No le pareció mal al barbero la invención
del cura, sino tan bien, que luego la pusieron por abra. Pidiéronle a la
ventera una saya y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del cura.
El barbero hizo una gran barba de una cola rucia o roja de buey, donde el
ventero tenía colgado el peine. Preguntóles la ventera que para qué le pedían
aquellas cosas. El cura le contó en breves razones la locura de don Quijote, y
cómo convenía aquel disfraz para sacarle de la montaña, donde a la sazón
estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped, el
del bálsamo, y el amo de manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con
él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución, la
ventera vistió al cura de modo que no había más que ver: púsole una saya de
paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas
acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo verde guarnecidos con unos ribetes
de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en tiempo del rey
Wamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en la cabeza un
birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de noche, y ciñóse por la
frente una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz con que se
cubrió muy bien las barbas y el rostro; encasquetóse su sombrero, que era tan
grande que le podía servir de quitasol, y cubriéndose su herreruelo, subió en
su mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la
cintura, entre roja y blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de
la cola de un buey barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de
Maritornes, que prometió de retar un rosario, aunque pecadora, porque Dios les
diese buen suceso en tan arduo y tan cristiano negocio como era el que habían
emprendido.
Mas, apenas hubo salido de la venta,
cuando le vino al cura un pensamiento que hacía mal en haberse puesto de
aquella manera, por ser cosa indecente que un sacerdote se pusiese así, aunque
le fuese mucho en ello; y diciéndoselo al barbero, le rogó que trocasen trajes,
pues era más justo que él fuese la doncella menesterosa, y que él haría el
escudero, y que así se profanaba menos su dignidad; y que si no lo quería
hacer, determinaba de no pasar adelante, aun que a don Quijote se le llevase el
diablo.
En esto llegó Sancho, y de ver a los dos
en aquel traje no pudo tener la risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello
que el cura quiso, y, trocando la invención, el cura le fue informando el modo
que había de tener, y las palabras que había de decir a don Quijote para
moverle y forzarle a que con él se viniese, y dejase la querencia del lugar que
había escogido para su vana penitencia. El barbero respondió, que sin que se le
diese lición, él lo pondría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces,
hasta que estuviesen junto de donde don Quijote estaba, y así, dobló sus
vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino, guiándolos Sancho
Panza; el cual les fue contando lo que les aconteció con el loco que hallaron
en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto en ella
venía; que, magüer que tonto, era un poco codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho
había dejado puestas las señales de las ramas para acertar el lugar donde había
dejado a su señor; y, en reconociéndole, les dijo cómo aquélla era la entrada,
y que bien se podían vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad
de su señor; porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y
vestirse de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella
mala vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo
quién ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo había
de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por no saber
leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba, so pena de la
su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella, que era cosa que
le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos pensaban decirle tenían
por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con él que luego se pusiese en
camino para ir a ser emperador o monarca; que en lo de ser arzobispo no había
de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien
en la memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían de aconsejar a su
señor fuese emperador, y no arzobispo, porque él tenía para si que para hacer
mercedes a sus escuderos más podían los emperadores que los arzobispos
andantes. También les dijo que sería bien que él fuese delante a buscarle y
darle la respuesta de su señora; que ya seria ella bastante a sacarle de aquel
lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecioles bien lo que
Sancho Panza decía, y así determinaron de aguardarle, hasta que volviese con las
nuevas del hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de
la sierra, dejando a los dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo,
a quien hacían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por
allí estaban. El calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de
agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las
tres de la tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase a
que en él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
Estando, pues, los dos allí, sosegados y a
la sombra, llegó a sus oídos una voz, que, sin acompañarla son de algún otro
instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por
parecerles que aquel no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase.
Porque aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de
voces extremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y más cuando
advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos.
Y confirmó esta verdad haber sido los
versos que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis
bienes?
Desdenes.
Y ¿quién aumenta mis
duelos?
Los celos.
¿Y quién prueba mi
paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi
dolencia
ningún remedio se
alcanza,
pues me matan la
esperanza
desdenes, celos y
ausencia.
¿Quién me causa este
dolor?
Amor.
Y ¿quién mi gloria
repuna?
Fortuna.
Y ¿quién consiente en
mi duelo?
El cielo.
De ese modo, yo recelo
morir deste mal
extraño,
pues se aumentan en mi
daño
amor, fortuna y el
cielo.
¿Quién mejorará mi
suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién
le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los
cura?
Locura.
