20. Donde se cuentan las bodas de Camacho
el rico con el suceso de Basilio el pobre
Apenas la blanca aurora había dado lugar a
que el luciente Febo con el ardor de sus calientes rayos las líquidas perlas de
sus cabellos de oro enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus
miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba;
lo cual visto por don Quijote, antes que le despertase le dijo:
-¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos
viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser invidiado,
duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores, ni sobresaltan
encantamentos! Duerme, digo otra vez, y lo diré otras ciento, sin que te tengan
en continua vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar
deudas que debas, ni de lo que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña
y angustiada familia. Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te
fatiga, pues los límites de tus deseos no se extienden a más que a pensar tu
jumento; que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto; contrapeso y
carga que puso la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y
está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer
mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la
tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha de
sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y
abundancia.
A todo esto no respondió Sancho, porque
dormía, ni despertara tan presto si don Quijote con el cuento de la danza no le
hiciese volver en sí. Despertó, en fin, soñoliento y perezoso, y volviendo el
rostro a todas partes, dijo:
-De la parte desta enramada, si no me
engaño, sale un tufo y olor harto más de torreznos asados que de juncos y
tomillos: bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada que deben de
ser abundantes y generosas.
-Acaba, glotón -dijo don Quijote-: ven,
iremos a ver estos desposorios, por ver lo que hace el desdeñado Basilio.
-Mas que haga lo que quisiere -respondió
Sancho-: no fuera él pobre, y casárase con Quiteria. ¿No hay más sino no tener
un cuarto y querer casarse por las nubes? A la fe, señor, yo soy de parecer que
el pobre debe de contentarse con lo que hallare, y no pedir cotufas en el
golfo. Yo apostaré un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y
si esto es así, como debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las
galas y las joyas que le debe de haber dado, y le puede dar Camacho, por
escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un buen
tiro de barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en
la taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el
conde Dirlos; pero cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen dinero,
tal sea mi vida como ellas parecen. Sobre un buen cimiento se puede levantar un
buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del mundo es el dinero.
-Por quien Dios es, Sancho -dijo a esta
sazón don Quijote , que concluyas con
tu arenga; que tengo para mí que si te dejasen seguir en las que a cada paso
comienzas, no te quedaría tiempo para comer ni para dormir; que todo le
gastarías en hablar.
-Si vuestra merced tuviera buena memoria
-replicó Sancho-, debiérase acordar de los capítulos de nuestro concierto antes
que esta última vez saliésemos de casa: uno de ellos fue que me había de dejar
hablar todo aquello que quisiese, conque no fuese contra el prójimo ni contra
la autoridad de vuestra merced; y hasta agora me parece que no he contravenido
contra el tal capítulo.
-Yo no me acuerdo, Sancho –respondió don
Quijote-, del tal capítulo; y puesto que sea así, quiero que calles y vengas;
que ya los instrumentos que anoche oímos vuelven a alegrar los valles, y sin
duda los desposorios se celebrarán en el frescor de la mañana, y no en el calor
de la tarde.
Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y
poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio, subieron los dos, y paso
ante paso se fueron entrando por la enramada. Lo primero que se le ofreció a la
vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero
novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y
seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa
de las demás ollas; porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un
rastro de carne: así embebían y encerraban en si carneros enteros, sin echarse
de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin
pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarías en las ollas no
tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados
de los árboles para que el aire los enfriase.
Contó Sancho más de sesenta zaques de más
de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos
vinos; así había rimeros de pan blanquísimo como los suele haber de montones de
trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos en rejales, formaban una
muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír
cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían
en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.
Los cocineros y cocineras pasaban de
cincuenta, todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado
vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por
encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes
no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de
manifiesto en una grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico;
pero tan abundante, que podía sustentar a un ejército.
Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo
contemplaba, y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo
las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le
aficionaron la voluntad los zaques; y últimamente las frutas de sartén, si es
que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo
sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos
cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un
mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió:
-Hermano, este día no es de aquellos sobre
quien tiene juridición la hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay
por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.
-No veo ninguno -respondió Sancho.
-Esperad -dijo el cocinero-. ¡Pecador de
mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!
Y diciendo esto, asió de un caldero, y
encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos
gansos, y dijo a Sancho:
-Comed, amigo, y desayunaos con esta
espuma, en tanto que se llega la hora del yantar.
-No tengo en qué echarla -respondió
Sancho.
-Pues llevaos -dijo el cocinero- la
cuchara y todo; que la riqueza y el contento de Camacho todo lo suple.
