En esto, comenzó a llover un poco, y
quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes; mas habíales
cobrado tal aborrecimiento don Quijote, por la pesada burla, que en ninguna
manera quiso entrar dentro; y así, torciendo el camino a la derecha mano,
dieron en otro como el que habían llevado el día de antes.
De allí a poco, descubrió don Quijote un
hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera
de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo:
-Paréceme, Sancho, que no hay refrán que
no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia,
madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: «Donde una puerta se
cierra, otra se abre.» Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la pueda de
la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par
otra, para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no acertare a entrar por
ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes, ni
a la escuridad de la noche. Digo esto, porque, si no me engaño, hacia nosotros
viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice
el juramento que sabes.
Mire vuestra merced bien lo que dice, y
mejor lo que hace -dijo Sancho-; que no querría que fuesen otros batanes, que
nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido.
-¡Válate el diablo por hombre! –replicó
don Quijote-. ¿Qué va de yelmo a batanes?
-No sé nada -respondió Sancho-; mas a fe
que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones, que
vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.
-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo,
traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-. Dime, ¿no ves aquel caballero que
hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la
cabeza un yelmo de oro?
-Lo que yo veo y columbro –respondió
Sancho- no es sino un hombre sobre un asno, pardo como el mío, que trae sobre
la cabeza una cosa que relumbra.
-Pues ése es el yelmo de Mambrino –dijo
don Quijote-. Apártate a una parte y déjame con él a solas; verás cuán sin
hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío
el yelmo que tanto he deseado.
-Yo me tengo en cuidado el apartarme
-replicó Sancho-; mas quiera Dios, tomó a decir, que orégano sea, y no batanes.
-Ya os he dicho, hermano, que no me
mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes -dijo don Quijote-; que voto...,
y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no
cumpliese el voto que le había echado, redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el
caballo y caballero que don Quijote veía era esto: que en aquel contorno había
dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que
estaba junto a él, si; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual
tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo
cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al
tiempo que venía, comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que
debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia,
desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y
ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y
caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con mucha facilidad las
acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él
vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo
correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de
pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su
carrera, le dijo:
-¡Defiéndete, cautiva criatura, o
entriégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe!
El barbero, que tan sin pensarlo ni
temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder
guardarse del golpe de la lanza, sino fue el dejarse caer del asno abajo; y no
hubo tocado el suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo, y comenzó a
correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el
suelo, con la cual se contentó don Quijote, y dijo que el pagano habla andado
discreto, y que había imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los
cazadores, se taraza y harpa con los dientes aquello por lo que él, por
distinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo;
el cual, tomándola en las manos, dijo:
-Por Dios que la bacía es buena, y que
vale un real de a ocho como un maravedí.
Y dándosela a su amo, se la puso luego en
la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; y como no se
le hallaba, dijo:
-Sin duda que el pagano a cuya medida se
forjó primero esta famosa celada debía de tener grandísima cabeza; y lo peor
dello es que le falta la mitad. Cuando
Sancho oyó llamar a la bacía celada no pudo tener la risa; mas vínosele a las
mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della.
-¿De qué te ríes, Sancho? -dijo don
Quijote.
-Ríome -respondió él- de considerar la gran
cabeza que tenía el pagano dueño deste almete, que no semeja sino una bacía de
barbero pintiparada.
-¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta
famosa pieza deste encantado yelmo, por algún extraño acidente debió de venir a
manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y sin saber lo que hacía,
viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del
precio, y de la otra mitad hizo esta que parece bacía de barbero, como tú
dices. Pero sea lo que fuere; que para mi que la conozco no hace al caso su
trasmutación; que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de
suerte, que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios
de las herrerías para el dios de las batallas; y en este entretanto la traeré
como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más, que bien será bastante
para defenderme de alguna pedrada.
-Eso será -dijo Sancho- si no se tira con
honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron
a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venia aquel
benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras.
-No me da mucha pena el haberle perdido;
que ya sabes tú, Sancho -dijo don Quijote-, que yo tengo la receta en la
memoria.
-También la tengo yo -respondió Sancho-;
pero si yo le hiciere ni le probare más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto
más, que no pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso
guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo
del ser otra vez manteado no digo nada; que semejantes desgracias mal se pueden
prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros,
detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta
nos llevare.
-Mal cristiano eres, Sancho -dijo oyendo
esto don Quijote-, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho;
pues sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué
pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te
olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que a
no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera vuelto allá, y hubiera hecho en tu
venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual
si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que
no tuviera tanta fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las
nubes. Y dijo Sancho:
-Pase por burlas, pues la venganza no
puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas,
y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las
espaldas. Pero dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste
caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel
Martino que vuestra merced derribó; que según él puso los pies en polvorosa y
cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás. Y ¡para mis
barbas, si no es bueno el rucio!