De ese modo, no es
cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son
muerte, mudanza y
locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y
la destreza del que cantaba causó admiración y contento en los dos oyentes, los
cuales se estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa oían; pero viendo
que duraba algún tanto el silencio,
determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz cantaba. Y
queriéndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se moviesen, la cual llegó
de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
SONETO
Santa amistad, que con
ligeras alas,
tu apariencia quedándose
en el suelo,
entre benditas almas, en
el cielo,
subiste alegre a las
impíreas salas,
desde allá, cuando
quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con
un velo,
por quien a veces se
trasluce el celo
de buenas obras que, a la
fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!,
o no permitas
que el engaño se vista tu
librea,
con que destruye a la
intención sincera;
que si tus apariencias
no le quitas,
presto ha de verse el
mundo en la pelea
de la discorde confusión
primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro,
y los dos, con atención, volvieron a esperar si más se cantaba; pero viendo que
la música se había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber
quién era el triste tan extremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no
anduvieron mucho cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un hombre
del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando les contó el
cuento de Cardenio; el cual hombre cuando los vio, sin sobresaltarse, estuvo
quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, a guisa de hombre pensativo, sin
alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera, cuando de improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado, como
el que ya tenía noticia de su desgracia, pues por las señas le había conocido,
se llegó a él, y con breves aunque muy discretas razones, le rogó y persuadió
que aquella tan miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la
desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio,
libre de aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de si mismo; y así,
viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades
andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habían
hablado en su negocio, como en cosa sabida (porque las razones que el cura le
dijo así lo dieron a entender); y así, respondió desta manera:
-Bien veo yo, señores, quienquiera que
seáis, que el cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los
malos muchas veces, sin yo merecerlo me envía, en estos tan remotos y apartados
lugares del trato común de las gentes, algunas personas que, poniéndome delante
de los ojos con vivas y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que
hago, han procurado sacarme desta a mejor parte; pero como no saben que sé yo
que en saliendo deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de tener
por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor seria, por de ningún juicio.
Y no sería maravilla que así fuese, porque a mi se me trasluce que la fuerza de
la imaginación de mis desgracias es tan intensa y puede tanto en mi perdición,
que, sin que yo pueda ser parte a estorbarlo, vengo a quedar como piedra, falto
de todo buen sentido y conocimiento; y vengo a caer en la cuenta desta verdad
cuando algunos me dicen y muestran señales de las cosas que he hecho en tanto
que aquel terrible accidente me señorea, y no sé más que dolerme en vano y
maldecir, sin provecho, mi ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir
la causa dellas a cuantos oírla quieren; porque viendo los cuerdos cuál es la
causa, no se maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos,
no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima de
mis desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís con la mesma intención que
otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas persuasiones,
os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis desventuras, porque
quizá, después de entendido, ahorraréis del trabajo que tomaréis en consolar un
mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que
saber de su mesma boca la causa de su daño, le rogaron se la contase,
ofreciéndole de no hacer otra cosa de la que él quisiese, en su remedio o
consuelo; y con esto, el triste caballero comenzó su lastimera historia, casi
por las mesmas palabras y pasos que la había contado a don Quijote y al cabrero
pocos días atrás, cuando, por ocasión del maestro Elisabat y puntualidad de don
Quijote en guardar el decoro a la caballería, se quedó el cuento imperfeto,
como la historia lo deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se
detuvo el accidente de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y
así, llegando al paso del billete que había hallado don Fernando entre el libro
de Amadís de Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la memoria y que decía
desta manera:
LUSCINDA A
CARDENIO
Cada día descubro en vos valores que me
obligan y fuerzan a que en más os estime; y así, si quisiéredes sacarme desta
deuda sin ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que
os conoce y que me quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la
que será justo que vos tengáis, si es que me estimáis como decís, y como yo
creo.
Por este billete me moví a pedir a Luscinda
por esposa, como ya os he contado, y éste fue por quien quedó Luscinda en la
opinión de don Fernando por una de las más discretas y avisadas mujeres de su
tiempo; y este billete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que el
mío se efetuase. Dijele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de
Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir,
temeroso que no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida la calidad,
bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partes bastantes para
ennoblecer cualquier otro linaje de España, sino porque yo entendía dél que
deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el duque Ricardo hacia
conmigo. En resolución, le dijo que no me aventuraba a decírselo a mi padre,
así por aquel inconveniente como por otros muchos que me acobardaban, sin saber
cuáles eran; sino que me parecía que lo que yo desease jamás había de tener
efeto. A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi
padre y hacer con él que hablase al de Luscinda.
¡Oh Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh
Sila facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido traidor, oh Julián vengativo,
oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué deservicios te
había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió los secretos y
contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice? ¿Qué palabras te dije, o qué
consejos te di, que no fuesen todos encaminados a acrecentar tu honra y tu
provecho? Mas ¿de qué me quejo, ¡desventurado de mi!, pues es cosa cierta que
cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto
abajo, despeñandose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que
las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda? ¿Quién pudiera imaginar
que don Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios,
poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le
ocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola
oveja, que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como
inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
Digo, pues, que pareciéndole a don
Fernando que mi presencia le era inconveniente para poner en ejecución su falso
y mal pensamiento, determinó de enviarme a su hermano mayor, con ocasión de
pedirle unos dineros para pagar seis caballos, que de industria, y sólo para
este efeto de que me ausentase (para poder mejor salir con su dañado intento),
el mesmo día que se ofreció a hablar a mi padre los compró, y quiso que yo
viniese por el dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura,
caer en imaginarla? No, por cierto; antes con grandísimo gusto me ofrecí a
partir luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con
Luscinda, y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese
firme esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me
dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase volver
presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades
que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué se fue, que en acabando de
decirme esto se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo se le atravesó en la
garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras muchas que me pareció que
procuraba decirme. Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta allí jamás en
ella visto, porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y mi
diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar en nuestras
pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo era engrandecer
yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora: exageraba su belleza,
admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ella el recambio, alabando en milo
que, como a enamorada, le parecía digno de alabanza. Con esto nos contábamos
cien mil niñerías y acaecimientos de nuestros vecinos y conocidos, y a lo que
más se extendía mi desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza, una de sus
bellas y blancas manos, y llegaría a mi boca, según daba lugar la estrecheza de
una baja reja que nos dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi
partida ella lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y
sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de dolor
y sentimiento en Luscinda; pero por no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí
a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar la ausencia en
los que bien se quieren. En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma
de imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba; claros
indicios que me mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada.
Llegué al lugar donde era enviado; di las
cartas al hermano de don Fernando; fui bien recebido, pero no bien despachado,
porque me mandó aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en parte donde el
duque su padre no me viese, porque su hermano le escribía que le enviase cierto
dinero sin su sabiduría; y todo fue invención del falso don Fernando, pues no
le faltaban a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue
éste que me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible
sustentar tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y mas habiéndola
dejado con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como
buen criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud. Pero a los
cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca con una carta, que me
dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque la letra dél era
suya. Abrila, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser
la que la había movido a escribirme estando ausente, pues presente pocas veces
lo hacia. Preguntéle al hombre, antes de leerla, quién se la había dado y el
tiempo que había tardado en el camino; díjome que acaso pasando por
una calle de la ciudad a la hora de mediodía, una señora muy hermosa le llamó
desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que con mucha priesa le dijo:
«-Hermano, si sois cristiano, como parecéis, por amor de Dios os ruego que
encaminéis luego luego esta carta al lugar y a la persona que dice el
sobrescrito, que todo es bien conocido, y en ello haréis un gran servicio a
nuestro Señor; y para que no os falte comodidad de poderlo hacer, tomad lo que
va en este pañuelo.» «-Y diciendo esto, me arrojo por la ventana un pañuelo,
donde venían atados cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa
carta que os he dado. Y luego, sin aguardar respuesta mía se quitó de la
ventana; aunque primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo y, por señas, le
dije que haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo
que podía tomar en traérosla, y conociendo por el sobrescrito que érades vos a
quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado asimesmo de
las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarme de otra persona,
sino venir yo mesmo a dárosla, y en diez y seis horas que ha que se me dio, he
hecho el camino, que sabéis que es de diez y ocho leguas.»
En tanto que el agradecido y nuevo correo
esto me decía, estaba yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas, de
manera que apenas podía sostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía
estas ratones:
La
palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que hablase al
mío la ha cumplido más en su gusto que en vuestro provecho. Sabed, señor, que
él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la ventaja que él piensa que
don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere, con tantas veras, que de aquí
a dos días se ha de hacer el desposorio; tan secreto y tan a solas, que solo
han de ser testigos los cielos y alguna gente de casa. Cual yo quedo,
imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o no, el suceso
deste negocio os la dará a entender. A Dios plega que ésta llegue a vuestras
manos antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de quien mal sabe
guardar la fe que promete.