En tanto, pues, que esto pasaba Sancho,
estaba don Quijote mirando cómo por una parte de la enramada entraban hasta
doce labradores sobre doce hermosísimas yeguas, con ricos y vistosos jaeces de
campo y con muchos cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y
fiesta; los cuales, en concertado tropel, corrieron no una, sino muchas
carreras por el prado, con regocijada algazara y grita, diciendo:
-¡Vivan Camacho y Quiteria, él tan rico
como ella hermosa, y ella la más hermosa del mundo!
Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí:
-Bien parece que éstos no han visto a mi
Dulcinea del Toboso; que sí la hubieran visto, ellos se fueran a la mano en las
alabanzas desta su Quiteria.
De allí a poco comenzaron a entrar por
diversas partes de la enramada muchas y diferentes danzas, entre las cuales
venía una de espadas, de hasta veinticuatro zagales de gallardo parecer y brío,
todos vestidos de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar,
labrados de varias colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero
mancebo, preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los
danzantes.
-Por ahora, bendito sea Dios, no se ha
herido nadie: todos vamos sanos.
Y luego comenzó a enredarse con los demás
compañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza, que aunque don Quijote
estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien como
aquélla.
También le pareció bien otra que entró de
doncellas hermosísimas, tan mozas, que, al parecer, ninguna bajaba de catorce
ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los cabellos
parte tranzados y parte sueltos; pero todos tan rubios, que con los del sol
podían tener competencia; sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines,
rosas, amaranto y madreselva compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una
anciana matrona; pero más ligeros y sueltos que sus años prometían. Ha cíales
el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos a la
honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del
mundo.
Tras ésta entró otra danza de artificio y
de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de
la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquél,
adornado de alas, arco, aljaba y saetas: éste, vestido de ricas y diversas
colores de oro y seda. Las ninfas que al Amor seguían traían a las espaldas en
pergamino blanco y letras grandes escritos sus nombres. Poesía era el titulo de
la primera; el de la segunda, Discreción; el de la tercera, Buen linaje; el de
la cuarta, Valentía. Del modo mesmo venían señaladas las que al Interés
seguían: decía Liberalidad el título de la primera; Dádiva el de la segunda;
Tesoro el de la tercera, y el de la cuarta, Posesión pacífica. Delante de todos
venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de
yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a
Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus cuadros
traía escrito: Castillo del buen recato. Hacíanles el son cuatro diestros
tañedores de tamboril y flauta.
Comenzaba la danza Cupido, y habiendo
hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que
se ponía entre las almenas del castillo, a la cual desta suerte dijo:
-Yo soy el Dios poderoso
en el aire y en la tierra
y en el ancho mar undoso,
y en cuanto el abismo encierra
en su báratro espantoso.
Nunca conocí qué es miedo;
todo cuanto quiero puedo,
aunque quiera lo imposible,
y en todo lo que es posible
mando, quito, pongo y vedo.
Acabo la copla, disparo una flecha por lo
alto del castillo y retiróse a su puesto. Salió luego el Interés, y hizo otras
dos mudanzas; callaron los tamborinos, y él dijo:
-Soy quien puede más que Amor.
y es Amor cl que me guía;
soy de la estirpe mejor
que el cielo en la tierra cría,
más conocida y mayor.
Soy el Interés, en quien
pocos suelen obrar bien,
y obrar sin mí es gran milagro;
y cual soy te me consagro,
por siempre jamás, amén.
Retiróse el Interés, y hízose adelante la
Poesía; la cual, después de haber hecho sus mudanzas como los demás, puestos
los ojos en la doncella del castillo, dijo:
-En dulcísimos conceptos,
la dulcísima Poesía,
altos, graves y discretos,
señora, el alma te envía
envuelta entre mil sonetos.
Si acaso no te importuna
mi porfía, tu fortuna,
de otras muchas invidiada,
será por mí levantada
sobre el cerco de la luna.
Desvióse la Poesía, y de la parte del
Interés salió la Liberalidad, y después de hechas sus mudanzas, dijo:
-Llaman Liberalidad
al dar que el extremo huye
de la prodigalidad,
y del contrario, que arguye
tibia y floja voluntad.
Mas yo, por te engrandecer,
de hoy más pródiga he de ser;
que aunque es vicio, es vicio honrado
y de pecho enamorado,
que en el dar se echa de ver.
Deste modo salieron y se retiraron todas
las figuras de las dos escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus
versos, algunos elegantes y algunos ridículos, y sólo tomó de memoria don
Quijote (que la tenía grande) los ya referidos; y luego se mezclaron todos,
haciendo y deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura; y cuando pasaba
el Amor por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas; pero el
Interés quebraba en él alcancías doradas.
