14.
Donde se prosigue la aventura del caballero del Bosque
Entre muchas razones que pasaron don Quijote y el
caballero de la Selva, dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
-Finalmente, señor caballero, quiero que
sepáis que mi destino o, por mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de
la sin par Casildea de Vandalia. Llámola sin par porque no le tiene, así en la
grandeza del cuerpo como en el extremo del estado y de la hermosura. Esta tal
Casildea, pues, que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y encendidos
deseos con hacerme ocupar, como su madrina a Hércules, en muchos y diversos
peligros, prometiéndome al fin de cada uno que en el fin del otra llegaría el
de mi esperanza; pero así se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen
cuento, ni yo sé cuál ha de ser el último que dé principio al cumplimiento de
mis buenos deseos. Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella famosa
giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha
de bronce, y sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del
mundo. Llegué, vila y vencíla, y hícela estar queda y a raya, porque en más de
una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez también hubo que me mandó fuese
a tomar en peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando,
empresa más para encomendarse a ganapanes que a caballeros. Otra vez me mandó
que me precipitase y sumiese en la sima dc Cabra, peligro inaudito y temeroso y
que le trujese particular relación de lo que en aquella escura profundidad se
encierra. Detuve el movimiento a la Giralda, pesé los Toros de Guisando,
despeñéme en la sima y saqué a luz lo escondido de su abismo, y mis esperanzas,
muertas que muertas, y sus mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En
resolución, últimamente me ha mandado que discurra por todas las provincias de
España y hasta confesar a todos los andantes caballeros que por ellas vagaren
que ella sola es la más aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo
soy el más valiente y el más bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda
be andado ya la mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros
que se han atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es
de haber vencido en singular batalla a aquel tan famoso caballero don Quijote
de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su
Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos los
caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a
todos; y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha
transferido y pasado a mi persona.
Y tanto el vencedor es
más honrado,
cuanto más el vencido
es reputado;
así, que ya corren por mi cuenta y son mías las innumerables
hazañas del ya referido don Quijote.
Admirado quedó don Quijote de oír al
caballero del Bosque, y estuvo mil veces por decirle que mentía, y ya tuvo el
mentís en el pico de la lengua; pero reportóse lo mejor que pudo, por hacerle
confesar por su propia boca su mentira, y así, sosegadamente le dijo:
-De que vuesa merced, señor caballero,
haya vencido a los más caballeros andantes de España, y aun de todo el mundo,
no digo nada; pero de que haya vencido a don Quijote de la Mancha, póngolo en
duda. Podría ser que fuese otro que le pareciese, aunque hay pocos que le
parezcan.
-¿Cómo no? -replicó el del Bosque-. Por el
cielo que nos cubre que peleé con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un
hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros,
entrecano, la nariz aguileña y algo
corva, de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre del
Caballero de la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador llamado Sancho
Panza; oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo llamado Rocinante,
y, finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal Dulcinea del Toboso,
llamada un tiempo Aldonza Lorenzo; como la mía, que por llamarse Casilda y ser
de la Andalucía, yo la llamo Casildea de Vandalia. Si todas estas señas no
bastan para acreditar mi verdad, aquí está mi espada, que la hará dar crédito a
la mesma incredulidad.
-Sosegaos, señor caballero -dijo don
Quijote-, y escuchad lo que decir os quiero. Habéis de saber que ese don
Quijote que decís es el mayor amigo que en este mundo tengo; y tanto, que podré
decir que le tengo en lugar de mi misma persona, y que por las señas que dél me
habéis dado, tan puntuales y ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que
habéis vencido. Por otra parte, veo con los ojos y toco con las manos no ser
posible ser el mesmo, si ya no fuese que como él tiene muchos enemigos
encantadores (especialmente, uno que de ordinario le persigue), no haya alguno
dellos tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus
altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto de la
tierra. Y para confirmación desto, quiero también que sepáis que los tales
encantadores sus contrarios no ha más de dos días que transformaron la figura y
persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y baja, y desta
manera habrán transformado a don Quijote; y si todo esto no basta para
enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mismo don Quijote, que la
sustentará con sus armas, a pie o a caballo, o de cualquiera suerte que os
agradare.
