Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor
arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada
historia, que, después que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho
Panza, su escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del capítulo veinte
y uno quedan referidas, que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino
que llevaba venían hasta doce hombres a pie. ensartados como cuentas en una
gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían
ansimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo,
con escopetas de meda, y los de a pie, con dardos y espadas; y así como Sancho
Panza los vido, dijo:
-Esta es cadena de galeotes, gente forzada
del rey, que va a las galeras.
-¿Cómo gente forzada? -preguntó don
Quijote-. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
-No digo eso -respondió Sancho-, sino que
es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras, de
por fuerza.
-En resolución -replicó don Quijote-, como
quiera que ello sea. esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de
su voluntad.
-Así es -dijo Sancho.
-Pues desa manera -dijo su amo-, aquí
encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los
miserables.
-Advierta vuestra merced -dijo Sancho- que
la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente,
sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes,
y don Quijote, con muy corteses razones, pidió a los que iban en su guarda
fuesen servidos de informalle y decille la causa o causas porque llevaban
aquella gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo respondió que
eran galeotes, gente de Su Majestad, que iba a galeras, y que no había más que
decir, ni él tenía más que saber.
-Con todo eso -replicó don Quijote-,
querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas
razones para moverlos a que le dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a
caballo le dijo:
-Aunque llevamos aquí el registro y la fe
de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo éste de
detenernos a sacarlas ni a leellas: vuestra merced llegue y se lo pregunte a
ellos mesmos, que ellos lo dirán si quisieren; que si querrán, porque es gente
que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se
tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó
que por qué pecados iba de tan mala guisa. El le respondió que por enamorado
iba de aquella manera.
-¿Por eso no más? -replicó don Quijote-.
Pues si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en
ellas.
-No son los amores como los que vuestra
merced piensa -dijo el galeote-; que los míos fueron que quise tanto a una
canasta de colar atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan
fuertemente, que a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta agora no la
hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento,
concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres
precisos de gurapas, y acabóse la obra.
-¿Qué son gurapas? -preguntó don Quijote.
-Gurapas son galeras -respondió el
galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de
veinte y cuatro años, y dijo que era natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó
don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y
malencónico; mas respondió por él el primero, y dijo:
-Este, señor, va por canario, digo, por
músico y cantor.
-Pues ¿cómo? -repitió don Quijote-. ¿Por
músicos y cantores van también a galeras?
-Si, señor -respondió el galeote-; que no
hay peor cosa que cantar en el ansia.
-Antes he yo oído decir -dijo don Quijote-
que quien canta, sus males espanta.
-Acá es al revés -dijo el galeote-: que
quien canta una vez, llora toda la vida.
-No lo entiendo -dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
-Señor caballero, cantar en el ansia se
dice entre esta gente non santa confesar en el tormento. A este pecador le
dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de
bestias, y por haber confesado le condenaron por seis años a galeras, amén de
doscientos azotes, que ya lleva en las espaldas; y va siempre pensativo y
triste porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y
aniquilan, y escarnecen, y tienen en poco, porque confesó, y no tuvo ánimo de
decir nones. Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que
harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte,
y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de
camino.
-Y yo lo entiendo así -respondió don
Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo
que a los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
-Yo voy por cinco años a las señoras
gurapas por faltarme diez ducados.
-Yo daré veinte de muy buena gana –dijo
don Quijote- por libraros desa pesadumbre.
-Eso me parece -respondió el galeote- como
quien tiene dinero en mitad del golfo, y se está muriendo de hambre, sin tener
adonde comprar lo que ha menester. Dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos
veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la
péndola del escribano, y avivado el
ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de
Zocodover, de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es
grande: paciencia, y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un
hombre de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho; el
cual, oyéndose preguntar la causa porque allí venía, comenzó a llorar y no
respondió palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo:
-Este hombre honrado va por cuatro años a
galeras, habiendo paseado las acostumbradas, vestido, en pompa y a caballo.
-Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que a mí
me parece, haber salido a la vergüenza.
-Así es -replicó el galeote-; y la culpa
porque le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo
el cuerpo. En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por
tener asimesmo sus puntas y collar de hechicero.
