-Paréceme, señor mío, que todas estas
desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del
pecado cometido por vuestra merced contra la orden de su caballería, no
habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la
reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de
cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que
no me acuerdo bien.
--Tienes mucha razón, Sancho -dijo don
Quijote-; mas, para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria; y
también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en
tiempo te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda; que modos hay
de composición en la orden de la caballería para todo.
-Pues ¿juré yo algo, por dicha? –respondió
Sancho.
-No importa que no hayas jurado -dijo don
Quijote-: basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y,
por sí o por no, no será malo proveemos de remedio.
-Pues si ello es así -dijo Sancho-, mire
vuestra merced no se le torne a olvidar esto, como lo del juramento; quizá les
volverá la gana a las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con
vuestra merced, si le ven tan pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la
noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se
recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que perecían de hambre; que
con la falta de las alforjas les faltó toda la despensa y matalotaje. Y para
acabar de confirmar esta desgracia, les sucedió una aventura, que, sin
artificio alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que la noche cerró con
alguna escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues
aquel camino era real, a una o dos leguas, de buena razón hallaría en él alguna
venta. Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el
amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia
ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían.
Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo; tiró el
uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron
quedos, mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres
se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían; a cuya
vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se
le erizaron a don Quijote, el cual, animándose un poco, dijo:
-Esta, sin duda, Sancho, debe de ser
grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo
mi valor y esfuerzo.
-¡Desdichado de mí! -respondió Sancho-; si
acaso esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá
costillas que la sufran?
-Por más fantasmas que sean -dijo don
Quijote-, no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa; que si la otra
vez se burlaron contigo, fue porque no pude yo saltar las paredes del corral;
pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiere esgremir mi
espada.
-Y si le encantan y entomecen, como la
otra vez lo hicieron -dijo Sancho-, ¿qué aprovechará estar en campo abierto, o
no?
-Con todo eso -replicó don Quijote-, te
mego, Sancho, que tengas buen ánimo; que la experiencia te dará a entender el
que yo tengo.
-Sí tendré, si a Dios place -respondió
Sancho.
Y apartándose los dos a un lado del
camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que
caminaban podía ser, y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya
temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó
a dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana; y creció más el
batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era; porque descubrieron
hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las
manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual
seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas; que
bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban. Iban los
encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva. Esta extraña
visión, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el
corazón de Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera en cuanto a don Quijote;
que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo. Lo contrario le avino
a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que
aquélla era una de las aventuras de sus libros.
Figurósele que la litera eran andas donde
debía de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a el solo estaba
reservada, y, sin hacer otro discurso, enristró su lanzón, púsose bien en la
silla, y con gentil brío y continente se puso en la mitad del camino por donde
los encamisados forzosamente habían de pasar, y cuando los vio cerca, alzó la
voz y dijo:
-Deteneos, caballeros, o quienquiera que
seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que
en aquellas andas lleváis; que, según las muestras, o vosotros habéis fecho, o
vos han fecho, algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o
bien para castigaros del mal que fecistes, o bien para vengaros del tuerto que
vos ficieron.
-Vamos de priesa -respondió uno de los
encamisados-, y está la venta lejos, y no nos podemos detener a dar tanta
cuenta como pedís.
Y picando la muía, pasó adelante. Sintióse
desta respuesta grandemente don Quijote, y trabando el freno, dijo:
-Deteneos, y sed más bien criado, y dadme
cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del
freno se espantó de manera, que, alzándose en los pies, dio con su dueño por
las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado,
comenzó a denostar a don Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar más,
enristrando su lanzón, arremetió a uno de los enlutados, y mal ferido dio con
él en tierra; y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza
que los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante le
hablan nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso.
Todos los encamisados eran gente medrosa y
sin armas, y así, con facilidad en un momento dejaron la refriega y comenzaron
a correr por aquel campo, con las hachas encendidas, que no parecían sino a los
de las máscaras que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados
asimesmo, revueltos y envueltos en sus faldamentos y lobas, no se podían mover;
así que. muy a su salvo, don Quijote los apaleó a todos, y les hizo dejar el
sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquél no era hombre, sino
diablo del infierno, que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera
llevaban.
Todo lo miraba Sancho, admirado del
ardimiento de su señor, y decía entre si: «Sin duda, este mi amo es tan
valiente y esforzado como él dice.»
Estaba una hacha ardiendo en el suelo,
junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver don Quijote; y,
llegándose a él, le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se
rindiese; si no, que le mataría. A lo cual respondió el caído:
-Hado rendido estoy, pues no me puedo
mover; que tengo una pierna quebrada: suplico a vuestra merced, si es caballero
cristiano, que no me mate; que cometerá un gran sacrilegio: que soy licenciado
y tengo las primeras órdenes.
-Pues ¿quién diablos os ha traído aquí
-dijo don Quijote-, siendo hombre de Iglesia?
-¿Quién, señor? -replicó el caído-. Mi
desventura.
-Pues otra mayor os amenaza -dijo don
Quijote-, si no me satisfacéis a todo cuanto primero os pregunté.
-Con facilidad será vuestra merced
satisfecho -respondió el licenciado-: y así, sabrá vuestra merced que, aunque
denantes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller, y llámome Alonso
López; soy natural de Alcobendas; vengo de la ciudad de Baeza, con otros once
sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas; vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerno
muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza.
donde fue depositado, y ahora, como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura,
que está en Segovia, de donde es natural.
