se hace al lado de un pequeño
promontorio o cabo que de los moros es llamado el de la Caba Rumía, que en
nuestra lengua quiere decir la mala mujer cristiana; y es tradición entre los
moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España.
porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumía, cristiana; y aun
tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a
ello, porque nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de
mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la
mar. Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la
mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a
Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para que
felicemente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose orden, a suplicación de
Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí
atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas
entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y a aquellos de su tierra
presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría
peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas
nuestras oraciones, que no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego
volvió el viento tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a
proseguir nuestro comenzado viaje. Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a
uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero llegando
a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo:
-¿Por qué pensáis, cristianos, que esta
mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que es por piedad que de
mi tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi
presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la
ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se
aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más
libremente que en la nuestra.
Y volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y
otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le
dijo:
-¡Oh infame moza y mal aconsejada
muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales
enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean
los regalos y deleites en que te he criado!
Pero viendo yo que llevaba término de no
acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces,
prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos
destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no
podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas,
mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de
tal manera, que podimos entender que decía:
-Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que
todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve
a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida,
si tú le dejas.
Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo
sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino:
-¡Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién,
que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza!
Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos
cristianos no deben nada a mi voluntad, pues aunque quisiera no venir con ellos
y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma
a poner por obra ésta que a mi me parece tan buena como tú, padre amado, la
juzgas por mala.
Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía
ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a
nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el propio viento, de tal manera, que
bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de
España. Mas como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo sin ser
acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra
ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que
siempre se han de temer de cualquier padre que sean, quiso, digo, que estando
ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la
vela tendida de alto abajo, frenillados los remos, porque el próspero viento
nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que
claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que, con
todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros
atravesaba; y esto, tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y
ellos, asimesmo, hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos.
Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntamos quién éramos, y adonde
navegábamos, y de dónde veníamos; pero por preguntarnos esto en lengua
francesa, dijo nuestro renegado:
-Ninguno responda; porque éstos, sin duda,
son cosarios franceses, que hacen a toda ropa.
Por este advertimiento, ninguno respondió
palabra; y habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba a
sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía,
ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y
dieron con él y con la vela en la mar; y al momento disparando otra pieza, vino
a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo, que la abrió toda, sin hacer
otro mal alguno; pero como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a
grandes voces a pedir socorro, y a rogar a los del bajel que nos acogiesen,
porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y echando el esquife o barca a la
mar, entraron en él hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y
cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y viendo cuán pocos
éramos, y cómo el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que por haber usado
de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido aquello. Nuestro
renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin
que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los
franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello que de
nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos
despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes
que traía en los pies; pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a Zoraida
daban como me la daba el temor que tenía de que habían de pasar del quitar de
las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella
más estimaba. Pero los deseos de aquella gente no se extienden a más que al
dinero, y desto jamás se vee haría su codicia; lo cual entonces llegó a tanto,
que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les
fueran; y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar
envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de
España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos serían
castigados siendo descubierto su hurto; mas el capitán, que era el que había
despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que
tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho
de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había
salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío, y todo lo
necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otro día,
ya a vista de tierra de España; con la cual vista todas nuestras pesadumbres y
pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por
nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida.
Cerca de medio día podría ser cuando nos
echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el
capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima
Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen
sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel;
dimosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos
que quejosos; ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho;
nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante,
nos dimos tanta priesa a bogar, que al poner del sol estábamos tan cerca, que
bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero, por
no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar
el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como
a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese
en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de
razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los
cuales anochecen en Berbería y amanecen
en las costas de España, y hacen, de ordinario, presa, y se vuelven a
dormir a sus casas; pero de los
contrarios pareceres el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo concediese,
desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la media noche
sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto
al mar, que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente.
Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y con lágrimas de
muy alegrísimo contento dimos todos gracias a Dios Señor Nuestro, por el bien
tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que
tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña,
porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos
de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía.
Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo
que quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún
poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores; pero aunque más tendimos
la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo
esto, determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos
sino que presto descubriésemos quién nos diese noticia della. Pero lo que a mí
más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que,
puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi
cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel
trabajo tomase; y con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo
siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado,
cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que
por allí cerca había ganado; y mirando todos con atención si alguno se parecía,
vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido
estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando la cabeza,
se puso ligeramente en pie, y a lo que después supimos, los primeros que a la
vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y como él los vio en
hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él; y
metiéndose con extraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los
mayores gritos del mundo, diciendo:
-¡Moros, moros hay en la tierra! ¡ Moros,
moros! ¡Arma, arma!
Con estas voces quedamos todos confusos, y
no sabíamos qué hacernos; pero considerando que las voces del pastor habían de
alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver
lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas de turco y se
vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego,
aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo
camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar
sobre nosotros la caballería de la costa. Y nos engañó nuestro pensamiento; porque
aún no habrían pasado dos horas, cuando habiendo ya salido de aquellas malezas
a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza,
corriendo a media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos, nos
estuvimos quedos aguardándolos; pero como ellos llegaron, y vieron, en lugar de
los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos
nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión por que un pastor había
apellidado al arma. «-Si», dije yo; y queriendo comenzar a decirle mi suceso, y
de dónde veníamos, y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros
venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a
mi decir más palabra:
-¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que
a tan buena parte nos ha conducido! Porque si yo no me engaño, la tierra que
pisamos es la de Vélez Málaga; si ya los años de mi cautiverio no me han
quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién
somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío.
Apenas hubo dicho esto el cristiano
cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo,
diciéndole:
-Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te
conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los
tuyos, que aún viven, y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el
placer de verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras
de tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis
tenido milagrosa libertad.
-Así es -respondió el mozo-, y tiempo nos
quedará para contároslo todo.
Luego que los jinetes entendieron que
éramos cristianos cautivos se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba
con el suyo para llevamos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de
allí estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad,
diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida
fue en las del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el
pueblo; que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra
venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda
la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero
admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón
estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino, como con la alegría de
verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le había
sacado al rostro tales colores, que si no es que la afición entonces me
engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a lo
menos, que yo la hubiese visto.
Fuimos derechos a la iglesia a dar gracias
a Dios por la merced recebida; y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí
había rostros que se parecían a los de Lela Marién. Dijimosle que eran imágenes
suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban,
para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la
misma. Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y
un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le
dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del
pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mi nos llevó el cristiano que vino con
nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los
bienes de fortuna, nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.
Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de
los cuales, el renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la
ciudad de Granada a reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio
santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno
donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que
la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en
que ella viene, y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de
esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis
hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía; puesto que por haberme
hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me
pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que
Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo y el deseo que muestra
tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira, y me mueve a
servirla todo el tiempo de mi vida; puesto que el gusto que tengo de yerme suyo
y de que ella sea mía me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra
algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal
mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos, que apenas halle quien me
conozca, si ellos faltan.
No tengo más, señores, que deciros de mi
historia; la cual si es agradable y peregrina júzguenlo vuestros buenos
entendimientos; que de mi sé decir que quisiera habérosla contado más
brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro circunstancias me ha
quitado de la lengua.