22. Donde se da cuenta de la grande
aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a
quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha
Grandes fueron y muchos los regalos que
los desposados hicieron a don Quijote, obligados de las muestras que había dado
defendiendo su causa, y al par de la valentía le graduaron la discreción,
teniéndole por un Cid en las armas y por un Cicerón en la elocuencia. El buen
Sancho se refociló tres días a costa de los novios, de los cuales se supo que
no fue traza comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino
industria de Basilio, esperando della el mesmo suceso que se había visto; bien
es verdad que confesó que había dado parte de su pensamiento a alguno de sus
amigos, para que al tiempo necesario favoreciesen su intención y abonasen su
engaño.
-No se pueden ni deben llamar engaños
-dijo don Quijote- los que ponen la mira en virtuosos fines. Y que el de
casarse los enamorados era el fin de más excelencia, advirtiendo que el mayor
contrario que a amor tiene es la hambre y la continua necesidad; porque el amor
es todo alegría, regocijo y contento, y más cuando el amante está en posesión
de la cosa amada, contra quien son enemigos opuestos y declarados la necesidad
y la pobreza; y que todo esto decía con intención de que se dejase el señor
Basilio de ejercitar las habilidades que sabe, que aunque le daban fama, no le
daban dineros, y que atendiese a granjear hacienda por medios lícitos e
industriosos, que nunca faltan a los prudentes y aplicados. El pobre honrado
(si es que puede ser honrado el pobre) tiene prenda en tener mujer hermosa, que
cuando se la quitan, le quitan la honra y se la matan. La mujer hermosa y
honrada cuyo marido es pobre merece ser coronada con laureles y palmas de
vencimiento y triunfo. La hermosura, por sí sola, atrae las voluntades de
cuantos la miran y conocen, y como a señuelo gustoso se le abaten las águilas
reales y los pájaros altaneros; peto si a la tal hermosura se le junta la
necesidad y estrecheza, también la embisten los cuervos, los milanos y las
otras aves de rapiña; y la que está a tantos encuentros firme bien merece
llamarse corona de su marido.
-Mirad, discreto Basilio -añadió don
Quijote-: opinión fue de no sé qué sabio que no había en todo el mundo sino una
sola mujer buena, y daba por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella
sola buena era la suya, y así vivida contento. Yo no soy casado, ni hasta agora
me ha venido en pensamiento serlo; y, con todo esto, me atrevería a dar consejo
al que me lo pidiese, del modo que había de buscar la mujer con quien se
quisiese casar. Lo primero, le aconsejaría que mirase más a la fama que a la
hacienda: porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser
buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan a las honras de las mujeres las
desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas. Si traes buena
mujer a tu casa, fácil cosa seda conservarla, y aun mejorarla, en aquella
bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondrá el enmendarla; que no es
muy hacedero pasar de un extremo a otro. Yo no digo que sea imposible; pero
téngolo por dificultoso
Oía todo esto Sancho, y dijo entre si:
-Este mi amo, cuando yo hablo cosas de
meollo y de sustancia suele decir que podría yo tomar un púlpito en las manos y
irme por ese mundo adelante predicando lindezas; y yo digo dél que cuando
comienza a enhilar sentencias y a dar consejos, no sólo puede tomar un pálpito
en las manos, sino dos en cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres, boca?
¡Válate el diablo por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en
mi ánima que sólo podía saber aquello que tocaba a sus caballerías: pero no hay
cosa donde no pique y deje de meter su cucharada.
Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyóle su
señor, y preguntóle:
-¿Que murmuras, Sancho?
-No digo nada, ni murmuro de nada
-respondió Sancho-; sólo estaba diciendo entre mi que quisiera haber oído lo
que vuesa merced aquí ha dicho antes que me casara; que quizá dijera yo agora:
«El buey suelto bien se lame.»
-¿Tan mala es tu Teresa, Sancho? –dijo don
Quijote.
-No es muy mala -respondió Sancho-; pero
no es muy buena; a lo menos, no es tan buena como yo quisiera.
-Mal haces, Sancho -dijo don Quijote en
decir mal de tu mujer, que, en efecto, es madre de tus hijos.
No nos debemos nada -respondió Sancho-;
que también ella dice mal de mi cuando se le antoja, especialmente cuando está
celosa; que entonces, súfrala el mesmo Satanás.
