42. Que trata de lo que más sucedió en la
venta y de otras muchas cosas dignas de saberse
Calló en diciendo esto el cautivo, a quien
don Fernando dijo:
-Por cierto, señor capitán, el modo con
que habéis contado este extraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y
extrañeza del mesmo caso. Todo es peregrino, y raro, y llenó de accidentes que
maravillan y suspenden a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos
recebido en escuchalle, que aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en
el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y en diciendo esto, Cardenio y todos los
demás se le ofrecieron con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras
y razones tan amorosas y tan verdaderas, que el capitán se tuvo por bien
satisfecho de sus voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si
quería volverse con él, que él haría que el marqués su hermano fuese padrino
del bautismo de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera, que
pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se
debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar
ninguno de sus liberales ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y al cerrar
della, llegó a la venta un coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron
posada; a quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo
desocupado.
-Pues aunque eso sea -dijo uno de los de a
caballo que habían entrado-, no ha de faltar para el señor oidor que aquí
viene.
A este nombre se turbó la huéspeda, y
dijo:
-Señor, lo que en ello hay es que no tengo
camas; si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre
en buen hora; que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento, por
acomodar a su merced.
-Sea en buen hora -dijo el escudero.
Pero a este tiempo ya había salido del
coche un hombre, que en el traje mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque
la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como
su criado había dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta
diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda,
que a todos puso en admiración su vista; de suerte, que a no haber visto a
Dorotea, y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal
hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don
Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y así como le vio, dijo:
-Seguramente puede vuestra merced entrar y
espaciarse en este castillo; que aunque es estrecho y mal acomodado, no hay
estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar a las armas y a las
letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid a la fermosura,
como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien
deben no sólo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos,
y dividirse y abajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced,
digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el
cielo que vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la
hermosura en su extremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento
de don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito, y no menos le
admiraba su talle que sus palabras; y sin hallar ningunas con que respondelle,
se tomó a admirar de nuevo cuando vio delante de si a Luscinda, a Dorotea y a
Zoraida, que a las nuevas de los nuevos huéspedes y a las que la ventera les
había dado de la hermosura de la doncella habían venido a verla y a recebirla;
pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos
ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía como
de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la
hermosa doncella. En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente
principal toda la que allí estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don
Quijote le desatinaba; y habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y
tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado: que
todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres
se quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor que su hija,
que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que hizo de muy buena
gana; y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el
oidor traía, se acomodaron aquella noche, mejor de lo que pensaban.
El cautivo, que desde el punto que vio al
oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de que aquél era su hermano,
preguntó a uno de los criados que con él venían que cómo se llamaba y si sabía
de qué tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan
Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las montañas de
León. Con esta relación y con lo que él había visto se acabó de confirmar de
que aquél era su hermano, que había seguido las letras, por consejo de su
padre; y alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al
cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su hermano.
Habíale dicho también el criado cómo iba proveído por oidor a las Indias, en la
Audiencia de México; supo también cómo aquella doncella era su hija, de cuyo
parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que
con la hija se le quedó en casa. Pidióles consejo qué modo tendría para
descubrirse, o para conocer primero si, después de descubierto, su hermano, por
verle pobre, se afrentaba, o le recebía con buenas entrañas.
-Déjeseme a mi el hacer esa experiencia
-dijo el cura-; cuanto más que no hay pensar sino que vos, señor capitán,
seréis muy bien recebido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer
descubre vuestro hermano no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que
no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto.
-Con todo eso -dijo el capitán-, yo
querría, no de improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.
-Ya os digo -respondió el cura- que yo lo
trazaré de modo, que todos quedemos satisfechos.
Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y
todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo y las señoras, que cenaron de por
si en su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura.
-Del mesmo nombre de vuestra merced, señor
oidor, tuve yo una camarada en Constantinopla, donde estuve cautivo algunos
años; la cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que había
en toda la infantería española; pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso
tenía de desdichado.
-Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor
mío? -preguntó el oidor.
-Llamábase -respondió el cura- Ruy Pérez
de Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de León; el cual me contó
un caso que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo
un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las
viejas cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido
su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos,
mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la
guerra le había sucedido tan bien, que en pocos años, por su valor y esfuerzo,
sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infantería, y
a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo. Pero fuele la
fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener buena, allí la perdió,
con perder la libertad en la felicísima jornada donde tantos la cobraron, que
fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí en la Goleta, y después, por
diferentes sucesos, nos hallamos camaradas en Constantinopla. Desde allí vino a
Argel, donde sé que le sucedió uno de los más extraños casos que en el mundo
han sucedido.
