19. Donde se cuenta la aventura del pastor
enamorado, con otros en verdad graciosos sucesos
Poco trecho se había alongado don Quijote
del lugar de don Diego, cuando encontró con dos como clérigos o como
estudiantes y con dos labradores que sobre cuatro bestias asnales venían
caballeros. El uno de los estudiantes traía, como en portamanteo, en un lienzo
de bocací verde envuelto, al parecer, un poco de grana blanca y dos pares de
medias de cordellate: el otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima,
nuevas, y con sus zapatillas. Los labradores traían otras cosas, que daban
indicio y señal que venían de alguna villa grande, donde las habían comprado, y
las llevaban a su aldea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma
admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don Quijote,
y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los otros
hombres.
Saludóles don Quijote, y después de saber
el camino que llevaban, que era el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía,
y les pidió detuviesen el paso, porque caminaban más sus pollinas que su
caballo; y para obligarlos, en breves razones les dijo quién era, y su oficio y
profesión, que era de caballero andante que iba a buscar las aventuras por
todas las partes del mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote
de la Mancha, y por el apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto
para los labradores era hablarles en griego o en jerigonza; pero no para los
estudiantes, que luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote;
pero, con todo eso, le miraban con admiración y con respeto, y uno dellos le
dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino
determinado, como no le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa
merced se venga con nosotros: verá una de las mejores bodas y más ricas que
hasta el día de hoy se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas
a la redonda.
Preguntóle don Quijote si eran de algún
príncipe, que así las ponderaba.
-No son -respondió el estudiante- sino de
un labrador y una labradora; él, el más rico de toda esta tierra, y ella, la
más hermosa que han visto los hombres. El aparato con que se han de hacer es
extraordinario y nuevo; porque se han de celebrar en un prado que está junto al
pueblo de la novia, a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el
desposado se llama Camacho el rico; ella de edad diez y ocho años, y él de
veintidós: ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los
linajes de todo el mundo quieren decir que el de la hermosa Quiteria se
aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto: que las riquezas son
poderosas de soldar muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal, y
hásele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte,
que el sol se ha de ver en trabajo si quiere entrar a visitar las yerbas verdes
de que está cubierto el suelo. Tiene asimesmo malheridas danzas, así de espadas
como de cascabel menudo, que hay en su pueblo quien los replique y sacuda por
extremo; de zapateadores no digo nada, que es un juicio los que tienen muñidos;
pero ninguna de las cosas referidas, ni otras muchas que he dejado de referir,
ha de hacer más memorables estas bodas, sino las que imagino que hará en ellas
el despechado Basilio. Es este Basilio un zagal vecino del mesmo lugar de
Quiteria, el cual tenía su casa pared y medio de la de los padres de Quiteria,
de donde tomó ocasión el amor de renovar al mundo los ya olvidados amores de
Píramo y Tisbe; porque Basilio se enamoró de Quiteria desde sus tiernos y
primeros años, y ella fue correspondiendo a su deseo con mil honestos favores;
tanto, que se contaban por entretenimiento en el pueblo los amores de los dos
niños de Basilio y Quiteria. Fue creciendo la edad, y acordó el padre de Quiteria
de estorbar a Basilio la ordinaria entrada que en su casa tenía; y por quitarse
de andar receloso y lleno de sospechas, ordenó de casar a su hija con el rico
Camacho, no pareciéndole ser bien casarla con Basilio, que no tiene tantos
bienes de fortuna como de naturaleza; pues si va a decir las verdades sin
invidia, él es el más ágil mancebo que conocemos, gran tirador de barra,
luchador extremado y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta más que
una cabra y birla a los bolos como por encantamento; canta como una calandria,
y toca una guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo, juega una espada como
el más pintado.
-Por esa sola gracia -dijo a esta sazón
don Quijote- merecía ese mancebo no sólo casarse con la hermosa Quiteria, sino
con la mesma reina de Ginebra, si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y de
todos aquellos que estorbar lo quisieran.
-¡A mi mujer con eso! -dijo Sancho Panza,
que hasta entonces había ido callando y escuchando-; la cual no quiere sino que
cada uno case con su igual, ateniéndose al refrán que dicen «cada oveja con su
pareja». Lo que yo quisiera es que ese buen Basilio, que ya me le voy
aficionando, se casara con esa señora
Quiteria; que buen siglo hayan y buen poso (iba a decir al revés) los que
estorban que se casen los que bien se quieren.