Y diciendo esto, se levantó en pie y se
empuñó en la espada, esperando qué resolución tomaría el Caballero del Bosque;
el cual con voz asimismo sosegada, respondió y dijo:
-Al buen pagador no le duelen prendas: el
que una vez, señor don Quijote, pudo venceros transformado, bien podrá tener
esperanza de rendiros en vuestro propio ser. Mas porque no es bien que los
caballeros hagan sus fechos de armas a
escuras, como los salteadores y
rufianes, esperemos el día, para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condición
de nuestra batalla que el vencido ha de quedar a la voluntad del vencedor, para
que haga dél todo lo que quisiere, con tal que sea decente a caballero lo que
se le ordenare.
-Soy más que contento desa condición y
conveniencia -respondió don Quijote.
Y en diciendo esto, se fueron donde
estaban sus escuderos, y los hallaron roncando y en la misma forma que estaban
cuando les salteó el sueño. Despertáronlos y mandáronles que tuviesen a punto
los caballos, porque en saliendo el sol habían de hacer los dos una sangrienta,
singular y desigual batalla; a cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pasmado,
temeroso de la salud de su amo, por las valentías que había oído decir del suyo
al escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fueron los dos escuderos a
buscar su ganado; que ya todos tres caballos y el rucio se habían olido y
estaban todos juntos.
En el camino dijo el del Bosque a Sancho:
-Ha de saber, hermano, que tienen por
costumbre los peleantes de la Andalucía, cuando son padrinos de alguna
pendencia, no estarse ociosos mano sobre mano en tanto que sus ahijados riñen.
Dígolo porque esté advertido que mientras nuestros dueños riñen, nosotros
también hemos de pelear y hacernos astillas.
-Esa costumbre, señor escudero -respondió
Sancho-, allá puede correr y pasar con los rufianes y peleantes que dice; pero
con los escuderos de los caballeros andantes, ni por pienso. A lo menos, yo no
he oído decir a mi amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las
ordenanzas de la andante caballería. Cuanto más que yo quiero que sea verdad y
ordenanza expresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean; pero
yo no quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta a los tales
pacíficos escuderos, que yo aseguro que no pase de dos libras de cera, y más
quiero pagar las tales libras; que sé que me costarán menos que las hilas que
podré gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por parida y dividida en
dos partes. Hay más: que me imposibilita el reñir el no tener espada, pues en
mi vida me la puse.
-Para eso sé yo un buen remedio -dijo el
del Bosque-: yo traigo aquí dos talegas de lienzo, de un mesmo tamaño; tomaréis
vos la una, y yo la otra, y reñiremos a talegazos, con armas iguales.
-Desa manera, sea en buen hora -respondió
Sancho-; porque antes servirá la tal pelea de despolvoreamos que de herirnos.
-No ha de ser así -replicó el otro-;
porque se han de echar dentro de las talegas, porque no se las lleve el aire,
media docena de guijarros lindos y pelados, que pesen tanto los unos como los
otros, y desta manera nos podremos atalegar sin hacernos mal ni daño.
-¡Mirad, cuerpo de mi padre –respondió
Sancho-, qué martas cebollinas o que copos de algodón cardado pone en las
talegas, para no quedar molidos los cascos y hechos alheña los huesos! Pero aunque
se llenaran de capullos de seda, sepa, señor mío, que no he de pelear; peleen
nuestros amos, y allá se lo hayan y bebamos y vivamos nosotros; que el tiempo
tiene cuidado de quitamos las vidas, sin que andemos buscando apetitos para que
se acaben antes de llegar su sazón y término y que se cayan de maduras.
-Con todo -replicó el del Bosque-, hemos
de pelear siquiera media hora.
