26. Donde se prosiguen las finezas que de
enamorado hizo don Quijote en Sierra Morena
Y volviendo a contar lo que hizo el de la Triste
Figura después que se vio solo, dice la historia que, así como don Quijote
acabó de dar las tumbas o vueltas de medio abajo desnudo y de medio arriba
vestido, y que vio que Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más
sandeces, se subió sobre una punta de una alta peña, y allí tomó a pensar lo
que otras muchas veces había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello; y era
que cuál seria mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las locuras
desaforadas que hizo, o a Amadís en las malencónicas; y hablando entre si
mesmo, decía:
-Si Roldan fue tan buen caballero y tan
valiente como todos dicen, ¿qué maravilla, pues, al fin, era encantado, y no le
podía matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca por la punta del
pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro? Aunque no le
valieron tretas contra Bernardo del Carpio, que se las entendió, y le ahogó
entre los brazos en Roncesvalles. Pero dejando en él lo de la valentía a una
parte, vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió, por las
señales que halló en la Fortuna y por las nuevas que le dio el pastor de que
Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos
enrizados y paje de Agramante, y si él entendió que esto era verdad y que su
dama le había cometido desaguisado, no
hizo mucho en volverse loco; pero yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si
no le imito en la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar
que no ha visto en todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en
su mismo traje. y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio
manifiesto, si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de
locura de Roldán el furioso. Por otra parte, veo que Amadís de Gaula, sin
perder el juicio y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el
que más; porque lo que hizo, según su historia, no fue más de que, por verse
desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado que no pareciese ante su
presencia hasta que fuese su voluntad, se retiró a la Peña Pobre, en compañía
de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de encomendarse a Dios, hasta que
el cielo le acorrió, en medio de su mayor cuita y necesidad. Y si esto es
verdad, como lo es, ¿para que quiero yo tomar trabajo agora de desnudarme del
todo, ni dar pesadumbre a estos árboles, que no me han hecho mal alguno, ni
tengo para qué enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar
de beber cuando tenga gana? Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don
Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere; del cual se dirá lo que del otro
se dijo: que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy
desechado ni desdeñado de Dulcinea del
Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea, pues, manos
a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de
comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y encomendarse
a Dios; pero ¿qué haré de rosario, que no lo tengo?
En esto, le vino al pensamiento cómo le
haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban
colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió
de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y
lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase
y con quien consolarse; y así, se entretenía paseándose por el pradecillo
escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena
muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de
Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer después
que a él allí le hallaron no fueron más que estos que aquí se siguen:
Arboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio
estáis,
tan altos, verdes
y tantas,
si de mi mal no
os holgáis,
escuchad mis
quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más
terrible sea;
pues, por pagaros
escote,
aquí lloró don
Quijote
ausencias de
Dulcinea
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más
leal
de su señora se
esconde,
y ha venido a
tanto mal
sin saber cómo o
por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy
mala ralea;
y así, hasta
henchir un pipote,
aquí lloró don
Quijote
ausencias de
Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras
peñas,
maldiciendo
entrañas duras,
(que entre riscos
y entre breñas
halla el triste
desventuras),
hirióle amor
con su azote,
no con su blanda
correa;
y en tocándole el
cogote,
aquí lloró don
Quijote
ausencias de
Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los
versos referidos el añadidura del Toboso al nombre de Dulcinea, porque
imaginaron que debió de imaginar don Quijote que si en nombrando a Dulcinea no
decía también del Toboso, no se podría entender la copla; y así fue la verdad,
como él después confesó. Otros muchos escribió; pero, como se ha dicho, no se
pudieron sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en
suspirar, y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas
de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y
escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en
tanto que Sancho volvía; que, si como tardó tres días, tardara tres semanas, el
Caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado, que no le conociera la
madre que lo parió.
Y será bien dejalle envuelto entre
suspiros y versos, por contar lo que le avino a Sancho Panza en su mandadería;
y fue que en saliendo al camino real, se puso en busca del del Toboso, y otro
día llegó a la venta donde le habían sucedido, y cómo llevaba la carta a la
hubo bien visto, cuando le pareció que otra vez andaba en los aires,
y no quiso entrar dentro, aunque llegó a hora que lo pudiera y debiera hacer,
por ser la del comer y llevar en deseo de gustar algo caliente, que había
grandes días que todo era fiambre.