Estas, en suma, fueron las razones que la
cada contenía, y las que me hicieron poner luego en camino, sin esperar otra
respuesta ni otros dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de
los caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su
hermano. El enojo que contra don Femando concebí, junto con el temor de perder
la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me
pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, al punto
y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto y dejé una mula
en que venia en casa del buen hombre que me había llevado la cada, y quiso la
suerte que entonces la tuviese tan buena, que hallé a Luscinda puesta a la
reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo; mas
no como debía ella conocerme, y yo conocerla. Pero ¿quién hay en el mundo que
se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condición
mudable de una mujer? Ninguno, por cierto. Digo, pues, que así como Luscinda me
vio, me dijo:
-Cardenio, de boda estoy vestida; ya me
están aguardando en la sala don Femando el traidor y mi padre el codicioso, con
otros testigos, que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te
turbes, amigo, sino procura hallade presente a este sacrificio, el cual si no
pudiese ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida que podrá
estorbar más determinadas fuerzas,
dando fin a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y
tengo.
Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso
no me faltase lugar para responderla:
-Hagan, señora, tus obras verdaderas tus
palabras; que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para
defenderte con ella, o para matarme si la suerte nos fuere contraria.
No creo que pudo oír todas estas razones,
porque sentí que la llamaban apriesa, porque el desposado aguardaba. Cerróse
con esto la noche de mi tristeza; púsoseme el sol de mi alegría; quedé sin luz
en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No acedaba a entrar en su casa,
ni podía moverme a parte alguna; pero considerando cuánto importaba mi
presencia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y
entré en su casa; y como ya sabia muy bien todas sus entradas y salidas, y más
con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver; así que,
sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacia una ventana de la
mesma sala, que con las puntas y remates de los dos tapices se cubría, por
entre las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacia.
¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras allí
estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que hice, que
fueron tantas y tales, que ni se pueden decir, ni aun es bien que se digan? Basta
que sepáis que el desposado entró en la sala, sin otro adorno que los mesmos
vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un primo hermano de
Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino los criados de
casa. De allí a un poco salió de una recamara Luscinda, acompañada de su madre
y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y
hermosura merecían, y como quien era la perfección de la gala y bizarría
cortesana. No me dio lugar mi suspensión y arrobamiento para que mirase y
notase en particular lo que traía vestido: sólo pude advertir a las colores,
que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del
tocado y de todo el vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza
singular de sus hermosos y rubios cabellos, tales, que, en competencia de las
preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la
suya con más resplandor a los ojos ofrecían.
¡Oh memoria, enemiga modal de mi descanso!
¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada
enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo
que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agravio procure, ya que
no la venganza, a lo menos, perder la vida? No os canséis, señores, de oír
estas digresiones que hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban
contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me parece a mí
que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que, no sólo
no se cansaban de oírle. sino que les daba mucho gusto las menudencias que
contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la mesma
atención que lo principal del cuento.
-Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que
estando todos en la sala, entró el cura de la parroquia y, tomando a los dos
por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: «¿Queréis,
señora Luscinda, al señor don Fernando, que está presente, por vuestro legitimo
esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia?», yo saqué toda la cabeza y
cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a
escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de
mi muerte, o la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces: «¡Ah, Luscinda, Luscinda! Mira lo que haces; considera lo que
me debes; mira que eres mía, y que no puedes ser de otro! Advierte que el decir
tú si y el acabárseme la vida ha de ser todo a un punto. ¡Ah, traidor don
Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué quieres? ¿Qué
pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos,
porque Luscinda es mi esposa, y yo soy su marido.» ¡Ah loco de mí! ¡Ahora que
estoy ausente y lejos del peligro digo que había de hacer lo que no hice!
¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera
vengarme si tuviera corazón para ello, como le tengo para quejarme! En fin,
pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido
y loco.
Estaba esperando el cura la respuesta de
Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y cuando yo pensé que sacaba
la daga para acreditarse o desataba la lengua para decir alguna verdad o
desengaño que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y
flaca: «Sí quiero», y lo mesmo dijo don Fernando; y, dándole el anillo,
quedaron en indisoluble nudo ligados. Llegó el desposado a abrazar a su esposa,
y ella, poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su
madre. Resta ahora decir cuál quedé yo viendo en el sí que había oído burladas
mis esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda, imposibilitado de
cobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedé falto
de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de la
tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros, y el
agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó, de manera que todo ardía
de rabia y de celos. Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y,
desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él
un papel cerrado, que don Fernando tomo luego y se le puso a leer a la luz de
una de las hachas; y en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la
mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los
remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese.