-A no haberle añadido esas puntas y collar
-dijo don Quijote-, por solamente el alcahuete limpio no merecía él ir a bogar
en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas. Porque no es así como
quiera el oficio de alcahuete; que es oficio de discretos, y necesarísimo en la
república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida;
y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los demás
oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja, y desta
manera se excusarían muchos males que se causan por andar este oficio y
ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas, de
poco más o menos, pajecillos y truhanes, de pocos años y de poca experiencia,
que a la más necesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que importe,
se les yelan las migas entre la boca y la mano, y no saben cuál es su mano
derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones porque convenía hacer
elección de los que en la república habían de tener tan necesario oficio; pero
no es el lugar acomodado para ello: algún día lo diré a quien lo pueda proveer
y remediar. Sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas
canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado
el adjunto de ser hechicero. Aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que
puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre
nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer
algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas mixturas y
venenos, con que vuelven locos a los hombres dando a entender que tienen fuerza
para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
-Así es -dijo el buen viejo-; y en verdad,
señor, que en lo de hechicero, que no tuve culpa; en lo de alcahuete no lo pude
negar. Pero nunca pensé que hacia mal en ello: que toda mi intención era que
todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas;
pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero
volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja
reposar un rato.
Y aquí tomó a su llanto como de primero; y
túvole Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno y se le
dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote y preguntó a
otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía
que el pasado:
-Yo voy aquí porque me burlé
demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo
eran mías; finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer
la parentela tan intricadamente, que no hay diablo que la declare. Probóseme
todo, faltó favor, no tuve dineros, víame a pique de perder los tragaderos,
sentenciáronme a galeras por seis años, consentí: castigo es de mi culpa; mozo
soy: dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor
caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo
pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios
en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga
y tan buena como su buena presencia merece.
Este iba en hábito de estudiante, y dijo
una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino.
Tras todos éstos venía un hombre de muy
buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un
ojo en el otro un poco. Venia diferentemente atado que los demás, porque traía
una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos
argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman
guardaamigo o pie de amigo de la cual descendían dos hierros que llegaban a la
cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas
con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca,
ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo
iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda:
porque tenía aquél solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan
atrevido y tan grande bellaco, que aunque le llevaban de aquella manera, no
iban seguros dél, sino que temían que se les había de huir.
-¿Qué delitos puede tener -dijo don
Quijote-, si no han merecido más pena que echalle a las galeras?
-Va por diez años -replicó la guarda-, que
es como muerte cevil. No se quiera saber mas sino que este buen hombre es el
famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
-Señor comisario -dijo entonces el
galeote-, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y
sobrenombres. Ginés me llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no
Parapilla, como voacé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará
poco.
-Hable con menos tono -replicó el
comisario-, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar,
mal que le pese.
-Bien parece respondió el galeote- que va
el hombre como Dios es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo
Ginesillo de Parapilla o no.
-Pues ¿no te llaman ansí, embustero? –dijo
la guarda.
-Sí llaman -respondió Ginés-; mas yo haré
que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis
dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con
Dios; que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere
saber, sepa que soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares.
-Dice verdad -dijo el comisado-; que él
mesmo ha escrito su historia, que no hay más, y deja empeñado el libro en la
cárcel, en docientos reales.
-Y le pienso quitar -dijo Ginés-, si
quedara en docientos ducados.
-¿Tan bueno es? -dijo don Quijote.
-Es tan bueno -respondió Ginés-, que mal
año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel genero se han
escrito o escribieren. Lo que le sé decir a voacé es que trata verdades, y que son
verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se le
igualen.
-Y ¿cómo se intitula el libro? –preguntá
don Quijote.
-La vida de Ginés de Pasamonte -respondió
él mismo.
-Y ¿está acabado? -preguntó don Quijote.
-¿Cómo puede estar acabado –respondió él-,
si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento
hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras.
-Luego ¿otra vez habéis estado en ellas?
-dijo don Quijote.
