26. Donde se prosigue la graciosa aventura
del titerero, con otras cosas en verdad harto buenas
Callaron todos, tirios y troyanos, quiero
decir, pendientes estaban todos los que el retablo miraban de la boca del
declarador de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de
atabales y trompetas, y dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo
breve, y luego alzó la voz el muchacho, y dijo:
-Esta verdadera historia que aquí a vuesas
mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las coránicas francesas
y de los romances españoles que andan en boca de las gentes, y de los
muchachos, por esas calles. Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos
a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de moros, en la
ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y
vean vuesas mercedes allí cómo está jugando a las tablas don Gaiferos, según
aquello que se canta:
Jugando está a las tablas don Gaiferos,
que ya de Melisendra está olvidado.
Y aquel personaje que allí asoma con corona en la cabeza y ceptro
en las manos es el emperador Carlo Magno, padre putativo de la tal Melísendra,
el cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y
adviertan con la vehemencia y ahínco que le tiñe, que no parece sino que le
quiere dar con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que
dicen que se los dio, y muy bien dados; y después de haberle dicho muchas cosas
acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa,
dicen que le dijo:
-«Harto os he dicho:
miradlo.»
Miren vuesas mercedes también cómo el emperador vuelve las
espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven cómo arroja,
impaciente de la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas, y pide apriesa
las armas, y a don Roldán su primo pide prestada su espada Durindana, y cómo
don Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil
empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes
dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, sí bien estuviese metida
en el más hondo centro de la tierra; y con esto, se entra a armar, para ponerse
luego en camino. Vuelvan vuesas mercedes los ojos a aquella torre que allí
parece, que se presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que
ahora llaman la Aljaferia; y aquella dama que en aquel balcón parece, vestida a
lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía a mirar
el camino de Francia, y puesta la imaginación en Pajis y en su esposo, se
consolaba en su cautiverio. Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá
no visto jamás. ¿No veen aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el
dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da
un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a
limpiárselos con la blanca manga de la camisa, y cómo se lamenta, y se arranca
de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio.
Miren también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey
Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto
que era un pariente y gran privado suyo, le mando luego prender, y que le den
docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad, “con
chilladores delante y envaramiento detrás”; y veis aquí donde salen a ejecutar
la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa;
porque entre moros no hay «traslado a la parte», ni «a prueba y estése» como
entre nosotros.
-Niño, niño -dijo con voz alta a esta
sazón don Quijote-, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las
curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas
pruebas y repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro:
-Muchacho, no te metas en dibujos, sino
haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano,
y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles.
-Yo lo haré así -respondió el muchacho, y
prosiguió diciendo-: Esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una
capa gascona, es la mesma de don Gaiferos; aquí su esposa, ya vengada del
atrevimiento del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha
puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo, creyendo que es
algún pasajero, con quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel
romance que dicen: Caballero, si a Francia ides, por Gaiferos preguntad; los
cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el
fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes
alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más
ahora que veemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del caballo
de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del
faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin
poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores
necesidades: pues llega don Gaiferos, y sin mirar si se rasgará o no el rico
faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un
brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la
manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo
que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora
Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los
relinchos del caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa
carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y
salen de la ciudad, y alegres y regocijados toman de París la vía. ¡Vais en
paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra
deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los
ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días
(que los de Nestor sean) que os quedan de la vida!
Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y
dijo:
-Llaneza, muchacho: no te encumbres; que
toda afectación es mala.
No respondió nada el intérprete; antes
prosiguió, diciendo:
-No faltaron algunos ociosos ojos, que lo
suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien
dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al arma; y miren con
qué priesa; que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas, que en todas
las torres de las mezquitas suenan.
-¡Eso no! -dijo a esta sazón don Quijote-.
En esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se
usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras
chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran
disparate.
Lo cual oído por maese Pedro, cesó el
tocar, y dijo:
-No mire vuesa merced en niñerías, señor
don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle.
¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil
impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera,
y se escuchan, no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue,
muchacho, y deja decir; que como yo llene mi talego, siquiera represente más
impropiedades que tiene átomos el sol.
