Viéndose tan malparado don Quijote, dijo a
su escudero:
-Siempre, Sancho, lo he oído decir; que el
hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me
dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho; paciencia, y escarmentar
para desde aquí adelante.
-Así escarmentará vuestra merced
-respondió Sancho- como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubiera creído
se hubiera excusado este daño, créame ahora y se excusará otro mayor; porque le
hago saber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerías; que no se le
da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me
parece que sus saetas me zumban por los oídos.
-Naturalmente eres cobarde, Sancho –dijo
don Quijote-; pero porque no digas que soy contumaz y que jamás hago lo que me
aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que
tanto temes; mas ha de ser con una condición: que jamás, en vida ni en muerte,
has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por
complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde
ahora para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que
mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres. Y no me
repliques más; que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro,
especialmente déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo,
estoy ya para quedarme, y para aguardar aquí solo, no solamente la Santa
Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de los doce tribus de Israel,
y a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los hermanos y
hermandades que hay en el mundo.
-Señor -respondió Sancho-, que el retirar
no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la
esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse todo en
un día. Y sepa que, aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto
que llaman buen gobierno: así que no se arrepienta de haber tomado mi consejo,
sino suba en Rocinante, si puede, o si no, yo le ayudaré, y sígame; que el
caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.
Subió don Quijote sin replicarle más
palabra, y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra
Morena, que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda, e
ir a salir al Viso, o a Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por
aquellas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase. Animóle a
esto haber visto que de la refriega de los galeotes se había escapado libre la
despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que
llevaron y buscaron los galeotes. Aquella noche llegaron a la mitad de las
entrañas de Sierra Morena, adonde le pareció a Sancho pasar aquella noche, y
aun otros algunos días, a lo menos, todos aquellos que durase el matalotaje que llevaba, y así,
hicieron noche entre dos peñas y entre muchos alcornoques. Pero la suerte
fatal, que, según opinión de los que no tienen lumbre de la verdadera fe, todo
lo guía, guisa y compone a su modo, ordenó que Ginés de Pasamonte, el famoso
embustero y ladrón que de la cadena, por virtud y locura de don Quijote, se
había escapado, llevado del miedo de la Santa Hermandad, de quien con justa
razón temía, acordó de esconderse en aquellas montañas, y llevóle su suerte y
su miedo a la misma parte donde había llevado a don Quijote y a Sancho Panza, a
hora y tiempo que los pudo conocer, y a punto que los dejó dormir; y como
siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad sea ocasión de acudir a lo
que no se debe, y el remedio presente venza a lo por venir, Ginés, que no era
ni agradecido ni bien intencionado, acordó de hurtar el asno a Sancho Panza, no
curándose de Rocinante, por ser prenda tan mala para empeñada como para
vendida. Dormía Sancho Panza, hurtóle su jumento, y antes que amaneciese se
halló bien lejos de poder ser hallado.
Salió el aurora alegrando la tierra y
entristeciendo a Sancho Panza, porque halló menos su rucio; el cual, viéndose
sin él, comenzó a hacer el más triste y doloroso llanto del mundo, y fue de
manera que don Quijote despertó a las voces, y oyó que en ellas decía:
-¡Oh hijo de mis entrañas, nacido en mi
mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos,
alivio de mis cargas, y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona,
porque con veintiséis maravedís que ganabas cada día mediaba yo mi despensa!
Don Quijote, que vio el llanto y supo la
causa, consoló a Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que tuviese
paciencia, prometiéndole de darle una cédula de cambio para que le diesen tres
en su casa, de cinco que había dejado en ella. Consolóse Sancho con esto, y
limpió sus lágrimas, templó sus sollozos, y agradeció a don Quijote la merced
que le hacia; al cual, como entró por aquellas montañas, se le
alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras
que buscaba. Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en
semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes y iba
pensando en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas, que de ninguna
otra se acordaba. Ni Sancho llevaba
otro cuidado (después que le pareció que caminaba por parte segura) sino de
satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían
quedado; y así, iba tras su amo, cargado con todo aquello que había de llevar
el rucio, sacando de un costal y embaulando en su panza; y no se le diera por
hallar otra aventura, entretanto que iba de aquella manera, un ardite.