-Para servir a Dios y al rey, otra vez he
estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho -respondió
Ginés-; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi
libro; que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay más
sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho más para lo
que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro.
-Hábil pareces -dijo don Quijote.
-Y desdichado -respondió Ginés-; porque
siempre las desdichas persiguen al buen ingenio.
-Persiguen a los bellacos -dijo el
comisario.
-Ya le he dicho, señor comisario
–respondió Pasamonte-, que se vaya poco a poco; que aquellos señores no le
dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para
que nos guiase y llevase adonde su Majestad manda. Si no, ¡por vida de...
basta!, que podría ser que saliesen algún día en la colada las manchas que se
hicieron en la venta; y todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor, y
caminemos; que ya es mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisado para dar
a Pasamonte, en respuesta de sus amenazas; mas don Quijote se puso en medio, y
le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas
las manos tuviese algún tanto suelta la lengua. Y volviéndose a todos los de la
cadena, dijo:
-De todo cuanto me habéis dicho, hermanos
carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras
culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas
muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco
animo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor
del otro, y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de
vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte
teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria, de manera,
que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando, que muestre con vosotros el
efeto para que el Cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden
de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los
menesterosos y opresos de los mayores. Pero porque sé que una de las partes de
la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero
rogar a estos señores guardianes y comisado sean servidos de desataros y
dejaros ir en paz; que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores
ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y
naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas -añadió don Quijote-, que
estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con
su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo, ni de
premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los
otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y
sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado
no lo hagáis, esta lanza y esta espada. con el valor de mi brazo, harán que lo
hagáis por fuerza.
-¡Donosa majadería! -respondió el
comisario-. ¡Bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato! ¡Los
forzados del Rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para
soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor,
norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y
no ande buscando tres pies al gato.
-¡Vos sois el gato, y el rato, y el
bellaco! -respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él
tan presto, que, sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el
suelo, malherido de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la
escopeta. Las demás guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado
acontecimiento; pero, volviendo sobre si, pusieron mano a sus espadas los de a
caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con
mucho sosiego los aguardaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo
la ocasión que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran,
procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera,
que las guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por
acometer a don Quijote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de
provecho. Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de Ginés de Pasamonte, que
fue el primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y, arremetiendo
al comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al
uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo el
campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como de las
muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban. Entristecióse mucho
Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de
dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual, a campana herida, saldría a
buscar los delincuentes, y así se lo dijo a su amo, y le rogó que luego de allí
se partiesen, y se emboscasen en la sierra, que estaba cerca.
-Bien está eso -dijo don Quijote-; pero yo
sé lo que ahora conviene que se haga.
Y llamando a todos los galeotes, que
andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se
le pusieron todos a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
-De gente bien nacida es agradecer los
beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la
ingratitud. Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia,
el que de mí habéis recebido; en pago del cual querría, y es mi voluntad, que,
cargados de esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en
camino y vais a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora
Dulcinea del Toboso, y le digáis que su caballero el de la Triste Figura se le
envía a encomendar, y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta
famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis
ir donde quisiéredes, a la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y
dijo:
-Lo que vuestra merced nos manda, señor y
libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no
podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno, por su
parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de
la Santa Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que
vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y
montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y
credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, y ésta es cosa
que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en
guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo, a
tomar nuestra cadena, y a ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora
de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso como pedir
peras al olmo.
-Pues ¡voto a tal! -dijo don Quijote, ya
puesto en cólera-, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os
llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a
cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido,
estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había
cometido como el de querer darles libertad, viéndose tratar de aquella manera,
hizo del ojo a los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron a llover tantas
piedras sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el
pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de
bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedrisco
que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote, que no le
acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerno, con tanta fuerza, que dieron
con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante, y
le quitó la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las
espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi pedazos. Quitáronle
una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar,
si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole en
pelota, repartiendo entre silos demás despojos de la batalla, se fueron cada
uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad, que temían, que
de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho
y don Quijote; el jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en
cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras,
que le perseguían los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también
vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota, y temeroso de la Santa
Hermandad; don Quijote, mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a
quien tanto bien había hecho.