Esta necesidad le forzó a que llegase
junto a la venta, todavía dudoso si entraría o no; y estando en esto, salieron
de la venta dos personas que luego le conocieron. Y dijo el uno al otro:
-Dígame, señor licenciado, aquel del
caballo, ¿no es Sancho Panza, el que dijo el ama de nuestro aventurero que
había salido con su señor por escudero?
-Si es -dijo el licenciado-; y aquél es el
caballo de nuestro don Quijote.
Y conociéronle tan bien, como aquellos que
eran el cura y el barbero de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y
acto general de los libros. Los cuales, así como acabaron de conocer a Sancho
Panza y a Rocinante, deseosos de saber de don Quijote, se fueron a él, y el
cura le llamó por su nombre, diciéndole:
-Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro
amo?
Conociólos luego Sancho Panza y determiné
de encubrir el lugar y la suerte donde y como su amo quedaba; y así, les
respondió que su amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le
era de mucha importancia, la cual él no podía descubrir, por los ojos que en la
cara tenía.
-No, no -dijo el barbero-, Sancho Panza,
si vos no nos decís donde queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le
habéis muerto y robado, pues venís encima de su caballo. En verdad, que nos
habéis de dar el dueño del rocín, o sobre eso, morena.
-No hay para qué conmigo amenazas, que yo
no soy hombre que robo ni mato a nadie; a cada uno mate su ventura, o Dios, que
le hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy a su
sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó
de la suerte que quedaba, las aventuras que le habían sucedido, y cómo llevaba
la carta a la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo,
de quien estaba enamorado hasta los hígados. Quedaron admirados los dos de lo
que Sancho Panza les contaba; y aunque ya sabían la locura de don Quijote y el
género della, siempre que la oían se admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho
Panza que les enseñase la carta que llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. El
dijo que iba escrita en un libro de memoria, y que era orden de su señor que la
hiciese trasladar en papel en el primer lugar que llegase; a lo cual le dijo el
cura que se la mostrase; que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la
mano en el seno Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le halló, ni le
podía hallar si le buscara hasta agora, porque se había quedado don Quijote con
él, y no se le había dado, ni a él se le acordó de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro,
fuésele parando mortal el rostro; y tomándose a tentar todo el cuerpo muy
apriesa, tomó a echar de ver que no le
hallaba, y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las barbas, y se arrancó
la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio media docena de puñadas
en el rostro y en las narices, que se las bañó todas en sangre. Visto lo cual
por el cura y el barbero, le dijeron que qué le había sucedido, que tan mal se
paraba.
-¿Qué me ha de suceder -respondió Sancho-,
sino el haber perdido de una mano a otra, en un estante, tres pollinos, que
cada uno era como un castillo?
-¿Cómo es eso? -respondió el barbero.
-He perdido el libro de memoria -respondió
Sancho- donde venía la carta para Dulcinea y una cédula firmada de mi señor,
por la cual mandaba que su sobrina me diese tres pollinos de cuatro o cinco que
estaban en casa.
Y con esto, les contó la pérdida del rucio.
Consolóle el cura, y dijole que en hallando a su señor él le haría revalidar la
manda y que tornase a hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre,
porque las que se hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que
como aquello fuese ansí, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de
Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar
donde y cuando quisiesen.
-Decilda, Sancho, pues -dijo el barbero-;
que después la trasladaremos.
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza
para traer a la memoria la carta, y ya se ponía sobre un pie, y ya sobre otro;
unas veces miraba al suelo, otras al cielo, y al cabo de haberse roído la mitad
de la yema de un dedo, teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese,
dijo al cabo de grandísimo rato:
-Por Dios, señor licenciado, que los
diablos lleven la cosa que de la carta se me acuerda; aunque en el principio
decía: «Alta y sobajada señora.»
No diría -dijo el barbero- sobajada,
sino sobrehumana, o soberana señora.
-Así es -dijo Sancho-. Luego, si mal no me
acuerdo, proseguía..., si mal no me acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el
ferido besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y
no sé qué decía de salud y de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba
escurriendo, hasta que acababa en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la
Triste Figura».
No poco gustaron los dos de ver la buena
memoria de Sancho Panza, y alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la
carta otras dos veces, para que ellos ansimesmo la tomasen de memoria para
trasladalla a su tiempo. Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y otras
tantas volvió a decir otros tres mil disparates. Tras esto, contó asimesmo las
cosas de su amo; pero no habló palabra acerca del manteamiento que le había
sucedido en aquella venta en la cual rehusaba entrar. Dijo también cómo su
señor, en trayendo que le trujese buen despacho de la señora Dulcinea del
Toboso, se había de poner en camino a procurar cómo ser emperador, o, por lo
menos, monarca; que así lo tenían concertado entre los dos, y era cosa muy
fácil venir a serlo, según era el valor de su persona y la fuerza de su brazo;
y que en siéndolo, le había de casar a él, porque ya sería viudo, que no podía
ser menos, y le había de dar por mujer a una doncella de la emperatriz,
heredera de un rico y grande estado de tierra firme, sin ínsulos ni ínsulas,
que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo,
limpiándose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos
se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don
Quijote, pues había llevado tras si el juicio de aquel pobre hombre. No
quisieron cansarse es sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que, pues
no le dañaba nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les seria
de más gusto oír sus necedades. Y así, le dijeron que rogase a Dios por la
salud de su señor; que cosa contingente y muy agible era venir con el discurso
del tiempo a ser emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo, u otra
dignidad equivalente.
A lo cual respondió Sancho:
-Señores, si la fortuna rodease las cosas
de manera que a mi amo le viniese en voluntad de no ser emperador, sino de ser
arzobispo, querría yo saber agora: ¿qué suelen dar los arzobispos andantes a
sus escuderos?
-Suelenles dar -respondió el cura- algún
beneficio, simple o curado, o alguna sacristanía, que les vale mucho de renta
rentada, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto.
-Para eso será menester -replicó Sancho-
que el escudero no sea casado, y que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si
esto es así, ¡desdichado de yo, que soy casado y no sé la primera letra del
abecé! ¿Qué será de mi si a mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no
emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes?
-No tengáis pena, Sancho amigo -dijo el
barbero-; que aquí rogaremos a vuestro amo, y se lo aconsejaremos, que sea
emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a causa de que él es más
valiente que estudiante.
-Así me ha parecido a mi -respondió
Sancho-; aunque sé decir que para todo tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer
de mi parte es rogarle a nuestro Señor que te eche a aquellas partes donde él
más se sirva y adonde a mí más mercedes me haga.
-Vos lo decís como discreto -dijo el
cura-, y lo haréis como buen cristiano. Mas lo que ahora se ha de hacer es dar
orden como sacar a vuestro amo de aquella inútil penitencia que decís que queda
haciendo; y para pensar el modo que hemos de tener, y para comer, que ya es
hora, será bien nos entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él
esperaría allí fuera, y que después les diría la causa porque no entraba ni le
convenía entrar en ella; mas que les rogaba que le sacasen allí algo de comer,
que fuese cosa caliente, y ansimismo cebada para Rocinante. Ellos se entraron y
le dejaron, y de allí a poco el barbero le sacó de comer. Después, habiendo
bien pensado entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban,
vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote, y para lo
que ellos querían; y fue que dijo al barbero que lo que habían pensado era que
él se vestiría en hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo
mejor que pudiese como escudero, y que así irían adonde don Quijote estaba,
fingiendo ser ella doncella afligida y menesterosa, y le pediría un don, el
cual él no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero andante. Y que
el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella donde ella le llevase,
a desfacelle un agravio que un mal caballero le tenía fecho; y que le suplicaba
ansimesmo que no la mandase quitar su antifaz, ni la demandase cosa de su
facienda, fasta que la hubiese fecho derecho de aquel mal caballero, y que
creyese, sin duda, que don Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por este
término, y que desta manera le sacarían de allí, y le llevarían a su lugar,
donde procurarían ver si tenía algún remedio su extraña locura.