En esto, alzó los ojos, y vio que su amo
estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que
estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle, si
fuese menester; y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón
un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo, y
deshechos; mas pesaban tanto, que fue necesario que Sancho se apease a
tomarlos, y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venia. Hízolo con
mucha presteza Sancho; y, aunque la maleta venia cerrada con una cadena y su
candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro
camisas de delgada holanda, y otras cosas de lienzo no menos curiosas que
limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro; y así
como los vio, dijo:
-¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha
deparado una aventura que sea de
provecho!
Y buscando más, halló un librillo de
memoria, ricamente guarnecido. Este le pidió don Quijote, y mandóle que guardase
el dinero y lo tomase para él. Besóle las manos Sancho por la merced y,
desvalijando a la valija de su lencería, la puso en el costal de la despensa.
Todo lo cual visto por don Quijote, dijo:
-Paréceme, Sancho y no es posible que sea
otra cosa, que algún caminante descaminado debió de pasar por esta sierra y,
salteándole malandrines, le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta
tan escondida parte.
-No puede ser eso -respondió Sancho-
porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.
-Verdad dices -dijo don Quijote-, y así,
no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas espérate: veremos si en este
librillo de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y venir
en conocimiento de lo que deseamos.
Abrióle, y lo primero que halló en él
escrito, como en borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que,
leyéndole alto, porque Sancho también lo oyese, vio que decía desta manera:
O le falta al Amor
conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues ¿quién
ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fui,
no acierto:
que tanto mal en tanto bien no cabe,
ni me viene del cielo esta ruina.
Presto habré de morir, que
es lo más cierto;
que al mal de quien la causa no se sabe
milagro es acedar la medicina.
-Por esta trova -dijo Sancho- no se puede
saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de
todo.
-¿Qué hilo está aquí? -dijo don Quijote.
-Paréceme -dijo Sancho- que vuestra
merced nombró ahí hilo.
-No dije sino Fili -respondió don
Quijote-, y éste, sin duda, es el nombre de la dama de quien se queja el autor
deste soneto; y a fe que debe de ser razonable poeta, o yo sé poco de arte.
-Luego ¿también -dijo Sancho- se le
entiende a vuestra merced de trovas?
-Y más de lo que tú piensas –respondió don
Quijote-, y veráslo cuando lleves una cada, escrita en verso de arriba abajo, a
mi señora Dulcinea del Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los
más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes
músicos; que estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a
los enamorados andantes. Verdad es que las coplas de los pasados caballeros
tienen más de espíritu que de primor.
-Lea más vuestra merced -dijo Sancho-; que
ya hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote, y dijo:
-Esto es prosa y parece cada.
-¿Carta misiva, señor? -preguntó Sancho.
-En el principio no parece sino de amores
-respondió don Quijote.
-Pues lea vuestra merced alto -dijo
Sancho-; que gusto mucho destas cosas de amores.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y leyéndola alto, como Sancho se lo había
rogado, vio que decía desta manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura me
llevan a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las
razones de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por
quien vale más que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no
envidiara yo dichas ajenas, ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu
hermosura han derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas
conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo
que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes
arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo.
Acabando de leer la cada, dijo don
Quijote:
-Menos por ésta que por los versos se
puede sacar más de que quien la escribió es algún desdeñado amante.
Y hojeando casi todo el librillo, halló
otros versos y cartas, que algunos pudo leer y otros no; pero lo que todos
contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores: favores y
desdenes solenizados los unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro,
pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda ella, ni en el cojín, que no
buscase, escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de
lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal
recado: tal golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban
de ciento. Y aunque no halló más de lo hallado, dio por bien empleados los
vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las
puñadas del harriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán, y toda la
hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor,
pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recebida de la
entrega del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la
Triste Figura de saber quién fuese el dueño de la maleta, conjeturando por el
soneto y cada, por el dinero en oro y por las tan buenas camisas, que debían de
ser de algún principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su
dama debían de haber conducido a algún desesperado término. Pero como por aquel
lugar inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder informarse,
no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que
Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre con imaginación
que no podía faltar por aquellas malezas alguna extraña aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio que
por cima de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando
un hombre de risco en risco y de mata en mata, con extraña ligereza. Figurósele
que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rebultados, los
pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones,
al parecer de terciopelo leonado; mas tan hechos pedazos, que por muchas partes
se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta; y aunque pasó con la
ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó el Caballero de
la Triste Figura; y aunque lo procuró, no pudo seguille, porque no era dado a
la debilidad de Rocinante andar por aquellas asperezas, y más siendo él de suyo
pasicorto y flemático. Luego imaginó don Quijote que aquél era el dueño del
cojín y de la maleta, y propuso en si de buscalle, aunque supiese andar un año
por aquellas montañas, hasta hallarle; y así, mandó a Sancho que se apease del
asno y atajase por la una parte de la montaña; que él iría por la otra, y
podría ser que topasen, con esta diligencia, con aquel hombre que con tanta
priesa se les había quitado de delante.
-No podré hacer eso -respondió Sancho-;
porque, en apartándome de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me
asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones. Y sírvale esto que digo de
aviso, para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia.
-Así será -dijo el de la Triste Figura-, y
yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de
faltar, aunque te falte el ánima del cuerno. Y yente ahora tras mí poco a poco,
o como pudieres, y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá
toparemos con aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que
el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
-Harto mejor sería no buscalle; porque si
le hallamos y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que lo tengo de
restituir; y así, fuera mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo
con buena fe, hasta que por otra vía menos curiosa y diligente pareciera su
verdadero señor; y quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el
rey me hacía franco.
-Engáñaste en eso, Sancho -respondió don
Quijote-; que ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño, cuasi
delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos; y cuando no le buscásemos,
la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa
como si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que
a mí se me quitará si le hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho
a pie y cargado, merced a Ginesitio de Pasamonte; y, habiendo rodeado parte de
la montaña, hallaron en un arroyo caída, muerta, y medio comida de perros y
picada de grajos, una muía ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmé en
ellos más la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la muía y del
cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como de
pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su siniestra mano, parecieron una
buena cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de la montaña, pareció el
cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote y
rogóle que bajase donde estaban. El respondió a gritos que quién les había
traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras, o
de lobos y otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase;
que de todo le darían buena cuenta.
Bajó el cabrero, y en llegando adonde don
Quijote estaba, dijo:
-Apostaré que está mirando la muía de
alquiler que está muerta en esa hondonada. Pues a buena fe que ha ya seis meses
que está en ese lugar. Díganme, ¿han topado por ahí a su dueño?
-No hemos topado a nadie -respondió don
Quijote-, sino a un cojín y a una maletilla que no lejos deste lugar hallamos.
-También la hallé yo -respondió el
cabrero-; mas nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso de algún desmán y
de que no me la pidiesen por de hurto; que es el diablo sotil, y de debajo de
los pies se levanta allombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo
no.
-Eso mesmo es lo que yo digo –respondió
Sancho-; que también la hallé yo, y no quise llegar a ella con un tiro de
piedra; allí la dejé, y allí se queda como se estaba; que no quiero perro con
cencerro.
-Decidme, buen hombre -dijo don Quijote-,
¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas?
-Lo que sabré yo decir -dijo el cabrero-
es que habrá al pie de seis meses, poco más o menos, que llegó a una majada de
pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y
apostura, caballero sobre esa mesma muía que ahí está muerta, y con el mesmo
cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que cuál
parte desta sierra era la más áspera y escondida; dijimosle que era esta donde
ahora estamos, y es ansí la verdad; porque si entráis media legua mas adentro,
quizá no acertaréis a salir; y estoy maravillado de cómo habéis podido llegar
aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar encamine. Digo, pues, que,
en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas y encaminó hacia el
lugar donde le señalamos, dejándonos a todos contentos de su buen talle, y
admirados de su demanda y de la priesa con que le víamos caminar y volverse
hacia la sierra; y desde entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí a
algunos días salió al camino a uno de nuestros pastores y, sin decille nada, se
allegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del
hato, y le quitó cuanto pan y queso en ella traía; y con extraña ligereza,
hecho esto, se volvió a emboscar en la sierra. Como esto supimos algunos
cabreros, le anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra,
al cabo de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente
alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el
rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte, que apenas le conocíamos;
sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos
dieron a entender que era el que buscábamos. Saludónos cortésmente, y en pocas
y muy buenas razones nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de
aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por
sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era;
mas nunca lo pudimos acabar con él. Pedimosle también que cuando hubiese
menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le
hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto
tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo,
a los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos
pasados, y ofreció de pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar
molestia alguna a nadie. En cuanto a lo que tocaba a la estancia de su
habitación, dijo que no tenía otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde
le tomaba la noche; y acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien
fuéramos de piedra los que escuchado le habíamos si en él no le acompañáramos,
considerándole cómo le habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos
entonces. Porque, como tengo dicho, era muy gentil y agraciado mancebo, y en
sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana
persona; que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza
era tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad. Y estando en lo
mejor de su plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos en el suelo por un buen
espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando en qué había
de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo; porque, por lo que
hacia de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaña gran
rato, y otras veces cerrarlos, apretando los labios y enarcando las cejas,
fácilmente conocimos que algún accidente de locura le había sobrevenido. Mas él
nos dio a entender presto ser verdad lo que pensábamos; porque se levantó con
gran furia del suelo, donde se había echado, y arremetió con el primero que
halló junto a si, con tal denuedo y rabia, que si no se le quitáramos, le
matara a puñadas y a bocados; y todo esto hacia diciendo: «¡Ah fementido
Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me heciste; estas manos te
sacarán el corazón donde albergan y tienen manida todas las maldades juntas,
principalmente la fraude y el engaño!» Y a éstas añadía otras razones, que
todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando, y a tacharle de traidor y
fementido. Quitámossele, pues, con no poca pesadumbre, y él sin decir más
palabra, se apartó de nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y
malezas, de modo que nos imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos que la
locura le venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de
haber hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le
había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces, que
han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los pastores le den
de lo que llevan para comer, y otras a quitárselo por fuerza; porque cuando
está con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen
grado, no lo admite, sino que lo toma a puñadas; y cuando está en su seso lo
pide por amor de Dios, cortes y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias,
y no con falta de lágrimas. Y en verdad os digo, señores -prosiguió el
cabrero-, que ayer determinamos yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos
amigos míos, de buscarle hasta tanto que le hallemos, y después de hallado, ya
por fuerza, ya por grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está
de aquí ocho leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o
sabremos quién es cuando esté en su seso, y si tiene parientes a quien dar
noticia de su desgracia. Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me
habéis preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el
mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez, que ya le había dicho
don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra, el cual
quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber
quién era el desdichado loco, y propuso en silo mesmo que ya tenía pensado, de
buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase,
hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba,
porque en aquel mesmo instante pareció por entre una quebrada de una sierra,
que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba, el cual venia hablando
entre sí cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su
traje era cual se ha pintado, sólo que, llegando cerca, vio don Quijote que un
coleto hecho pedazos que sobre si traía era de ámbar; por donde acabó de
entender que persona que tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó
con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le
volvió las saludes con no menos comedimiento y, apeándose de Rocinante, con
gentil continente y donaire, le fue a abrazar, y le tuvo un buen espacio
estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido.
El otro, a quien podemos llamar el Roto de la mala Figura (como a don
Quijote el de la Triste), después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco
de sí y, puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando,
como que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la figura,
talle y armas de don Quijote que don Quijote lo estaba de verle a él. En
resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y dijo
lo que se dirá adelante.