-No es posible,
señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de
estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece, y así, será bien que
vamos un poco más adelante; que ya toparemos donde podamos mitigar
esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la
hambre.
Parecióle bien el consejo a don Quijote y,
tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, después de
haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a
caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les
dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos pasos, cuando llegó a
sus oídos un grande mido de agua, como que de algunos grandes y levantados
riscos se despeñaba. Alegróles el mido en gran manera; y parándose a escuchar
hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el
contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de
poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto
crujir de hierros y cadenas, acompañados del furioso estruendo del agua, que
pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y
ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del
blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el
sitio, la oscuridad, el ruido del agua, con el susurro de las hojas, todo
causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el
viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el
lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón
saltó sobre Rocinante y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo:
-Sancho amigo, has de saber que yo nací,
por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la
de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están
guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo
otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia, y
los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los
Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de
los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me
hallo tales grandezas, extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más
claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas
desta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles,
el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se
despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear
que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas, todas juntas y cada una
por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo
Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes
acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y
despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho,
con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se
muestra. Así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante, quédate a Dios, y
espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales si no volviere, puedes tú
volverte a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás
al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo
caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse
suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo
comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a decille:
-Señor, yo no sé por qué quiere vuestra
merced acometer esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee
nadie: bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no
bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note
de cobardes; cuanto más que yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que
vuestra merced bien conoce, que quien busca el peligro perece en él; así que no
es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede
escapar sino por milagro, y bastan los que ha hecho el cielo con vuestra merced
en librarle de ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y
salvo de entre tantos enemigos como acompañaban al difunto. Y cuando todo esto
no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se
habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi ánima a quien
quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a servir
a vuestra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la cudicia rompe el
saco, a mi me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar
aquella negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha
prometido, veo que, en pago y trueco della, me quiere ahora dejar en un lugar
tan apartado del trato humano. Por un solo Dios, señor mío, que non se me faga
tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de
acometer este fecho, dilátelo, a lo menos, hasta la mañana; que, a lo que a mí
me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde
aquí al alba tres horas, porque la boca de la bocina está encima de la cabeza,
y hace la media noche en la línea del brazo izquierdo.
-¿Cómo puedes tú, Sancho -dijo don
Quijote-, ver dónde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo que
dices, si hace la noche tan escura, que no parece en todo el cielo estrella
alguna?
-Así es -dijo Sancho-; pero tiene el miedo
muchos ojos, y vee las cosas debajo de tierra, cuanto más encima, en el cielo;
puesto que, por buen discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al
día.
-Falte lo que faltare -respondió don
Quijote-; que no se ha de decir por mí, ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas
y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero; y así, te
mego, Sancho, que calles; que Dios, que me ha puesto en corazón de acometer
ahora esta tan no vista y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi
salud y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las
cinchas a Rocinante, y que darte aquí; que yo daré la vuelta presto, o vivo o
muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución
de su amo, y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó
de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y
así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido ató
con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera, que cuando don
Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a
saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste dijo:
-Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y
plegarias, ha ordenado que no se pueda
mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y espolear, y dalle, será
enojar a la Fortuna, y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por
más que ponía las piernas al caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la
cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que
amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía
de otra parte que de la industria de Sancho; y así, le dijo:
-Pues así es, Sancho, que Rocinante no
puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo
que ella tardare en venir.
-No hay que llorar -respondió Sancho-; que
yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya no es
que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de
caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto
de acometer esta tan desemejante aventura que le espera.
-¿A qué llamas apear o a qué dormir? -dijo
don Quijote-. ¿Soy yo, por ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en
los peligros? Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres; que
yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión.
-No se enoje vuestra merced, señor mío
-respondió Sancho--; que no lo dije por tanto.
Y llegándose a él, puso la una mano en el
arzón delantero y la otra en el otro, de modo, que quedó abrazado con el muslo
izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía
a los golpes que todavía alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que
contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido; a lo que
Sancho dijo que sí hiciera, si le dejara el temor de lo que oía.
-Pero, con todo eso, yo me esforzaré a
decir una historia, que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es la
mejor de las historias; y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. «Erase
que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a
buscar... » Y advierta vuestra merced. señor mío, que el principio que los
antiguos dieron a sus consejas no fue así como quiera; que fue una sentencia de
Catón Zonzorino, romano, que dice: «...y el mal, para quien le fuere a buscar»,
que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo, y no
vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino,
pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.
-Sigue tu cuento, Sancho -dijo don
Quijote-, y del camino que hemos de seguir déjame a mi el cuidado.