De aquí fue prosiguiendo el cura, y con
brevedad sucinta contó lo que con Zoraida a su hermano había sucedido; a todo
lo cual estaba tan atento el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como
entonces. Sólo llegó el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los
cristianos que en la barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada
y la hermosa mora habían quedado; de los cuales no había sabido en qué habían
parado, ni si habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba
escuchando algo de allí desviado el capitán, y notaba todos los movimientos que
su hermano hacia; el cual, viendo que ya el cura había llegado al fin de su
cuento, dando un gran suspiro, y llenándosele los ojos de agua, dijo:
-¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que
me habéis contado, y cómo me tocan tan en parte, que me es forzoso dar muestras
dello con estas lágrimas que, contra mi discreción y recato, me salen por los
ojos! Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más
fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el
honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que
nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a
vuestro parecer, le oísteis. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y mi
diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está en el
Pirú, tan rico, que con lo que ha enviado a mi padre y a mi ha satisfecho bien
la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi padre con que poder
hartar su liberalidad natural; y yo ansimesmo he podido con más decencia y
autoridad tratarme en mis estudios, y llegar al puesto en que me veo. Vive aún
mi padre muriendo, con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con
continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos hasta que él vea con vida a
los de su hijo; del cual me maravillo, siendo tan discreto, cómo en tantos
trabajos y aflicciones, o prósperos sucesos, se haya descuidado de dar noticia
de sí a su padre; que si él lo supiera, o alguno de nosotros, no tuviera
necesidad de aguardar al milagro de la caña para alcanzar su rescate. Pero de
lo que yo agora me temo es de pensar si aquellos franceses le habrán dado
libertad, o le habrán muerto por encubrir su hurto. Esto todo será que yo
prosiga mi viaje no con aquel contento con que le comencé, sino con toda
melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién supiera agora dónde
estabas; que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a
costa de los míos! ¡Oh, quién Llevara nuevas a nuestro viejo padre de que
tenias vida, aunque estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería; que
de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida
hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que a mi hermano hiciste! ¡Quién
pudiera hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos
nos dieran!
Estas y otras semejantes palabras decía el
oidor, lleno de tanta compasión con las nuevas que de su hermano le habían
dado, que todos los que le oían le acompañaban en dar muestras del sentimiento
que tenían de su lástima. Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con
su intención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo
tristes, y así, se levantó de la mesa, y entrando donde estaba Zoraida, la tomó
por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor.
Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que,
tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde el
oidor y los demás caballeros estaban, y dijo:
-Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y
cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenéis
delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuñada. Este que aquí veis es
el capitán Viedma, y ésta, la hermosa mora que tanto bien le hizo. Los
franceses que os dije los pusieron en la estrecheza que veis, para que vos
mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho.
Acudió el capitán a abrazar a su hermano,
y él le puso ambas manos en los pechos, por mirarle algo más apartado; mas
cuando le acabó de conocer le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas
lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron de
acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los
sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto más
escribirse. Allí, en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí
mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el
oidor a Zoraida; allí la ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su
hija; allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de
todos. Allí don Quijote estaba atento, sin hablar palabra, considerando estos
tan extraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería.
Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla
y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como pudiese,
viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor
posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas que de allí a un
mes partía flota de Sevilla a la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad
perder el viaje.
En resolución, todos quedaron contentos y
alegres del buen suceso del cautivo; y como ya la noche iba casi en las dos
partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les
quedaba. Don Quijote se ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de
algún gigante o otro mal andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del
gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agredeciéronselo
los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del humor extraño de don Quijote,
de que no poco gusto recibió. Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza
del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los
aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá.
Recogidas, pues, las damas en su estancia,
y los demás acomodándose como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de
la venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido.
Sucedió, pues, que faltando poco por venir
el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que
les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que
despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba
la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien
cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas
veces les parecía que cantaba en el patio; otras, que en la caballeriza, y
estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio,
y dijo:
-Quien no duerme, escuche; que oirán una
voz de un mozo de mulas que de tal manera canta, que encanta.
-Ya lo oímos, señor -respondió Dorotea.
Y con esto, se fue Cardenio, y Dorotea,
poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto: