Despidióse del cabrero don Quijote y,
subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo
hizo, con su jumento, de muy mala gana. Ibanse poco a poco entrando en lo más
áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo y deseaba que
él comenzase la plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas, no
pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:
-Señor don Quijote, vuestra merced me eche
su bendición y me dé licencia; que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a
mi mujer, y a mis hijos, con los cuales, por lo menos, hablaré y departiré todo
lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas
soledades de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es
enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como
hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi
jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia
cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la
vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con
todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en
su corazón, como si fuera mudo.
-Ya te entiendo, Sancho -respondió don
Quijote-: tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la
lengua. Dale por alzado y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar
este alzamiento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras.
-Sea ansí -dijo Sancho-; hable yo ahora,
que después Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de ese salvoconducto,
digo que ¿qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina
Magimasa, o como se llama? O ¿qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o
no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo
que el loco pasará adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe
del guijarro, y las coces, y aun más de seis torniscones.
-A fe, Sancho -respondió don Quijote-, que
si tú supieras, como yo lo sé, cuán honrada y cuán principal señora era la
reina Madásima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la
boca por donde tales blasfemias salieron. Porque es muy gran blasfemia decir ni
pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es
que aquel maestro Elisabat que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de
muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que
ella era su amiga es disparate, digno de muy gran castigo. Y porque veas que
Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin
juicio.
-Eso digo yo -dijo Sancho-: que no había
para qué hacer cuenta de las palabras de un loco; porque si la buena suerte no
ayudara a vuestra merced, y encaminara el guijarro a la cabeza como le encaminó
al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora que Dios
cohonda. Pues ¡montas que no se librara Cardenio por loco!
-Contra cuerdos y contra locos está
obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más
por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo
tengo particular afición por sus buenas partes; porque fuera de haber sido
fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo
muchas; y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de
mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y
paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal intencionado de
decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo, otra vez, y mentirán
otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren.
-Ni yo lo digo ni lo pienso –respondió
Sancho-; allá se lo hayan; con su pan se lo coman; si fueron amancebados, o no,
a Dios habrán dado la cuenta; de mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de
saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto
más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen,
¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas. Mas ¿quién
puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué de
necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes
que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en
espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con
todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy
puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que
cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
Señor respondió Sancho-, y ¿es buena regla
de caballería que andemos perdidos por estas montañas, sin senda ni camino,
buscando a un loco, el cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de
acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra
merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
-Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don
Quijote-; porque te hago saber que no sólo me trae por estas partes el deseo de
hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña, con que he de
ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal,
que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y
famoso a un andante caballero.
-Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña?
-preguntó Sancho Panza.
-No -respondió el de la Triste Figura-;
puesto que de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar en lugar de
encuentro, pero todo ha de estar en tu diligencia.
-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.
-Sí -dijo don Quijote-; porque si vuelves
presto de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena, y presto comenzará
mi gloria. Y porque no es bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que
han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de
Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue
uno: fue el solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su
tiempo en el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos
que dijeren que se le igualó en algo, porque se engañan, juro cierto. Digo
asimismo que, cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura
imitar los originales de los más únicos pintores que sabe; y esta mesma regla
corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno
de las repúblicas, y así lo ha de haber y hacer el que quiere alcanzar nombre
de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta
Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró
Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un
valiente y entendido capitán, no pintándolos ni describiéndolos como ellos
fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de
sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los
valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que
debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues, esto
ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le
imitare estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería. Y una de
las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía,
sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora
Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de
Beltenebros, nombre, por cierto, significativo y proprio para la vida que el de
su voluntad había escogido. Ansí que me es a mi más fácil imitarle en esto que
no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar
ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos,
no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me
ofrece sus guedejas.
-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que
vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar?
-¿Ya no te he dicho -respondió don
Quijote- que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio
y del furioso, por imitar juntamente al
valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la
Bella había cometido vileza con Medoro; de cuya pesadumbre se volvió loco, y
arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores,
destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas, y hizo otras
cien mil insolencias, dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no
pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres
tenía), parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el
bosquejo, como mejor pudiere, en las que me pareciere ser más esenciales. Y
podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin
hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como
el que más.
-Paréceme a mi -dijo Sancho- que los
caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer
esas necedades y penitencias; pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para
volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a
entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o
cristiano?.
-Ahí está el punto -respondió don
Quijote-, y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero
andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión
y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?