-«Digo, pues -prosiguió Sancho-, que en un
lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que guardaba
cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope
Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba;
la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico; y este ganadero
rico...»
-Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho
-dijo don Quijote-, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en
dos días: dilo seguidamente, y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no,
no digas nada.
-De la misma manera que yo lo cuento
-respondió Sancho- se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé
contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos.
-Di como quisieres -respondió don
Quijote-; y, pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.
-«Así que, señor mío de mi ánima
-prosiguió Sancho-, que, como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de
Torralba la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a
hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo.»
-Luego ¿conocístela tú? -dijo don Quijote.
-No la conocí yo -respondió Sancho-; pero quien
me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien,
cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. «Así que,
yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo
de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo
y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de
celillos que ella le dio, tales, que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado;
y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que, por no verla,
se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás.
La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, mas que nunca
le había querido.»
-Esa es natural condición de mujeres –dijo
don Quijote-: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece.
Pasa adelante, Sancho.
-«Sucedió -dijo Sancho.- que el pastor
puso por obra su determinación y,
antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Extremadura, para
pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y
seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas
alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de
un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas llevase lo que
llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen
que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón
iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni
barco, ni quien le pasase a él, ni a su ganado, de la otra parte, de lo que se
acongojó mucho porque veía que la Torralba venia ya muy cerca, y le había de
dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas tanto anduvo mirando, que vio
un pescador que tenía junto a si un barco, tan pequeño, que solamente podían
caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló, y concertó con
él que le pasase a él y a trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en
el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tomó a volver, y tomó a pasar
otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando.
porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento, y no será posible
contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el desembarcadero, de la otra
parte, estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en
ir y volver Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra.»
-Haz cuenta que las pasó todas -dijo don
Quijote-: no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en
un año.
-¿Cuántas han pasado hasta agora? –dijo
Sancho.
-Yo ¿qué diablos sé? -respondió don
Quijote.
-He ahí lo que yo dije: que tuviese buena
cuenta. Pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
-¿Cómo puede ser eso? -respondió don
Quijote-. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado,
por extenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la
historia?
-No, señor, en ninguna manera –respondió
Sancho-; porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas
cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se
me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha
virtud y contento.
-¿De modo -dijo don Quijote-, que ya la
historia es acabada?
-Tan acabada es como mi madre –dijo
Sancho.
-Dígote de verdad -respondió don Quijote-
que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia, que nadie
pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá
ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen
discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben
de tener turbado el entendimiento.
-Todo puede ser -respondió Sancho-; mas yo
sé que en lo de mi cuento no hay más que decir: que allí se acaba do comienza
el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras.
-Acabe norabuena donde quisiere –dijo don
Quijote-, y veamos si se puede mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tomó a
dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la
mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o
que fuese cosa natural (que es lo que más se debe creer), a él le vino en
voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el
miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña
de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y
así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida
al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la
lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna,
y, en quitándosela, dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos; tras
esto, alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que
no eran muy pequeñas. Hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que
hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia), le sobrevino otra
mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido,
y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el
aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado,
que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que
a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote, y dijo:
-¿Qué rumor es ése, Sancho?
-No sé, señor -respondió él-. Alguna cosa
nueva debe de ser; que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar Ventura, y
sucedióle tan bien, que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló
libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas como don Quijote
tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan
junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia
arriba, no se pudo excusar de que algunos no llegasen a sus narices; y apenas
hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos,
y, con tono algo gangoso, dijo:
-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
-Sí tengo -respondió Sancho-; mas ¿en qué
lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
-En que ahora más que nunca hueles, y no a
ámbar -respondió don Quijote.
-Bien podría ser -dijo Sancho-; mas yo no
tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no
acostumbrados pasos.
-Retírate tres o cuatro allá, amigo –dijo
don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)-, y desde aquí
adelante ten más cuenta con tu persona, y con lo que debes a la mía; que la
mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
-Apostaré -replicó Sancho- que piensa
vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.
-Peor es meneallo, amigo Sancho -respondió
don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes
pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más andar se venía la
mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante, y se ató los calzones. Como
Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se
resintió, y comenzó a dar manotadas; porque corvetas (con perdón suyo), no las
sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a
buena señal y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba, y de
parecer distintamente las cosas, y vio don Quijote que estaba entre unos
árboles altos; que ellos eran castaños, que hacen la sombra muy escura. Sintió también
que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y así, sin más
detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando a despedirse de
Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya otra
vez se lo había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por
cieno que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le
acabasen sus días. Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar
de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la paga de sus
servicios no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes que
saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su
salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero que si Dios le
sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía tener por muy más
que cierta la prometida ínsula.