Finalmente, tres días estuvieron con los
novios, donde fueron regalados y servidos como cuerpos de rey. Pidió don
Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la cueva de
Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si
eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos
contornos. El licenciado le dijo que le dada a un primo suyo, famoso estudiante
y muy aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le
pondría a la boca de la mesma cueva, y le enseñaría las lagunas de Ruidera,
famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España; y díjole que
llevaría con él gustoso entretenimiento, a causa que era mozo que sabia hacer
libros para imprimir, y para dirigirlos a príncipes. Finalmente, el primo vino
con una pollina preñada, cuya albarda cubría un gayado tapete o arpillera.
Ensilló Sancho a Rocinante y aderezó al rucio, proveyó sus alforjas, a las
cuales acompañaron las del primo,
asimismo bien proveídas, y encomendándose a Dios y despidiéndose de todos, se
pusieron en camino, tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos.
En el camino preguntó don Quijote al primo
de qué género y calidad eran sus ejercicios, su profesión y estudios; a lo que
él respondió que su profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios,
componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos
entretenimiento para la república; que el uno se intitulaba el de las
libreas, donde pintaba setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y
cifras, de donde podían sacar y tomar las que quisiesen en tiempo de fiestas y
regocijos los caballeros cortesanos, sin andarlas mendigando de nadie, ni
lambicando, como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus deseos e
intenciones.
-Porque doy al celoso, al desdeñado, al
olvidado y al ausente las que les convienen, que les vendrán más justas que
pecadoras. Otro libro tengo también, a quien he de llamar Matamorfóseos,
o Ovidio español, de invención nueva y rara; porque en él, imitando a
Ovidio a lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla, y el Angel de la
Magdalena, quién el Caño de Vecinguerra, de Córdoba, quiénes los Toros de
Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y Lavapiés, en Madrid, no
olvidándome de la del Piojo, de la del Caño dorado y de la Priora; y esto, con
sus alegorías, metáforas y translaciones, de modo, que alegran, suspenden y
enseñan a un mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a
Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande
erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de
gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a
Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el
primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al
pie de la letra, y lo autorizo con más de veinticinco autores: porque vea vuesa
merced si he trabajado bien, y si ha de ser útil el tal libro a todo el mundo.
Sancho, que había estado muy atento a la
narración del primo, le dijo:
-Dígame, señor, así Dios le dé buena
manderecha en la impresión de sus libros: ¿sabríame decir, que sí sabrá, pues
todo lo sabe, quién fue el primero que se rascó en la cabeza, que yo para mí
tengo que debió de ser nuestro padre Adán?
Sí sería -respondió el primo-; porque Adán
no hay duda sino que tuvo cabeza y cabellos; y siendo esto así, y siendo el
primer hombre del mundo, alguna vez se rascaría.
-Así lo creo yo -respondió Sancho--; pero
dígame ahora: ¿quién fue el primer volteador del mundo?
-En verdad, hermano -respondió el primo--,
que no me sabré determinar por ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré en
volviendo adonde tengo mis libros, y yo satisfaré cuando otra vez nos veamos;
que no ha de ser ésta la postrera.
-Pues mire, señor -replicó Sancho-: no
tome trabajo en esto; que ahora he caído en la cuenta de lo que le he
preguntado. Sepa que el primer
volteador del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del
cielo, que vino volteando hasta los abismos.
-Tienes razón, amigo -dijo el primo.
Y dijo don Quijote:
-Esa pregunta y respuesta no es tuya,
Sancho: a alguno las has oído decir.
-Calle, señor -replicó Sancho-; que a
buena fe que si me doy a preguntar y a responder, que no acabe de aquí a
mañana. Sí, que para preguntar necedades y responder disparates no he menester
yo andar buscando ayuda de vecinos.
-Más has dicho, Sancho, de lo que sabes
-dijo don Quijote-; que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas,
que después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni
a la memoria.
En estas y otras gustosas pláticas se les
pasó el día, y a la noche se albergaron en una pequeña aldea, adonde el primo
dijo a don Quijote que desde allí a la cueva de Montesinos no había más de dos
leguas, y que si llevaba determinado de entrar en ella, era menester proveerse
de sogas, para atarse y descolgarse en su profundidad.