Cuanto más, que harta ocasión tengo en la
larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del
Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio, quien está
ausente todos los males tiene y teme. Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo
en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitación. Loco
soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta
que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea: y si fuere tal cual a mi fe se
le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré
loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada. Ansí que de cualquiera manera que
responda, saldré del conflicto y trabajo en que me dejares, gozando el bien que
me trujeres, por cuerdo, o no sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero
dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de Mambrino, que ya vi que le
alzaste del suelo cuando aquel desagradecido le quiso hacer pedazos? Pero no
pudo; donde se puede echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
-Vive Dios, señor Caballero de la Triste
Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra
merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías,
y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas, y de hacer otras mercedes y
grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de
viento y mentira, y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. Porque
quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de
Mambrino, y que no salga deste error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar
sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La bacía yo la
llevo en el costal, toda abollada, y llevóla para aderezarla en mi casa y
hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia, que algún día me vea
con mi mujer y hijos.
-Mira, Sancho, por el mismo que denantes
juraste, te juro -dijo don Quijote- que tienes el más corto entendimiento que
tiene ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que es posible que en cuanto ha que andas
conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes
parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no
porque sea ello ansí, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de
encantandores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su
gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos: y así. eso que a
ti te parece bacía de barbero me parece a mi el yelmo de Mambrino, y a otro le
parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio que es de mi parte hacer
que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a
causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguiría por
quitármele; pero como ven que no es más de un bacín de barbero, no se curan de
procuralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle y le dejó en el suelo
sin llevarle; que a fe que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale,
amigo, que por ahora no le he menester; que antes me tengo de quitar todas
estas armas, y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de
seguir en mi penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron en estas pláticas al pie de una
alta montaña, que, casi como peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que
la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su
redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le
miraban. Había por allí muchos árboles silvestres y algunas plantas y flores,
que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el Caballero de la Triste
Figura para hacer su penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en voz
alta, como si estuviera sin juicio:
-Este es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo
y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto.
Este es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño
arroyo, y mis continuos y profundos sospiros moverán a la continua las
hojas destos montaraces árboles, en testimonio y senal de la pena que mi
asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos
dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas
deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos
han traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura
condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura!
¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las
espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois,
aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me
ayudéis a lamentar mi desventura, o, a lo menos, no os canséis de oílla! ¡Oh
Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena. norte de mis caminos,
estrella de mi ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto acertares a
pedirle, que consideres el lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido,
y que con buen término correspondas al que a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios
árboles, que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía a mi soledad, dad
indicio, con el blando movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi
presencia! ¡Oh tu, escudero mío, agradable compañero en mis prósperos y
adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que
lo cuentes y recites a la causa total de todo ello!
Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y
en un momento le quitó el freno y la silla; y, dándole una palmada en las
ancas, le dijo;
-Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh
caballo tan extremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do
quisieres; que en la frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el
Hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a
Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
-Bien haya quien nos quitó ahora del
trabajo de desenalbardar al rucio, que a fe que no faltaran palmadicas que
dalle, ni cosas que decille en su abalanza; pero si él aquí estuviera, no
consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para qué; que a él no
le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su
amo, que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste
Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que
será bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé
cuándo llegaré, ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
-Digo, Sancho -respondió don Quijote-, que
sea como tú quisieres, que no me parece mal tu designio; y digo que de aquí a
tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella
hago y digo, para que se lo digas.
-Pues ¿qué más tengo de ver -dijo Sancho-
que lo que he visto?
-¡Bien estás en el cuento! -respondió don
Quijote-. Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme de
calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez, que te han de admirar.
-Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire
vuestra merced cómo se da esas calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en
tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia; y seria
yo de parecer que, ya que a vuestra merced le parece que son aquí necesarias
calabazadas y que no se puede hacer esta obra sin ella, se contentase, pues
todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo. con
dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mi el
cargo, que yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de
peña, más dura que la de un diamante.
-Yo agradezco tu buena intención, amigo
Sancho -respondió don Quijote-; mas quiérote hacer sabidor de que todas estas
cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera,
seria contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos
mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que
mentir. Ansí que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin
que llevan nada del sofistico ni del fantástico. Y será necesario que me dejes
algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el
bálsamo que perdimos.
-Más fue perder el asno -respondió
Sancho-, pues se perdieron en él las hilas y todo. Y ruégole a vuestra merced
que no se acuerde mas de aquel maldito brebaje; que en solo oírle mentar se me
revuelve el alma, no que el estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son
ya pasados los tres días que me ha dado de término para ver las locuras que
hace, que ya las doy por vistas y por
pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y escriba la carta y
despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced
deste purgatorio donde le dejo.
-¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo don
Quijote-. Mejor hicieras en llamarle infierno, y aun peor, si hay otra cosa que
lo sea.
-Quien ha infierno -respondió Sancho- nula
es retencio, según he oído decir.
-No entiendo qué quiere decir retencio
-dijo don Quijote.
-Retencio es -respondió Sancho- que
quién está en el infierno nunca sale de él, ni puede. Lo cual será al revés en
vuestra merced, o a mí me andarán mal los pies, si es que llevo espuelas para
avivar a Rocinante; y póngame yo por una en el Toboso, y delante de mi señora
Dulcinea; que yo le diré tales cosas de las necedades y locuras, que todo es
uno, que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más
blanda que un guante, aunque la halle más dura que un alcornoque; con cuya respuesta
dulce y melificada volveré por los aires como brujo, y sacaré a vuestra merced
deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza de salir
dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que están en el
infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
-Así es verdad -dijo el de la Triste
Figura-; pero ¿qué haremos para escribir la carta?
-¿Y la libranza pollinesca también?
-añadió Sancho.
-Todo irá inserto -dijo don Quijote-; y
seda bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos, como hacían los
antiguos, en hojas de árboles, o en unas tablitas de cera; aunque tan
dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha venido a la
memoria dónde será bien, y aun más que bien, escribilla; que es en el librillo
de memoria que fue de Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en
papel, de buena letra, en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de
escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se
la des a trasladar a ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la
entenderá Satanás.
-Pues ¿qué se ha de hacer de la firma?
-dijo Sancho.
-Nunca las cartas de Amadís se firmaron
-respondió don Quijote.
-Está bien -respondió Sancho-; pero la
libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa si se traslada, dirán que la firma
es falsa, y quedaréme sin pollinos.
-La libranza irá en el mesmo librillo
firmada; que en viéndola mi sobrina, no pondrá dificultad en cumplilla. Y en lo
que toca a la carta de amores, pondrás por firma: «Vuestro hasta la muerte, el
Caballero de la Triste Figura.» Y hará poco al caso que vaya de mano ajena,
porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda
su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido
siempre platónicos, sin extenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto,
tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que
la quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he
visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella
echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que su
padre, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han criado.
-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija de Lorenzo
Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza
Lorenzo?
-Esa es -dijo don Quijote-, y es la que
merece ser señora de todo el universo.
-Bien la conozco -dijo Sancho-, y sé decir
que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive
el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede
sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la
tuviere por señora! ¡Oh hi de puta, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que
se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que
andaban en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más de media
legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que
tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos
se burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por
ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse; que nadie habrá
que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el
diablo. Y querría ya yerme en camino, sólo por vella; que ha muchos días que no
la veo, y debe de estar ya trocada; porque gasta mucho la faz de las mujeres
andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra merced una
verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en una grande ignorancia;
que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna
princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal, que
mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado, así el del
vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que deben ser, según deben de
ser muchas las vitorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo
aún no era su escudero. Pero bien considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora
Aldonza Lorenzo, digo, a la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a
hincar de rodillas delante della los vencidos que vuestra merced le envía y ha
de enviar? Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen estuviese ella
rastrillando lino o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y
ella se riese y enfadase del presente.
-Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces,
Sancho -dijo don Quijote-, que eres muy grande hablador y que, aunque de
ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo; mas para que veas cuán necio
eres tú y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. Has de
saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se
enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tono; alcanzólo a saber su mayor,
y un día dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprehensión: «Maravillado
estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan
hermosa y tan rica como vuestra merced se haya enamorado de un hombre tan soez,
tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros,
tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger,
como entre peras, y decir: “éste quiero, aquéste no quiero”» Mas ella le
respondió con mucho donaire y desenvoltura: «Vuestra merced, señor mío, está
muy engañado, y piensa muy a lo antiguo si piensa que yo he escogido mal en
fulano, por idiota que le parece; pues para lo que yo le quiero, tanta
filosofía sabe, y más, que Aristóteles.» Así que, Sancho, por lo que yo quiero
a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Si,
que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su
albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las
Filis, las Silvas, las Dianas, las Galateas, las Fílidas, y otras tales de que
los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las
comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de
aquellos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las
fingen, por dar subjeto a sus versos, y porque los tengan por enamorados y por
hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mi pensar y creer que la
buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje, importa
poco; que no han de ir a hacer la información dél para darle algún hábito, y yo
me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque has de saber,
Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar, más que otras; que
son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan
consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa, ninguna le iguala; y en la
buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo
que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como
la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni
la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades
pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si
por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los
rigurosos.
-Digo que en todo tiene vuestra merced razón
-respondió Sancho-, y que yo soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en
mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la
carta, y a Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote y,
apartándose a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la carta, y en
acabándola llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer, porque la tomase de
memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se
podía temer. A lo cual respondió Sancho:
-Escríbala vuestra merced dos o tres veces
ahí en el libro, y démele, que yo le llevaré bien guardado; porque pensar que
yo la he de tomar en la memoria es disparate; que la tengo tan mala, que muchas
veces se me olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced,
que me holgaré mucho de oílla; que debe de ir como de molde.
-Escucha, que así dice -dijo don Quijote:
CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado
de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que
él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mí pro, si tus
desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré
sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen
escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!,
del modo que por tu causa quedo; si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no,
haz lo que te viniere en gusto; que con acabar mi vida habré satisfecho a tu
crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta
la muerte,
El Caballero de la Triste Figura
-Por vida de mi padre -dijo Sancho en
oyendo la carta-, que es la más alta Cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mi, y
cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja
en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es
vuestra merced el mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa.
-Todo es menester -respondió don Quijote-
para el oficio que trayo.
-Ea, pues -dijo Sancho-, ponga vuestra
merced en esotra vuelta la cédula de los tres pollinos, y firmela con mucha
claridad, porque la conozcan en viéndola.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y habiéndola escrito, se la leyó, que
decía ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera
de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco
que dejé en casa y están a cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos se
los mando librar y pagar por otros tantos aquí recebidos de contado; que con
ésta y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra
Morena, a veinte y dos de agosto deste presente año.
-Buena está -dijo Sancho-: fírmela vuestra
merced.
-No es menester firmaría -dijo don
Quijote-, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para
tres asnos, y aun para trecientos, fuera bastante.
-Yo me confío de vuestra merced -respondió
Sancho-. Déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a
echarme su bendición; que luego pienso partirme, sin ver las sandeces que
vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no quiera
más.
-Por lo menos, quiero, Sancho, y porque es
menester ansí, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas
de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndolas tú visto
por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y
asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
-Por amor de Dios, señor mío, que no vea
yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima, y no podré dejar de
llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no
estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo
vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a
cuento. Cuanto más, que para mí no era menester nada deso, y como ya tengo
dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que
vuestra merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no
responde como es razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de sacar la
buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque ¿dónde se ha de
sufrir que un caballero andante tan famoso como vuestra merced se vuelva loco,
sin qué ni para qué, por una...? No me lo haga decir la señora, porque por Dios
que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca se venda. ¡Bonico soy yo
para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues a fe que si me conociese, que me ayunase!.
-A fe, Sancho -dijo don Quijote-, que, a
lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo.
-No estoy tan loco -respondió Sancho-; mas
estoy más colérico. Pero, dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer
vuestra merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a
quitárselo a los pastores?
-No te dé pena ese cuidado –respondió don
Quijote-, porque, aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas y frutos
que este prado y estos árboles me dieren; que la fineza de mi negocio está en
no comer y en hacer otras asperezas equivalentes. A Dios, pues.
-Pero ¿sabe vuestra merced qué temo? Que
no tengo de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de
escondido.
-Toma bien las señas; que yo procuraré no apartarme
destos contornos -dijo don Quijote-, y aun tendré cuidado de subirme por estos
más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más
acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas
de las muchas que por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho en trecho, hasta
salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles
cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Perseo.
-Así lo haré -respondió Sancho Panza.
Y cortando algunos, pidió la bendición a
su señor y, no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió dél. Y subiendo
sobre Rocinante, a quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como
por su propria persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a
trecho los ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado. Y así se
fue, aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos
locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo:
-Digo, señor, que vuestra merced ha dicho
muy bien: que para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto
hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto
en la quedada de vuestra merced.
-¿No te lo decía yo? -dijo don Quijote-.
Espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y desnudándose con toda priesa los
calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos
zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto,
descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a
Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo
quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la vuelta, que fue breve.