-Si todos los que bien se quieren se
hubiesen de casar -dijo don Quijote-, quitaríase la elección y juridición a los
padres de casar sus hijos con quien y cuando deben: y si a la voluntad de las
hijas quedase escoger los maridos, tal habría que escogiese al criado de su
padre, y tal al que vio pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado,
aunque fuese un desbaratado espadachín; que el amor y la afición con facilidad
ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del
matrimonio está muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y
particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo, y
si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compañía segura y
apacible con quien acompañarse: pues ¿por qué no hará lo mesmo el que ha de
caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte, y más si la compañía le
ha de acompañar en la cama, en la mesa y en todas partes, como es la de la
mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría que una vez
comprada se vuelve, o se trueca o cambia; porque es accidente inseparable, que
dura lo que dura la vida: es un lazo que si una vez le echáis al cuello, se
vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la guadaña de la muerte, no hay
desatarle. Muchas más cosas pudiera decir en esta materia, si no lo estorbara
el deseo que tengo de saber si le queda más que decir al señor licenciado
acerca de la historia de Basilio.
A lo que respondió el estudiante
bachiller, o licenciado, como le llamó don Quijote:
-De todo no me queda más que decir sino
que desde el punto que Basilio supo que la hermosa Quiteria se casaba con
Camacho el rico, nunca más le han visto reír ni hablar razón concertada, y
siempre anda pensativo y triste, hablando entre sí mismo, con que da ciertas y
claras señales de que se le ha vuelto el juicio; come poco y duerme poco, y lo
que come son frutas, y lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la
tierra dura, como animal bruto; mira de cuando en cuando al cielo, y otras
veces clava los ojos en la tierra, con tal embelesamiento, que no parece mino
estatua vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, él da tales muestras de
tener apasionado el corazón, que tememos todos los que le conocemos que el dar
el sí mañana la hermosa Quiteria ha de ser la sentencia de su muerte.
-Dios lo hará mejor -dijo Sancho-; que
Dios, que da la haga, da la medicina; nadie sabe lo que está por venir: de aquí
a mañana muchas horas hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he
visto llover y hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche,
que no se puede mover otro día. Y díganme, ¿por ventura habrá quien se alabe
que tiene echado un clavo a la rodaja de la fortuna? No, por cierto; y entre el
sí y el no de la mujer no me atrevería yo a poner una punta de alfiler, porque
no cabría. Denme a mi que Quiteña quiera de buen corazón y de buena voluntad a
Basilio; que yo le daré a él un saco de buena ventura: que el amor, según yo he
oído decir, mira con tinos antojos, que hacen parecer oro al cobre, a la
pobreza riqueza, y a las lagañas perlas.
-¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas
maldito? -dijo don Quijote-. Que cuando comienzas a ensartar refranes y
cuentos, no te puede esperar sino el mesmo Judas, que le lleve. Dime, animal,
¿qué sabes tú de clavos, ni de rodajas, ni de otra cosa ninguna?
-¡Oh! Pues si no me entienden –respondió
Sancho-, no es maravilla que mis sentencias sean tenidas por disparates. Pero
no importa; yo me entiendo, y sé que no he dicho muchas necedades en lo que he
dicho; sino que vuesa merced, señor mío, siempre es friscal de mis dichos, y
aun de mis hechos.
-Fiscal has de decir -dijo don
Quijote-; que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te
confunda.
-No se apunte vuesa merced conmigo
-respondió Sancho-, pues sabe que no me he criado en la corte, ni he estudiado
en Salamanca, para saber si añado o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, que,
¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el
toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto del
hablar polido.
-Así es -dijo el licenciado-; porque no
pueden hablar tan bien los que se crían en las Tenerías y en Zocodover como los
que se pasean casi todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son
toledanos. El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los
discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque
hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje,
que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado Cánones
en Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras,
llanas y significantes.
-Si no os picárades más de saber más
menear las negras que lleváis que la lengua –dijo el otro estudiante-, vos
llevárades el primero en licencias, como llevastes cola.
-Mirad, bachiller -respondió el
licenciado-: vos estáis en la más errada opinión del mundo acerca de la
destreza de la espada, teniéndola por vana.
-Para mí no es opinión, sino verdad
asentada -replicó Corchuelo-; y si queréis que os lo muestre con la
experiencia, espadas traéis, comodidad hay, yo pulsos y fuerzas tengo, que
acompañadas de mi ánimo, que no es poco, os harán confesar que yo no me engaño.