Yo, viendo alborotada toda la gente de
casa, me aventuré a salir ora fuese visto o no, con determinación que si me
viesen, de hacer un desatino tal, que todo el mundo viniera a entender la justa
indignación de mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun en el
mudable de la desmayada traidora; pero mi suerte, que para mayores males, si es
posible que los haya, me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me
sobrase el entendimiento que después acá me ha faltado; y así, sin querer tomar
venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío fuera
fácil tomarla), quise tomarla de mi mano, y ejecutar en mí la pena que ellos
merecían, y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara, si entonces les
diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la pena; mas la que
se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida. En fin, yo salí de
aquella casa y vine a la de aquel donde había dejado la mula; hice que me la
ensillase, sin despedirme dél subí en ella y salí de la ciudad, sin osar, como
otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo solo, y que la
escuridad de la noche me encubría y su silencio convidaba a quejarme, sin
respeto o miedo de ser escuchado ni conocido, solté la voz y desaté la lengua
en tantas maldiciones de Luscinda y de don Femando, como si con ellas
satisficiera el agravio que me habían hecho.
Dile títulos de cruel, de ingrata, de
falsa y desagradecida; pero, sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi
enemigo la había cerrado los ojos de la voluntad, para quitármela a mi y
entregarla a aquel con quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado;
y en la mitad de la fuga destas maldiciones y vituperios, la desculpaba,
diciendo que no era mucho que una doncella recogida en casa de sus padres,
hecha y acostumbrada siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con su
gusto, pues le daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan
gentil hombre, que, a no querer recibirle, se podía pensar, o que no tenía
juicio, o que en otra parte tenía la voluntad, cosa que redundaba tan en
perjuicio de su buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, puesto que
ella dijera que yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme
tan mala elección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don
Femando, no pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón midiesen su
deseo, otro mejor que yo para esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes
de ponerse en el trance forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo le
había dado la mía; que yo viniera y concediera con todo cuanto ella acertara a
fingir en este caso. En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha
ambición y deseos de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que
me había engañado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestos
deseos.
Con estas voces y con esta inquietud
caminé lo que quedaba de aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas
sierras, por las cuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno,
hasta que vine a parar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen,
y de allí pregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas
sierras. Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con
intención de acabar aquí la vida, y en entrando por estas asperezas, del
cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por
desechar de sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de
la naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me
socorriese. De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo, al
cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mi a unos cabreros, que,
sin duda, debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me dijeron
de la manera que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantos disparates y
desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el juicio; y yo he sentido
en mi después acá que no todas veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y
flaco, que hago mil locuras, rasgándome los vestidos, dando voces por estas
soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano el nombre amado de mi
enemiga, sin tener otro discurso ni intento entonces que procurar acabar la
vida voceando; y cuando en mi vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas
puedo moverme. Mi más común habitación es el hueco de un alcornoque, capaz de
cubrir este miserable cuerpo.
Los vaqueros y cabreros que andan por
estas montañas, movidos de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los
caminos y por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y
así, aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer
el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de
tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que yo
salgo a los caminos, y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado, a
los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas. Desta manera paso mi
miserable y extrema vida, hasta que el cielo sea servido de conducirla a su
último fin, o de ponerle en mi memoria, para que no me acuerde de la hermosura
y de la traición de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él hace
sin quitarme la vida, yo volveré a mejor discurso mis pensamientos; donde no,
no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericordia de mi alma; que yo no
siento en mi valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta estrecheza en que por
mi gusto he querido ponerle.
Esta es, ¡oh señores!, la amarga historia
de mi desgracia: decidme si es tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos
que los que en mi habéis visto, y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme
lo que la razón os dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de
aprovechar conmigo lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al
enfermo que recibir no la quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y pues ella
gustó de ser ajena, siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser de la
desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha. Ella quiso, con su mudanza,
hacer estable mi perdición; yo querré, con procurar perderme, hacer contenta su
voluntad, y será ejemplo a los porvenir de que a mí solo faltó lo que a todos
los desdichados sobra, a los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de
tenerle, y en mi es causa de mayores sentimientos y males, porque aun pienso
que no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y
tan desdichada como amorosa historia; y al tiempo que el cura se prevenía para
decirle algunas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó a sus oídos
que en lastimados acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta parte
desta narración; que en este punto dio fin a la tercera el sabio y atentado
historiador Cide Hamete Benengeli.