Don Quijote dijo que aunque llegase al
abismo, había de ver dónde paraba; y así, compraron casi cien brazas de soga, y
otro día a las dos de la tarde llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y
ancha; pero llena de cambroneras y cabrahígos, de zarzas y malezas, tan espesas
y intrincadas, que de todo en todo la ciegan y encubren. En viéndola, se
apearon el primo, Sancho y don Quijote, al cual los dos le ataron luego fortísimamente
con las sogas; y en tanto que le fajaban y ceñían, le dijo Sancho:
-Mire vuesa merced, señor mío, lo que
hace: no se quiera sepultar en vida, ni se ponga adonde parezca frasco que le
ponen a enfriar en algún pozo. Sí, que a vuesa merced no le toca ni atañe ser
el escudriñador desta que debe de ser peor que mazmorra.
-Ata y calla -respondió don Quijote-; que
tal empresa como aquésta, Sancho amigo, para mí estaba guardada.
Y entonces dijo la guía:
-Suplico a vuesa merced, señor don
Quijote, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá dentro: quizá
habrá cosas que las ponga yo en el libro de mis Transformaciones.
-En manos está el pandero, que le sabrá
bien tañer -respondió Sancho Panza.
Dicho esto, y acababa la ligadura de don
Quijote (que no fue sobre el arnés, sino sobre el jubón de armar), dijo don
Quijote:
-Inadvertidos hemos andado en no habernos
proveído de algún esquilón pequeño, que fuera atado junto a mí en esta mesma
soga, con cuyo sonido se entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; pero pues
ya no es posible, a la mano de Dios, que me guíe.
Y luego se hincó de rodillas y hizo una
oración en voz baja al cielo, pidiendo a Dios le ayudase y le diese buen suceso
en aquella, al parecer, peligrosa y nueva aventura, y en voz alta dijo luego:
-¡Oh señora de mis acciones y movimientos,
clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos
las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza
te ruego las escuches; que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y
amparo, ahora que tanto le he menester. Yo voy a despeñarme, a empozarme y a
hundirme en el abismo que aquí se me
representa, sólo porque conozca el mundo que si tú me favoreces no habrá
imposible a quien yo no acometa y acabe.
Y en diciendo esto, se acercó a la sima,
vio no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza
de brazos, o a cuchilladas, y así, poniendo mano a la espada comenzó a derribar
y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo
ruido y estruendo salieron por ella infinidad de grandísimos cuervos y grajos,
tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él
fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y excusara
de encerrarse en lugar semejante.
Finalmente, se levantó, y viendo que no
salían más cuervos ni otras aves nocturnas, como fueron murciélagos, que
asimismo entre los cuervos salieron, dándole soga el primo y Sancho, se dejó
calar al fondo de la caverna espantosa; y al entrar, echándole Sancho su
bendición y haciendo sobre él mil cruces, dijo:
-¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto
con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá
vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe,
otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz desta vida, que dejas,
por enterrarte en esta escuridad que buscas!
Casi las mismas plegarias y deprecaciones
hizo el primo.
Iba don Quijote dando voces que le diesen
soga, y más soga, y ellos se la daban poco a poco; y cuando las voces, que
acanaladas por la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas
las cien brazas de soga, y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote,
pues no le podían dar más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora,
al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin
peso alguno, señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro, y
creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por
desengañarse; pero llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta brazas,
sintieron peso, de que en extremo se alegraron. Finalmente, a las diez vieron
distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho, diciéndole:
-Sea vuesa merced muy bien vuelto, señor
mío; que ya pensábamos que se quedaba allá para casta.
Pero no respondía palabra don Quijote; y
sacándole del todo, vieron que traía cerrados los ojos, con muestras de estar
dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y, con todo esto, no
despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que
al cabo de un buen espacio volvió en sí, desperezándose, bien como si de algún
grave y profundo sueño despertara; y mirando a una y otra parte, como
espantado, dijo:
-Dios os lo perdone, amigos; que me habéis
quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto
ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida
pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh
desdichado Montesinos! ¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh
lloroso Guadiana, y vosotros sin dicha hijas de Ruidera, que mostráis en
vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos!
Con grande atención escuchaban el primo y
Sancho las palabras de don Quijote, que las decía como si con dolor inmenso las
sacara de las entrañas. Suplicáronle les diese a entender lo que decía, y les
dijese lo que en aquel infierno había visto.
-¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijote-.
Pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como luego veréis.
Pidió que le diesen algo de comer, que
traía grandísima hambre. Tendieron la arpillera del primo sobre la verde yerba,
acudieron a la despensa de sus alforjas, y sentados todos tres en buen amor y
compaña, merendaron y cenaron, todo junto. Levantada la arpillera, dijo don
Quijote de la Mancha:
-No se levante nadie, y estadme, hijos,
todos atentos.