Apeaos, y usad de vuestro compás de pies, de vuestros círculos y vuestros
ángulos y ciencia; que yo espero de haceros ver estrellas a medio día con mi
destreza moderna y zafia, en quien espero, después de Dios, que esta por nacer
hombre que me haga volver las espaldas, y que no le hay en el mundo a quien yo
no le haga perder tierra.
-En eso de volver, o no, las espaldas no
me meto -replicó el diestro-; aunque podría ser que en la parte donde la vez
primera clavásedes el pie, allí os abriesen la sepultura: quiero decir, que
allí quedásedes muerto por la despreciada destreza.
-Ahora se verá -respondió Corchuelo; y
apeándose con gran presteza de su jumento, tiró con furia de una de las espadas
que llevaba el licenciado en el suyo.
-No ha de ser así -dijo a este instante
don Quijote-; que yo quiero ser el maestro desta esgrima, y el juez desta
muchas veces no averiguada cuestión.
Y apeándose de Rocinante y asiendo de su
lanza, se puso en la mitad del camino, a tiempo que ya el licenciado, con
gentil donaire de cuerpo y compás de pies, se iba contra Corchuelo, que contra
él se vino, lanzando, como decirse suele, fuego por los ojos. Los otros dos
labradores del acompañamiento, sin apearse de sus polillas, sirvieron de
aspetatores en la mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses
y mandobles que tiraba Corchuelo eran sin número, más espesas que hígado y más
menudas que granizo. Arremetía como un león irritado; pero salíale al encuentro
una tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su
furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con
tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse. Finalmente, el
licenciado le contó a estocadas todos los botones de una media sotanilla que
traía vestida, haciéndole tiras los faldamentos, como colas de pulpo; derribóle
el sombrero dos veces, y cansóle de manera, que de despecho, cólera y rabia
asió la espada por la empuñadura, y arrojóla por el aire con tanta fuerza, que
uno de los labradores asistentes, que era escribano, que fue por ella, dio
después por testimonio que la alongó de sí casi tres cuartos de legua; el cual
testimonio sirve y ha servido para que se conozca y vea con toda verdad cómo la
fuerza es vencida del arte.
Sentóse cansado Corchuelo, y llegándose a
él Sancho, le dijo:
-Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced
toma mi consejo, de aquí adelante no ha de desafiar a nadie a esgrimir, sino a
luchar o a tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos a
quien llaman diestros he oído decir que meten una punta de una espada por el
ojo de una aguja.
-Yo me contento -respondió Corchuelo- de
haber caído de mi burra, y de que me haya mostrado la experiencia la verdad, de
quien tan lejos estaba.
Y levantándose, abrazó al licenciado, y
quedaron más amigos que de antes, y no queriendo esperar al escribano que había
ido por la espada, por parecerles que tardaría mucho; y así, determinaron
seguir, por llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.
En lo que faltaba del camino les fue
contando el licenciado las excelencias de la espada, con tantas razones
demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matemáticas, que todos
quedaron enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo, reducido de su
pertinacia.
Era anochecido; pero antes que llegasen
les pareció a todos que estaba delante del pueblo un cielo lleno de inumerables
y resplandecientes estrellas. Oyeron asimismo confusos y suaves sonidos de
diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues,
panderos y sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una
enramada que a mano habían puesto a la entrada del pueblo estaban todos llenos
de luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces no soplaba sino tan
manso, que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles.
Los músicos eran los regocijadores de la
boda, que en diversas cuadrillas por aquel agradable sitio andaban, unos
bailando y otros cantando, y otros tocando la diversidad de los referidos
instrumentos. En efecto, no parecía sino que por todo aquel prado andaba
corriendo la alegría y saltando el contento. Otros muchos andaban ocupados en
levantar andamios, de donde con comodidad pudiesen ver otro día las
representaciones y danzas que se habían de hacer en aquel lugar dedicado para
solenizar las bodas del rico Camacho y las exequias de Basilio.
No quiso entrar en el lugar don Quijote,
aunque se lo pidieron así el labrador como el bachiller; pero él dio por
disculpa, bastantísima a su parecer, ser costumbre de los caballeros andantes
dormir por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuese
debajo de dorados techos; y con esto, se desvió un poco del camino, bien contra
la voluntad de Sancho, viniéndosele a la memoria el buen alojamiento que había
tenido en el castillo o casa de don Diego.