-Eso no -respondió Sancho-; no seré yo tan
descortés ni tan desagradecido, que con quien he comido y he bebido trabe
cuestión alguna por mínima que sea; cuanto más que estando sin cólera y sin
enojo, ¿quién diablos se ha de amañar a reñir a secas?
-Para eso -dijo el del Bosque- yo daré un
suficiente remedio; y es que antes que comencemos la pelea, yo me llegaré
bonitamente a vuesa merced y le daré tres o cuatro bofetadas, que dé con él a
mis pies; con las cuales le haré despertar la cólera, aunque esté con más sueño
que un lirón.
-Contra ese corte sé yo otro –respondió
Sancho-, que no le va en zaga: cogeré yo un garrote, y antes que vuesa merced
llegue a despertarme la cólera haré yo dormir a garrotazos de tal suerte la
suya, que no despierte si no fuere en el otro mundo; en el cual se sabe que no
soy yo hombre que me dejo manosear el rostro de nadie, Y cada uno mire por el
virote; aunque lo más acertado sería dejar dormir su cólera a cada uno; que no
sabe nadie el alma de nadie, y tal suele venir por lana que vuelve tresquilado;
y Dios bendijo la paz y maldijo las riñas; porque si un gato acosado, encerrado
y apretado se vuelve en león, yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podré
volverme; y así, desde ahora íntimo a vuesa merced, señor escudero, que corra por su cuenta todo el mal y daño que de
nuestra pendencia resultare.
-Está bien -replicó el del Bosque-.
Amanecerá Dios y medraremos.
En esto, ya comenzaban a gorjear en los
árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos
parecía que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las
puertas y balcones del Oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro,
sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave
licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían
blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las fuentes,
murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados con
su venida.
Mas apenas dio lugar la claridad del día
para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos
de Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande, que
casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto, que era de
demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color
amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya grandeza,
color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que en viéndole
Sancho, comenzó a herir de pie y de mano, como niño con alferecía, y propuso en
su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que despertar la cólera
para reñir con aquel vestiglo.
Don Quijote miró a su contendor y hallóle
ya puesta y calada la celada, de modo que no le pudo ver el rostro; pero notó
que era hombre membrudo, y no muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una
sobrevista o casaca, de una tela, al parecer, de oro finísimo, sembradas por
ella muchas lunas pequeñas de resplandecientes espejos, que le hacían en
grandísima manera galán y vistoso; volábanle sobre la celada grande cantidad de
plumas verdes, amarillas y blancas; la
lanza, que tenía arrimada a un árbol, era grandísima y gruesa, y de un hierro
acerado de más de un palmo.
Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y
juzgó de lo visto y mirado que el ya dicho caballero debía de ser de grandes
fuerzas; pero no por eso temió, como Sancho Panza; antes con gentil denuedo
dijo al caballero de los Espejos:
-Si la mucha gana de pelear, señor
caballero, no os gasta la cortesía, por ella os pido que alcéis la visera un
poco, porque yo vea si la gallardía de vuestro rostro responde a la de vuestra
disposición.
-O vencido o vencedor que salgáis desta
empresa, señor caballero -respondió el de los Espejos-, os quedará tiempo y
espacio demasiado para yerme; y si ahora no satisfago a vuestro deseo, es por
parecerme que hago notable agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar
el tiempo que tardare en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya
sabéis que pretendo.
-Pues en tanto que subimos a caballo –dijo
don Quijote- bien podéis decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber
vencido.
-A eso vos respondemos -dijo el de los
Espejos- que parecéis, como se parece un huevo a otro, al mismo caballero que
yo vencí; pero según vos decís que le persiguen encantadores, no osaré afirmar
si sois el contenido o no.
-Eso me basta a mí -respondió don Quijote-
para que crea vuestro engaño; empero, para sacaros dél de todo punto, vengan
nuestros caballos; que en menos tiempo que el que tardáredes en alzaros la
visera, si Dios, si mi señora y mi brazo valen, veré yo vuestro rostro, y vos
veréis que no soy yo el vencido don Quijote que pensáis.