Finalmente, después de haber bailado un
buen espacio, el Interés sacó un bolsón, que le formaba el pellejo de un gran
gato romano que parecía estar lleno de dineros, y arrojándole al castillo, con
el golpe se desencajaron las tablas y se cayeron, dejando a la doncella
descubierta y sin defensa alguna. Llegó el Interés con las figuras de su valía,
y echándola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y
cautivarla; lo cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de
quitársela; y todas las demostraciones que hacían eran al son de los
tamborinos, bailando y danzando concertadamente. Pusiéronlos en paz los
salvajes, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las
tablas del castillo, y la doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto
se acabó la danza, con gran contento de los que la miraban.
Preguntó don Quijote a una de las ninfas
que quién la había compuesto y ordenado. Respondióle que un beneficiado de
aquel pueblo, que tenía gentil caletre para semejantes invenciones.
-Yo apostaré -dijo don Quijote- que debe
de ser más amigo de Camacho que de Basilio el tal bachiller o beneficiado, y
que debe de tener más de satírico que de vísperas, ¡bien ha encajado en la
danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho!
Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:
-El rey es mi gallo; a Camacho me atengo.
-En fin -dijo don Quijote-, bien se
parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen: «¡Viva quien vence!»
-No sé de los que soy -respondió Sancho-;
pero bien sé que nunca de ollas de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como
es esta que he sacado de las de Camacho.
Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de
gallinas, y asiendo de una, comenzó a comer con mucho donaire y gana, y dijo:
-¡A la barba de las habilidades de
Basilio!; que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales. Dos
linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el
no tener; aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don
Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro
parece mejor que un caballo enalbardado. Así que vuelvo a decir que a Camacho
me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y
conejos; y de las de Basilio serán, si viene a mano, y aunque no venga sino al
pie, aguachirle.
-¿Has acabado tu arenga, Sancho? –dijo don
Quijote.
-Habréla acabado -respondió Sancho-,
porque veo que vuesa merced recibe pesadumbre con ella; que si esto no se
pusiera de por medio, obra había cortada para tres días.
-Plega a Dios, Sancho -replicó don
Quijote-, que yo te vea mudo antes que me muera.
-Al paso que llevamos -respondió Sancho-,
antes que vuesa merced se muera estaré yo mascando barro, y entonces podrá ser
que esté tan mudo, que no hable palabra hasta la fin del mundo, o, por lo
menos, hasta el día del juicio.
-Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho!
-respondió don Quijote-, nunca llegará tu silencio a do ha llegado lo que has
hablado, hablas y tienes de hablar en tu vida; y más, que está muy puesto en
razón natural que primero llegue el día de mi muerte que el de la tuya; y así,
jamás pienso verte mudo, ni aun cuando estás bebiendo o durmiendo, que es lo que
puedo encarecer.
-A buena fe, señor -respondió Sancho-, que
no hay que fiar en la descarnada, digo, en la muerte, la cual también come
cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba
las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene
esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa: de todo come y
a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus
alforjas. No es segador, que duerme las siestas; que a todas horas siega, y
corta así la seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle
y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se
haría; y aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta
de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua
fría.
-No más, Sancho -dijo a este punto don
Quijote-. Tente en buenas, y no te dejes Caer; que en verdad que lo que has
dicho de la muerte por tus rústicos términos es lo que pudiera decir un buen
predicador. Dígote, Sancho, que si como tienes buen natural tuvieras
discreción, pudieras tomar un púlpito en la mano y irte por ese mundo
predicando lindezas.
-Bien predica quien bien vive –respondió
Sancho-, y yo no sé otras tologías.
-Ni las has menester -dijo don Quijote-;
pero yo no acabo de entender ni alcanzar cómo siendo el principio de la
sabiduría el temor de Dios, tú, que temes más a un lagarto que a El, sabes
tanto.
-Juzgue vuesa merced, señor, de sus
caballerías -respondió Sancho-, y no se meta en juzgar de los temores o
valentías ajenas; que tan gentil temeroso soy yo de Dios como cada hijo de
vecino. Y déjeme vuesa merced despabilar esta espuma; que lo demás todas son
palabras ociosas, de que nos han de pedir cuenta en la otra vida.
Y diciendo esto, comenzó de nuevo a dar
asalto a su caldero, con tan buenos alientos, que despertó los de don Quijote,
y sin duda le ayudara, si no lo impidiera lo que es fuerza se diga adelante.