-Así es la verdad -replicó don Quijote.
Y el muchacho dijo:
-Miren cuánta y cuán lucida caballería
sale de la ciudad en seguimiento de los dos católicos amantes; cuántas
trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y cuántos atabales y
atambores que retumban. Témome que los han de alcanzar, y los han de volver
atados a la cola de su mismo caballo, que seda un horrendo espectáculo.
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y
tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar ayuda a los que huían, y
levantándose en pie, en voz alta dijo:
-No Consentiré yo que en mis días y en mi
presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido
enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni
persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!
Y diciendo y haciendo, desenvainó la
espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista
furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a
unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre
otros. muchos, tiró un altibajo tal, que si ámese Pedro no se abaja, se encoge
y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa
de mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo:
-Deténgase vuesa merced, señor don
Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos
moros, sino unas figurillas de pasta. Mire, ¡pecador de mí!, que me destruye, y
echa a perder toda mi hacienda.
Mas no por esto dejaba de menudear don
Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en
menos de dos aedos, dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y
desmenuzadas todas sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido; y el
emperador Carlo Magno, partida la corona y la cabeza en dos partes. Alborotóse
el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados, de la ventana temió
el primo, acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor
grandísimo, porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había
visto a su señor con tan desatinada cólera. Hecho, pues, el general destrozo
del retablo, sosegóse un poco don Quijote, y dijo:
-Quisiera yo tener aquí delante en este
punto todos aquellos que no creen, ni quieren creer, de cuánto provecho sean en
el mundo los caballeros andantes: miren, si no me hallara yo aquí presente, qué
fuera del buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta
fuera ya la hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho
algún desaguisado. En resolución, ¡viva la andante caballería sobre cuantas
cosas hoy viven en la tierra!
-¡Viva en hora buena -dijo a esta sazón
con voz enfermiza maese Pedro-, y muera yo, pues soy tan desdichado, que puedo
decir con el rey don Rodrigo:
Ayer fui señor de España...,
y hoy no tengo una almena
que pueda decir que es mía!
No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de
reyes y de emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de
infinitos caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido,
pobre y mendigo, y, sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva
a mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada
deste señor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos,
y hace otras obras caritativas, y en mí sólo ha venido a faltar su intención
generosa, que sean benditos y alabados los cielos, allá donde tienen más
levantados sus asientos. En fin, el Caballero de la Triste Figura había de ser
aquel que había de desfigurar las mías.
Enternecióse Sancho Panza con las razones
de maese Pedro, y díjole:
-No llores, maese Pedro, ni te lamentes,
que me quiebras el corazón; porque te hago saber que es el mi señor don Quijote
tan católico y escrupuloso cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha
hecho algún agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas
ventajas.
-Conque me pagase el señor don Quijote
alguna parte de las hechuras que me ha deshecho quedaría contento, y su merced
aseguraría su conciencia; porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra
la voluntad de su dueño y no lo restituye.
-Así es -dijo don Quijote-; pero hasta
ahora yo no sé que tenga nada vuestro, maese Pedro.
-¿Cómo no? -respondió maese Pedro-. Y
estas reliquias que están por este duro y estéril suelo, ¿quién las esparció y
aniquiló sino la fuerza invencible dese poderoso brazo? Y ¿cuyos eran sus
cuernos sino míos? Y ¿con quién me sustentaba yo sino con ellos?
-Ahora acabo de creer -dijo a este punto
don Quijote- lo que otras muchas veces he creído: que estos encantadores que me
persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos,
y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente
os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que
pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don
Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlo Magno Carlo Magno: por eso se me alteró la
cólera, y por cumplir con mi profesión de caballero andante, quise dar ayuda y
favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis visto; si
me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y,
con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo
mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas;
que yo me ofrezco a pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana.