Con esto, acodando razones, subieron a
caballo, y don Quijote volvió las riendas a Rocinante para tomar lo que
convenía del campo, para volver a encontrar a su contrario, y lo mesmo hizo el
de los Espejos. Pero no se había apartado don Quijote veinte pasos, cuando se
oyó llamar del de los Espejos, y partiendo los dos el camino, el de los Espejos
le dijo:
-Advertid, señor caballero, que la
condición de nuestra batalla es que el vencido, como otra vez he dicho, ha de
quedar a discreción del vencedor.
-Ya la sé -respondió don Quijote-; con tal
que lo que se le impusiere y mandare al vencido han de ser cosas que no salgan
de los límites de la caballería.
-Así se entiende -respondió el de los
Espejos.
Ofreciéronsele en esto a la vista de don
Quijote las extrañas narices del escudero, y no se admiró menos de verlas que
Sancho; tanto que le juzgó por algún monstruo, o por hombre nuevo y de aquellos
que no se usan en el mundo. Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera,
no quiso quedar solo con el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con
aquellas narices en las suyas, sería acabada la pendencia suya, quedando del
golpe, o del miedo, tendido en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una ación
de Rocinante; y cuando le pareció que ya era tiempo que volviese, le dijo:
-Suplico a vuesa merced, señor mío, que
antes que vuelva a encontrarse me ayude a subir sobre aquel alcornoque, de
donde podré ver más a mi sabor, mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro
que vuesa merced ha de hacer con este caballero.
-Antes creo, Sancho -dijo don Quijote-,
que te quieres encaramar y subir en andamio para ver sin peligro los toros.
-La verdad que diga -respondió Sancho-,
las desaforadas narices de aquel escudero me tienen atónito y lleno de espanto,
y no me atrevo a estar junto a él.
-Ellas son tales -dijo don Quijote-, que a
no ser yo quien soy. también me asombraran; y así, ven: ayudarte he a subir
donde dices.
En lo que se detuvo don Quijote en que
Sancho subiese en el alcornoque tomó el de los Espejos del campo lo que le
pareció necesario; y creyendo que lo mismo habría hecho don Quijote, sin
esperar son de trompeta ni otra señal que los avisase, volvió las riendas a su
caballo (que no era más ligero ni de mejor parecer que Rocinante), y a todo su
correr, que era un mediano trote, iba a encontrar a su enemigo; pero viéndolo
ocupado en la subida de Sancho detuvo las riendas, y paróse en la mitad de la
carrera, de lo que el caballo quedó agradecidísimo, a causa que ya no podía
moverse. Don Quijote, que le pareció que ya su enemigo venía volando, arrimó
reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo aguijar
de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conoció haber corrido
algo; porque todas las demás siempre fueron trotes declarados, y con esta no
vista furia llegó donde el de los Espejos estaba hincando a su caballo las
espuelas hasta los botones, sin que le pudiese mover un solo dedo del lugar
donde había hecho estanco de su carrera.
En esta buena sazón y coyuntura halló don
Quijote a su contrario, embarazado con su caballo y ocupado con su lanza, que
nunca, o no acertó, o no tuvo lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que no
miraba en estos inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno encontró al de
los Espejos, con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por
las ancas del caballo, dando tal caída, que, sin mover pie ni mano, dio señales
de que estaba muerto.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se
deslizó del alcornoque y a toda priesa vino donde su señor estaba; el cual,
apeándose de Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y quitándole las lazadas
del yelmo para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba
vivo, y vio... ¿Quién podría decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla
y espanto a los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma
figura, el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la perspectiva mesma del bachiller
Sansón Carrasco; y así como la vio, en altas voces dijo:
-¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver
y no lo has de creer! ¡Aguija, hijo, y advierte lo que puede la magia; lo que
pueden los hechiceros y los encantadores!
Llegó Sancho, y como vio el rostro del
bachiller Carrasco, comenzó a hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas.