-¿Y quién le mató? -preguntó don Quijote.
-Dios, por medio de unas calenturas
pestilentes que le dieron -respondió el bachiller.
-Desa suerte -dijo don Quijote-, quitado
me ha nuestro Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro
alguno le hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien le mató, no hay sino
callar y encoger los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mi mismo me matara.
Y quiero que sepa vuestra reverencia que yo soy un caballero de la Mancha,
llamado don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando
tuertos y desfaciendo agravios.
-No sé cómo pueda ser eso de enderezar
tuertos -dijo el bachiller-, pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome
una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y
el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me
quedaré agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que
vais buscando aventuras.
-No todas las cosas -respondió don
Quijote- suceden de un mismo modo. El daño estuvo, señor bachiller Alonso
López, en venir, como veníades, de noche, vestidos con aquellas sobrepellices,
con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente
semejábades cosa mala y del otro mundo; y así, yo no pude dejar de cumplir con
mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente supiera que
érades los mesmos satanases del infierno: que por tales os juzgué y tuve
siempre.
-Ya que así lo ha querido mi suerte -dijo
el bachiller-, suplico a vuestra merced, señor caballero andante, que tan mala
andanza me ha dado, me ayude a salir de debajo desta mula que me tiene tomada
una pierna entre el estribo y la silla.
-¡Hablara yo para mañana! -dijo don
Quijote-. Y ¿hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro afán?
Dio luego voces a Sancho Panza que
viniese; pero él no se curó de venir, porque andaba ocupado desvalijando una
acémila de repuesto que traían aquellos buenos señores, bien bastecida de cosas
de comer. Hizo Sancho costal de su gabán y, recogiendo todo lo que pudo y cupo
en el talego, cargó su jumento, y luego acudió a las voces de su amo, y ayudó a
sacar al señor bachiller de la opresión de la muía, y, poniéndole encima della,
le dio la hacha; y don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus
compañeros, a quien de su parte pidiese perdón del agravio que no había sido en
su mano dejar de haberle hecho. Díjole también Sancho:
-Si acaso quisieren saber esos señores
quién ha sido el valeroso que tales los puso, diráles vuestra merced que es el
famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero de
la Triste Figura.
Con esto se fue el bachiller, y don
Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle el Caballero de la
Triste Figura, más entonces que nunca.
-Yo se lo diré -respondió Sancho-: porque
le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel
malandante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura, de poco
acá, que jamás he visto; y débelo de haber causado, o ya el cansancio deste
combate, o ya la falta de las muelas y dientes.
-No es eso -respondió don Quijote-; sino
que el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas
le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo
tomaban todos los caballeros pasados: cuál se llamaba el de la Ardiente
Espada, cuál, el del Unicornio aquél, el de las Doncellas;
aquéste, el del Ave Fénix; el otro, el Caballero del Grifo;
estótro, el de la Muerte; y por estos nombres e insignias eran conocidos
por toda la redondez de la tierra. Y así, digo que el sabio ya dicho te habrá
puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de
la Triste Figura, como pienso llamarme desde hoy en adelante, y para que mejor
me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi
escudo una muy triste figura.
-No hay para qué gastar tiempo y dineros
en hacer esa figura -dijo Sancho-; sino lo que se ha de hacer es que vuestra
merced descubra la suya y dé rostro a los que le miraren; que, sin más ni más,
y sin otra imagen ni escudo, le llamarán el de la Triste Figura; y créame, que
le digo verdad; porque le prometo a vuestra merced, señor, y esto sea dicho en
burlas, que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que. como
ya tengo dicho, se podrá muy bien excusar la triste pintura.
Rióse don Quijote del donaire de Sancho;
pero, con todo, propuso de llamarse de aquel nombre, en pudiendo pintar su
escudo, o rodela, como había imaginado. Y díjole:
-Yo entiendo, Sancho, que quedo
descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, juxta
illud: Si quis suadente diabolo etc., aunque sé bien que no puse las manos,
sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a
cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que
soy, sino a fantasmas y a vestigios del otro mundo. Y cuando eso así fuese, en
la memoria tengo lo que le pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la silla del
embajador de aquel rey delante de Su Santidad del Papa, por lo cual lo
descomulgue, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y
valiente caballero.
En oyendo esto el bachiller, se fue, como
queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo
que venía en la litera eran huesos, o no; pero no lo consintió Sancho,
diciéndole:
-Señor, vuestra merced ha acabado esta
peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto; esta gente,
aunque vencida y desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta de que los
venció sola una persona, y, corridos y avergonzados desto, volviesen a
rehacerse y a buscamos, y nos diesen en qué entender. El jumento está como conviene;
la montaña, cerca; la hambre carga: no hay que hacer sino retiramos con gentil
compás de pies, y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la
hogaza.
Y antecogiendo su asno, rogó a su señor
que le siguiese; el cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle a
replicar le siguió. Y a poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, se
hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió
el jumento, y tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre,
almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mesmo punto, satisfaciendo sus
estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto (que
pocas veces se dejan mal pasar) en la acémila de su repuesto traían. Mas
sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y fue que
no tenían vino que beber, ni aun agua que llegar a la boca; y, acosados de la
sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y
menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.