23. De las admirables cosas que el
extremado don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos,
cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa
Las cuatro de la tarde serían, cuando el
sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos, dio lugar a don
Quijote para que sin color y pesadumbre contase a sus dos clarísimos oyentes lo
que en la cueva de Montesinos había visto, y comenzó en el modo siguiente:
-A obra de doce o catorce estados de la
profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio
capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. Entrale una pequeña
luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la
superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo, cuando ya
iba cansado y mohíno de yerme, pendiente y colgado de la soga, caminar por
aquella escura región abajo sin llevar cierto ni determinado camino, y así,
determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di voces pidiéndoos que no
descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese; pero no debistes de oírme.
Fui recogiendo la soga que enviábades, y haciendo della una rosca o rimero, me
senté sobre él pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al
fondo, no teniendo quién me sustentase; y estando en este pensamiento y
confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo; y
cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en
la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede crear la naturaleza,
ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos,
limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto; con todo
esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que
allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el
sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que
yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista un
real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de
transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes
puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano,
vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba; ceñíale
los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la
cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura;
no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas
nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente,
el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas
juntas, me suspendieron y admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue
abrazarme estrechamente, y luego decirme: «-Luengos tiempos ha, valeroso
caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades
encantadas esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y
cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos:
hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo
estupendo. Ven conmigo, señor clarísimo; que te quiero mostrar las maravillas
que este transparente alcázar solapa, de quien soy yo alcaide y guarda mayor
perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre. »
Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que en
el mundo de acá arriba se contaba, que él había sacado de la mitad del pecho,
con una pequeña daga, el corazón de su gran amigo Durandarte y llevádole a la
señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en
todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un
puñal buido, más agudo que una lezna.
-Debía de ser -dijo a este punto Sancho-
el tal puñal de Ramón de Hoces, el Sevillano.
-No sé -prosiguió don Quijote-; pero no
sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles,
donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de
importancia, ni turba ni altera la verdad y contexto de la historia.
-Así es -respondió el primo-: prosiga
vuesa merced, señor don Quijote; que le escucho con cl mayor gusto del mundo.
-No con menor lo cuento yo –respondió don
Quijote-; y así, digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino
palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro,
estaba un sepulcro de mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a
un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe
hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros
huesos Tenía la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa,
señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón; y
antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del
sepulcro, me dijo: «-Este es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los
caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado, como me
tiene a mi y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador que
dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo,
sino que supo, como dicen, un punto mas que el diablo. El como o para qué nos
encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos,
según imagino. Lo que a mí me admira es que sé, tan cierto como ahora es de
día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto
le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos
libras, porque, según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de
mayor valentía del que le tiene pequeño. Pues siendo esto así, y que realmente
murió este caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando, como
si estuviese vivo?» Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz, dijo:
«-¡Oh, mi primo Montesinos!,
lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto
y mi ánima arrancada,
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
sacándomele del pecho,
ya con puñal, ya con daga.»
Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante
el lastimado caballero, y, con lágrimas en los ojos, le dijo: «-Ya, señor
Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandaste en el aciago día de
nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase
una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí
con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la
tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y
limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos andado en las entrañas; y,
por más señas, primo de mi alma, en el primero lugar que topé saliendo de
Roncesvalles eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal, y
fuese, si no fresco, a lo menos, amojamado, a la presencia de la señora
Belerma; a la cual, con vos, y conmigo, y con Guadiana vuestro escudero, y con
la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de
vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha
muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros:
solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por
compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas
lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha,
las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las
dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan.
Guadiana vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido
en un río llamado de su mesmo nombre; el cual cuando llegó a la superficie de
la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que
os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero como no es
posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se
muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las
referidas lagunas, con las cuales, y con otras muchas que se llegan, entra
pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por donde quiera que va
muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de criar en sus aguas peces
regalados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del
Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo mío!, os lo he dicho muchas
veces; y como no me respondéis, imagino que no me dais crédito, o no me oís, de
lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora,
las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en
ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y
veréislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el
sabio Merlín: aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores
ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya
olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros
fuésemos desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están
guardadas.» «-Y cuando así no sea -respondió el lastimado Durandarte con voz
desmayada y baja-, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar.» Y
volviéndose de lado, tomó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra.
Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos, acompañados de profundos gemidos y
angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi por las paredes de cristal que por
otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas
vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco.
Al cabo y fin de las hileras venia una señora, que en la gravedad lo parecía,
asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban
la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras;
era cejijunta, y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los
labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien
puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un
lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia,
según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos cómo toda aquella gente de la
procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos
señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el
lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro
días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir,
lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y
que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la
causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo
podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza. «-Y no toma ocasión
su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres,
porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puedas;
sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que
le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si
esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea
del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo.»
«-Cepos quedos -dije yo entonces-, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su
historia como debe; que ya sabe que toda comparación es odiosa, y así, no hay
para que comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es quien
es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese aquí.» A
lo que él me respondió: «-Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced; que yo
confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora
Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber entendido, por no sé
qué barruntos, que vuesa merced es su caballero; para que me mordiera la lengua
antes de compararla sino con el mismo cielo.» Con esta satisfacción que me dio
el gran Montesinos se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oír que a
mi señora la comparaban con Belerma.
-Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de
cómo vuestra merced no se subió sobre el vejote, y le molió a coces todos los
huesos, y le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas.
-No, Sancho amigo -respondió don Quijote-;
no me estaba a mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener
respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que
lo son y están encantados: yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras
muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos.
A esta sazón dijo el primo:
-Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuesa
merced, en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá abajo, haya visto
tantas cosas y hablado y respondido tanto.
-¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.
-Poco más de una hora -respondió Sancho.
-Eso no puede ser -replicó don Quijote-,
porque allá me anocheció y amaneció, y torno a anochecer y a amanecer tres
veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas
y escondidas a la vista nuestra.
-Verdad debe de decir mi señor -dijo
Sancho-; que como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento,
quizá lo que a nosotros nos parece un hora, debe de parecer allá tres días con
sus noches.
-Así será -respondió don Quijote.
-Y ¿ha comido vuesa merced en todo este
tiempo, señor mío? -preguntó el primo.
No me he desayunado de bocado -respondió
don Quijote-, ni aun he tenido hambre, ni por pensamiento.
Y los encantados, ¿comen? -dijo el primo.
-No comen -respondió don Quijote-, ni
tienen excrementos mayores; aunque es opinión que les crecen las uñas, las
barbas y los cabellos.
-Y ¿duermen por Ventura los encantados,
señor? -preguntó Sancho.
-No, por cierto -respondió don Quijote-; a
lo menos, en estos tres días que yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el
ojo, ni yo tampoco.
-Aquí encaja bien el refrán -dijo Sancho-
de dime con quién andas, decirte he quién eres: ándase vuesa merced con
encantados ayunos y vigilantes: mirad si es mucho que ni coma ni duerma
mientras con ellos anduviere. Pero perdóneme vuesa merced, señor mío, si le
digo que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo,
si le creo cosa alguna.
-¿Cómo no? -dijo el primo-. Pues ¿había de
mentir el señor don Quijote, que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para
componer e imaginar tanto millón de mentiras?
-Yo no creo que mi señor miente respondió
Sancho.
-Si no, ¿qué crees? -le preguntó don
Quijote.
-Creo -respondió Sancho- que aquel Merlín o aquellos encantadores que
encantaron a toda la chusma que vuesa merced dice que ha visto y comunicado
allá abajo le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha
contado, y todo aquello que por contar le queda.
-Todo eso pudiera ser, Sancho –replicó don
Quijote-, pero no es así; porque lo que he contado lo vi por mis propios ojos y
lo toqué con mis mismas manos. Pero ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo,
entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales
despacio y a sus tiempos te las lié contando en el discurso de nuestro viaje,
por no ser todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos
amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras, y apenas las hube
visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos
aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hallamos a la salida del
Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía; respondióme que no; pero que él
imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos
días había que en aquellas prados habían parecido; y que no me maravillase
desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes
siglos, encantadas en diferentes y extrañas figuras, entre las cuales conocía
él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el vino a Lanzarote, cuando
de Bretaña vino.