En todo esto no daba muestras de estar vivo cl derribado caballero, y Sancho
dijo a don Quijote:
-Soy de parecer, señor mío, que, por sí o
por no, vuesa merced hinque y meta la espada por la boca a este que parece el
bachiller Sansón Carrasco: quizá matará en él a alguno de sus enemigos los
encantadores.
-No dices mal -dijo don Quijote-; porque
de los enemigos, los menos.
Y sacando la espada para poner en efecto
el aviso y consejo de Sancho, llegó el escudero del de los Espejos, ya sin las
narices que tan feo le habían hecho, y a grandes voces dijo:
-Mire vuesa merced lo que hace, señor don
Quijote; que ése que tiene a los pies es el bachiller Sansón Carrasco, su
amigo, y yo soy su escudero.
Y viéndole Sancho sin aquella fealdad
primera, le dijo:
-¿Y las narices?
A lo que él respondió:
-Aquí las tengo en ln faldriquera.
Y echando mano a la derecha, sacó unas
narices de pasta y barniz, de máscara, de la manifatura que quedan delineadas.
Y mirándole más y más Sancho, con voz admirativa y grande, dijo:
-¡Santa Maria, y valme! ¿Este no es Tomé
Cecial, mi vecino y mi compadre?
-Y ¡cómo silo soy! -respondió el ya
desnarigado escudero-. Tomé Cecial soy, compadre y amigo Sancho Panza, y luego
os diré los arcaduces, embustes y enredos por donde soy aquí venido; y en
tanto, pedid y suplicad al señor vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni
mate al caballero de los Espejos, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna
es el atrevido y mal aconsejado del bachiller Sansón Carrasco, nuestro compatrioto.
En esto, volvió en sí el de los Espejos;
lo cual visto por don Quijote, le puso la punta desnuda de su espada encima del
rostro, y le dijo:
-Muerto sois, caballero, si no confesáis
que la sin par Dulcinea del Toboso se aventaja en belleza a vuestra Casildea de
Vandalia; y demás de esto habéis de prometer, si de esta contienda y caída
quedárades con vida, de ir a la ciudad del Toboso, y presentaros en su
presencia de mi parte, para que haga de vos lo que más en voluntad le viniere;
y si os dejare en la vuestra, asimismo habéis de volver a buscarme (que el
rastro de mis hazañas os servirá de guía que os traiga donde yo estuviere), y a
decirme lo que con ella hubiéredes pasado; condiciones que, conforme a las que
pusimos antes de nuestra batalla, no salen de los términos de la andante
caballería.
-Confieso -dijo el caído caballero- que
vale más el zapato descosido y sucio de la señora Dulcinea del Toboso que las
barbas mal peinadas, aunque limpias, de Casildea, y prometo de ir y volver de
su presencia a la vuestra, y daros entera y particular cuenta de lo que me
pedís.
-También habéis de confesar y creer
-añadió don Quijote- que aquel caballero que vencistes no fue ni pudo ser don
Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecía, como yo confieso y creo que
vos, aunque parecéis el bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le
parece, y que en su figura aquí me le han puesto mis enemigos, para que detenga
y temple el ímpetu de mi cólera, y para que use blandamente de la gloria del
vencimiento.
-Todo lo confieso, juzgo y siento como vos
lo creéis, juzgáis y sentís -respondió el derrengado caballero-. Dejadme
levantar, os ruego, si es que lo permite el golpe de mi caída, que asaz
maltrecho me tiene.
Ayudóle a levantar don Quijote y Tomé
Cecial su escudero, del cual no apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas
cuyas respuestas le daban manifiestas señales de que verdaderamente era el Tomé
Cecial que decía; mas la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo
dijo de que los encantadores habían mudado la figura del caballero de los
Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba dar crédito a la verdad, que
con los ojos estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y
mozo, y el de los Espejos y su escudero, mohínos y malandantes, se apartaron de
don Quijote y Sancho, con intención de buscar algún lugar donde bizmarle y
entablarle las costillas Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir su camino
de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era el
caballero de los Espejos y su narigante escudero.