-Nunca yo acostumbro -dijo don Quijote-
despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y
dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia
el suyo; que en tal caso lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra
lícita. Así que Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que
sea; que como su dueño nos vea alongados de aquí volverá por el.
-Dios sabe si quisiera llevarle –replicó
Sancho-, o, por lo menos, trocalle con este mío, que no me parece tan bueno.
Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden
a dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los aparejos
siquiera.
-En eso no estoy muy cierto –respondió don
Quijote-; y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques,
si es que tienes dellos necesidad extrema.
-Tan extrema es -respondió Sancho-, que si
fueran para mí misma persona no los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia,
hizo mutatio capparum, y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole
mejorado en tercio y quinto. Hecho esto, almorzaron de las sobras del real, que
del acémila despojaron, y bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin
volver la cara a mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenían, por el
miedo en que les habían puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la
malenconía, subieron a caballo, y sin tomar determinado camino, por ser muy de
caballeros andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde
la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aún la
del asno, que siempre le seguía por donde quiera que guiaba, en buen amor y
compañía. Con todo esto, volvieron al camino real, y siguieron por él a la
ventura, sin otro designio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a
su amo:
-Señor, ¿quiere vuestra merced darme
licencia que departa un poco con él? Que después que me puso aquel áspero
mandamiento del silencio se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago,
y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se malograse.
-Dila -dijo don Quijote-, y sé breve en
tus razonamientos; que ninguno hay gustoso si es largo.
-Digo, pues, señor -respondió Sancho-, que
de algunos días a esta parte he considerado cuán poco se gana y granjea de
andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y
encrucijadas de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más peligrosas,
no hay quien las vea ni sepa, y así, se han de quedar en perpetuo silencio, y
en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y
así, me parece que seria mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que
nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande, que tenga
alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona,
sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del señor a quien
sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual según sus méritos, y
allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para
perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites
escuderiles; aunque sé decir que si se usa en la caballería escribir hazañas de
escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglones.
-No dices mal, Sancho -respondió don
Quijote-; mas antes que se llegue a ese término es menester andar por el mundo,
como en aprobación, buscando las aventuras, para que, acabando algunas, se
cobre nombre y fama tal, que cuando se fuere a la corte de algún gran monarca
ya sea el caballero conocido por sus obras; y que apenas le hayan visto entrar
los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando
voces, diciendo: «Este es el caballero del Sol», o de la Sierpe, o de otra
insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. «Este es
-dirán- el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno, de la gran
fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del largo encantamento en
que había estado casi novecientos años.» Así que, de mano en mano, irán
pregonando sus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, se parará a las fenestras de su
real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole
por las armas, o por la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: «¡Ea,
sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recibir a la flor de
la caballería, que allí viene!». A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará
hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz,
besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al aposento de la señora
reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser
una de las más fermosas y acabadas doncellas que en gran parte de lo
descubierto de la tierra a duras penas se pueda hallar. Sucederá tras esto,
luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los
della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana, y sin saber cómo
ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intrincable red amorosa, y
con gran cuita en sus corazones, por no saber cómo se han de fablar para
descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda, a algún
cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde, habiéndole quitado las armas,
le traerán un rico manto de escarlata, con que se cubra; y si bien pareció
armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche, cenará con
el rey, reina e infanta, donde nunca quitará los ojos della, mirándola a furto
de los circunstantes, y ella hará lo mesmo, con la mesma sagacidad, porque,
como tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han las tablas, y
entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño enano, con una
fermosa dueña que, entre dos gigantes, detrás del enano viene, con cierta
aventura, hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por
el mejor caballero del mundo. Mandará luego el rey que todos los que están
presentes la prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped,
en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se
tendrá por contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus
pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey o príncipe, o lo que
es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero
huésped le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia
para ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy buen
talante, y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le
face. Y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un
jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras
muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella
de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse ella, traerá agua
la doncella, acuitaráse mucho, porque viene la mañana, y no querría que fuesen
descubiertos, por la honra de su señora; finalmente, la infanta volverá en sí,
y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y
mil veces, y se las bañará en lágrimas. Quedará concertado entre los dos del
modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále la
princesa que se detenga lo menos que pudiere; prometérselo ha él con muchos
juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con tanto sentimiento, que
estara poco por acabar la vida. Vase desde allí a su aposento, échase sobre su
lecho, no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de mañana, vase a
despedir del rey y de la reina y de la infanta; dicenle, habiéndose despedido
de los dos, que la señora infanta está mal dispuesta y que no puede recebir
visita; piensa el caballero que es de pena de su partida, traspásasele el
corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella
medianera delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual la
recibe con lágrimas, y le dice que una de las mayores penas que tiene es no
saber quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrale la
doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su
caballero sino en sujeto real y grave; consuélase con esto la cuitada; procura
consolarse, por no dar mal indicio de sí a sus padres, y a cabo de dos días sale
en público. Ya se es ido el caballero; pelea en la guerra, vence al enemigo del
rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a
su señora por donde suele, conciértase que la pida a su padre por mujer, en
pago de sus servicios, no se la quiere dar el rey, porque no sabe quién es;
pero, con todo esto, o robada, o de otra cualquier suerte que sea, la infanta
viene a ser su esposa, y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque se
vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué
reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la
infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer
mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto
estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda,
la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.