Cuando Sancho oyó decir esto a su amo,
pensó perder el juicio, o morirse de risa; que como él sabia la verdad del
fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador, y el
levantador de tal testamento, acabó de conocer indubitablemente que su señor
estaba fuera de juicio y loco de todo punto, y así le dijo:
-En mala coyuntura y en peor sazón y en
aciago día bajó vuesa merced, caro patrón mío, al otro mundo, y en mal punto se
encontró con el señor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba
vuesa merced acá arriba, con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado,
hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores
disparates que pueden imaginarse.
-Como te conozco, Sancho –respondió don
Quijote-, no hago caso de tus palabras.
-Ni yo tampoco de las de vuesa merced
-replicó Sancho-, siquiera me hiera,
siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso decir si en
las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuesa merced, ahora que estamos
en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora nuestra ama? Y si la habló, ¿qué
dijo y qué le respondió?
-Conocíla -respondió don Quijote- en que
trae los mesmos vestidos que traía cuando tú me la mostraste. Habléla, pero no
me respondió palabra; antes me volvió las espaldas, y se fue huyendo con tanta
priesa, que no la alcanzara una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me
aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en balde, y más,
porque se llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome
asimesmo que, andando el tiempo, se me daría aviso cómo habían de ser
desencantados él, y Belerma, y Durandarte, con todos los que allí estaban; pero
lo que más pena me dio de las que allí vi y noté, fue que estándome diciendo
Montesinos estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese venir,
una de las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y llenos los ojos de
lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: «-Mi señora Dulcinea del Toboso besa
a vuesa merced las manos, y suplica a vuesa merced se la haga de hacerla saber
como está; y que, por estar en una gran necesidad, asímismo suplica a vuesa
merced cuan encarecidamente puede sea servido de prestarle sobre este faldellín
que aquí traigo, de cotonia nuevo, media docena de reales, o los que vuesa
merced tuviere; que ella da su palabra de volvérselos con mucha brevedad.»
Suspendióme y admiróme el tal recado, y volviéndome al señor Montesinos, le
pregunté: «-¿Es posible, señor Montesinos, que los encantados principales
padecen necesidad?» A lo que él me respondió: «-Créame vuesa merced, señor don
Quijote de la Mancha, que esta que llaman necesidad adonde quiera se usa, y por
todo se extiende, y a todos alcanza, y aun hasta a los encantados no perdona; y
pues la señora Dulcinea del Toboso envía a pedir esos seis reales, y la prenda
es buena, según parece, no hay sino dárselos; que sin duda debe de estar puesta
en algún grande aprieto.» «-Prenda, no la tomaré yo -le respondí-, ni menos le
daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales.» Los cuales le di
(que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los
pobres que topase por los caminos), y le dije: «-Decid, amiga mía, a vuesa
señora que a mi me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar
para remediarlos; y que le hago saber que yo no puedo ni debo tener salud
careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que le suplico cuan
encarecidamente puedo sea servida su merced de dejarse ver y tratar deste su
cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle también que cuando menos se
lo piense oirá decir cómo yo he hecho un juramento y voto, a modo dc aquel que
hizo el Marqués de Mantua de vengar a su sobrino Baldovinos, cuando le halló
para expirar en mitad de la montiña, que fue de no comer pan a manteles, con
las otras zarandajas que allí añadió, hasta vengarle; y así le haré yo de no
sosegar, y de andar las siete partidas del mundo, con más puntualidad que las
anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantaría.» «-Todo eso, y
más, debe vuesa merced a mi señora» -me respondió la doncella. Y tomando los
cuatro reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se
levantó dos varas de medir en el aire.
-¡Oh, santo Dios! -dijo a este tiempo
dando una grande voz Sancho-. ¿Es posible que tal hay en el mundo y que tengan
en él tanta fuerza los encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen
juicio de mi señor en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, por quien Dios es
que vuesa merced mire por sí, y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas
vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!
-Como me quieres bien, Sancho, hablas desa
manera -dijo don Quijote-; y como no estás experimentado en las cosas del
mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles;
pero andará el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las
que allá abajo he visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya
verdad ni admite réplica ni disputa.