Inclinóse maese Pedro, diciéndole:
-No esperaba yo menos de la inaudita
cristiandad del valeroso don Quijote de la Mancha, verdadero socorredor y
amparo de todos los necesitados y menesterosos vagamundos; y aquí el señor
ventero y el gran Sancho serán medianeros y apreciadores entre vuesa merced y
mi de lo que valen o podían valer las ya deshechas figuras.
El ventero y Sancho dijeron que así lo
harían, y luego maese Pedro alzó del suelo con la cabeza menos al rey Marsilio
de Zaragoza, y dijo:
-Ya se vee cuán imposible es volver a este
rey a su ser primero, y así, me parece, salvo mejor juicio, que se me dé por su
muerte, fin y acabamiento cuatro reales y medio.
-Adelante -dijo don Quijote.
-Pues por esta abertura de arriba abajo
-prosiguió maese Pedro, tomando en las manos al partido emperador Carlo Magno-,
no seria mucho que pidiese yo cinco reales y un cuartillo.
-No es poco -dijo Sancho.
-Ni mucho -replicó el ventero-: médiese la
partida y señálensele cinco reales.
-Dénsele todos cinco y cuartillo -dijo don
Quijote-; que no está en un cuartillo más a menos la monta desta notable
desgracia; y acabe presto maese Pedro; que se hace hora de cenar, y yo tengo
ciertos barruntos de hambre.
-Por esta figura -dijo maese Pedro- que
está sin narices y un ojo menos, que es de la hermosa Melisendra, quiero, y me
pongo en lo justo, dos reales y doce maravedís.
-Aun ahí sería el diablo -dijo don
Quijote-, si ya no estuviese Melisendra con su esposo, por lo menos, en la raya
de Francia; porque el caballo en que iban a mí me pareció que antes volaba que
corría; y así, no hay para qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome
aquí a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora
holgándose en Francia con su esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo suyo a
cada uno, señor maese Pedro, y caminemos con pie llano y con intención sana. Y
prosiga.
Maese Pedro, que vio que don Quijote
izquierdeaba y que volvía a su primer tema, no quiso que se le escapase, y así,
le dijo:
-Esta no debe de ser Melisendra, sino
alguna de las doncellas que la servían; y así, con sesenta maravedís que me den
por ella quedaré contento y bien pagado.
Desta manera fue poniendo precio a otras
muchas destrozadas figuras, que después lo moderaron los dos jueces árbitros,
con satisfación de las partes, que llegaron a cuarenta reales y tres
cuartillos; y además desto, que luego lo desembolsó Sancho, pidió maese Pedro
dos reales por el trabajo de tomar el mono.
-Dáselos Sancho -dijo don Quijote-, no
para tomar el mono, sino la mona, y docientos diera yo ahora en albricias a
quien me dijera con certidumbre que la señora doña Melisendra y el señor don
Gaiferos estaban ya en Francia y entre los suyos.
-Ninguno nos lo podrá decir mejor que mi
mono -dijo maese Pedro-; pero no habrá diablo que ahora le tome; aunque imagino
que el cariño y la hambre le han de forzar a que me busque esta noche, y
amanecerá Dios y verémonos.
En resolución, la borrasca del retablo se
acabó, y todos cenaron en paz y en buena compañía, a costa de don Quijote, que
era liberal en todo extremo.
Antes que amaneciese, se fue el que
llevaba las lanzas y las alabardas, y ya después de amanecido, se vinieron a
despedir de don Quijote el primo y el paje: el uno, para volverse a su tierra;
y el otro, a proseguir su camino, para ayuda del cual le dio don Quijote una
docena de reales. Maese Pedro no quiso volver a entrar en más dimes ni diretes
con don Quijote, a quien él conocía muy bien, y así, madrugó antes que el sol,
y cogiendo las reliquias de su retablo, y a su mono, se fue también a buscar
sus aventuras. El ventero, que no conocía a don Quijote, tan admirado le tenían
sus locuras como su liberalidad. Finalmente, Sancho le pagó muy bien, por orden
de su señor, y despidiéndose dél, casi a las ocho del día, dejaron la venta y
se pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dar lugar
a contar otras cosas pertenecientes a la declaración desta famosa historia.