-Eso pido, y barras derechas -dijo
Sancho-: a eso me atengo, porque todo, al pie de la letra, ha de suceder por
vuestra merced llamándose el Caballero de la Triste Figura.
-No lo dudes, Sancho -replicó don
Quijote-; porque del mesmo modo y por los mesmos pasos que esto he contado
suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores. Sólo
falta agora mirar qué rey de los cristianos o de los paganos tenga guerra y
tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te tengo
dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda a la corte.
También me falta otra cosa: que, puesto caso que se halle rey con guerra y con
hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no sé
yo cómo se podía hallar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo
segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer, si no
está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos;
así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien
es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad y de
devengar quinientos sueldos, y podría ser que el sabio que escribiese mi
historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia, que me hallase
quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras
de linajes en el mundo: unos que traen y derivan su decendencia de príncipes y
monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta,
como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de ¡ente baja, y van
subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores; de manera, que
está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no
fueron; y podría ser yo déstos, que, después de averiguado, hubiese sido mi
principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey mi suegro,
que hubiere de ser; y cuando no, la infanta me ha de querer de manera, que a
pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de
admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde
más gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus
padres.
-Ahí entra bien también -dijo Sancho- lo
que algunos desalmados dicen: «No pidas de grado lo que puedas tomar por
fuerza»; aunque mejor cuadra decir: «Más vale salto de mata que ruego de
hombres buenos.» Dígolo porque si el señor Rey, suegro de vuestra merced, no se
quisiere domeñar a entregalle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra
merced dice, roballa y trasponella. Pero está el daño que en tanto que se hagan
las paces y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero se podrá estar a
diente en esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de
ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta
que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela
su señor por legítima esposa.
-Eso no hay quien lo quite -dijo don
Quijote.
-Pues como eso sea -respondió Sancho-, no
hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo
encaminare.
-Hágalo Dios -respondió don Quijote- como
yo deseo y tú, Sancho, has menester, y ruin sea quien por ruin se tiene.
-Sea par Dios -dijo Sancho-; que yo
cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.
-Y aun te sobra -dijo don Quijote-, y
cuando no lo fueras, no hacía nada al caso; porque, siendo yo el rey, bien te
puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque en
haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe
que te han de llamar señoría, mal que les pese.
-Y ¡montas que no sabría yo autorizar el
litado! -dijo Sancho.
-Dictado has de decir, que no litado -dijo
su amo.
-Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo
que le sabría bien acomodar, porque por vida mía que un tiempo fui muñidor de
una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos
que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues ¿qué será
cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso
de conde extranjero? Para mi tengo que me han de venir a ver de cien leguas.
-Bien parecerás -dijo don Quijote-, pero
será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de
espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja cada dos días,
por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
-¿Qué hay más -dijo Sancho- sino tomar un
barbero, y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que
ande tras mí, como caballerizo de grande.
-Pues, ¿cómo sabes tú-preguntó don Quijote-
que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
-Yo se lo diré -respondió Sancho-. Los
años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño,
que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las
vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel
hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél.
Respondiéronme que era su caballerizo, y que era uso de grandes llevar tras si
a los tales. Desde entonces lo sé tan bien, que nunca se me ha olvidado.
-Digo que tienes razón -dijo don Quijote-,
y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos,
ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su
barbero; y aún es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
-Quédese eso del barbero a mi cargo –dijo
Sancho-, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey, y el
hacerme conde.
-Así será -respondió don Quijote.
Y alzando los ojos, vio lo que se dirá en
el siguiente capitulo.