De nuevo tomó a llorar Sancho oyendo de
nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta
el último tránsito y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan
honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien
nacido, y, por lo menos, cristiano viejo. Cuyo sentimiento enterneció algo a su
amo; pero no tanto, que mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor
que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que el mido del
agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho a pie, llevando, como
tenía de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus
prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre
aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de
unas altas peñas se hacia, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de
agua. Al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más parecían minas
de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el mido y
estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del
agua y de los golpes, y sosegándole don Quijote, se fue llegando poco a poco a
las casas, encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en
aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y, de camino, se encomendaba
también a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual
alargaba cuanto podía el cuello y la vista, por entre las piernas de Rocinante,
por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.
-Otros cien pasos serían los que
anduvieron, cuando al doblar de una punta, pareció descubierta y patente la
misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos
espantable mido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido. Y
eran (si no lo has, ¡oh lector!, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán,
que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era,
enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza
inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido. Miró también don Quijote
a Sancho, y viole que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de risa,
con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melancolía
tanto con él, que a la vista de Sancho pudiese dejar de reírse; y como vio
Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa de tal manera que tuvo
necesidad de apretarse las ijadas con los puños, por no reventar riendo Cuatro
veces sosegó, y otras tantas volvió a su risa, con el mismo ímpetu que primero;
de lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y más cuando le oyó decir, como
por modo de fisga:
-«Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo
nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella
la dorada, o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las
hazañas grandes, los valerosos fechos...»
Y por aquí fue repitiendo todas o las más
razones que don Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía
burla dél, se corrió y enojó de tal manera, que alzó el lanzón y le asentó dos
palos, tales, que si como los recibió en las espaldas los recibiera en la
cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos.
Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo
no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo:
-Sosiéguese vuestra merced; que por Dios
que me burlo.
-Pues porque os burláis, no me burlo yo
-respondió don Quijote-. Venid acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que si como
éstos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no había yo
mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado,
a dicha, siendo, como soy, caballero, a conocer y distinguir los sones, y saber
cuáles son de batán, o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he
visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois,
criado y nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan
en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando
yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.
-No haya más, señor mío -replicó Sancho-;
que yo confieso que he andado algo risueño en demasía. Pero dígame vuestra
merced, ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que
le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado désta: ¿no ha sido cosa de
reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo
tuve; que de vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni
espanto.
-No niego yo -respondió don Quijote- que
lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna de contarse;
que no son todas las personas tan discretas, que sepan poner en su punto las
cosas.
-A lo menos -respondió Sancho-, supo
vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza, y dándome
en las espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme. Pero
vaya, que todo saldrá en la colada; que yo he oído decir: «Ese te quiere bien,
que te hace llorar»; y más, que suelen los principales señores, tras una mala
palabra que dicen a un criado, darle luego unas calzas; aunque no sé lo que le
suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes
dan tras palos ínsulas, o reinos en tierra firme.
-Tal podría correr el dado -dijo don
Quijote-, que todo lo que dices viniese a ser verdad; y perdona lo pasado. pues
eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en mano del hombre, y
está advertido de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes
en el hablar demasiado conmigo: que en cuantos libros de caballerías he leído,
que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su
señor como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía:
tuya, en que me estimas en poco: mía, en que no me dejo estimar en más. Sí, que
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, conde fue de la Insula Firme, y se lee
dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza
y doblado el cuerpo, more turquesco. Pues ¿qué diremos de Gasabal,
escudero de don Galaor, que fue tan callado, que, para declararnos la
excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se nombra su nombre en toda
aquella tan grande como verdadera historia? De todo lo que he dicho has de
inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a
criado y de caballero a escudero. Así, que, desde hoy en adelante, nos hemos de
tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquiera manera que
yo me enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios
que yo os he prometido llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo
menos, no se ha de perder, como ya os he dicho.
-Está bien cuanto vuestra merced dice
-dijo Sancho-; pero querría yo saber, por si acaso no llegase el tiempo de las
mercedes y fuese necesario acudir al de los salarios, cuánto ganaba un escudero
de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o
por días, como peones de albañil.
-No creo yo -respondió don Quijote- que
jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced: y si yo ahora te
le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo
que podía suceder; que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos
nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el
otro mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más
peligroso que el de los aventureros.
-Así es verdad -dijo Sancho-, pues sólo el
ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un
tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced. Mas bien puede estar
seguro que de aquí adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de las
cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor
natural.
-Desa manera -replicó don Quijote-.
vivirás sobre la haz de la tierra; porque después de a los padres, a los amos
se ha de respetar como si lo fuesen.