Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del caramanchón
donde reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a
voces:
-Acudid, señores, presto y socorred a mi
señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han
visto. ¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora
princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercen a cercen como
si fuera un nabo!
-¿Qué decís, hermano? -dijo el cura,
dejando de leer lo que de la novela quedaba-. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo
diablos puede ser eso que decís, estando el gigante dos mil leguas de aquí?
En esto, oyeron un gran ruido en el
aposento, y que don Quijote decía a voces:
-¡Tente, ladrón, malandrín, follón; que
aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!
Y parecía que daba grandes cuchilladas por
las paredes. Y dijo Sancho:
-No tienen que pararse a escuchar, sino
entren a despartir la pelea, o a ayudar a mi amo; aunque ya no será menester,
porque, sin duda alguna, el gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su
pasada y mala vida; que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza
cortada y caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino.
-Que me maten -dijo a esta sazón el
ventero- si don Quijote o don diablo no ha dado alguna cuchillada en alguno de
los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos, y el vino derramado
debe de ser lo que le parece sangre a este buen hombre.
Y con esto entró en el aposento, y todos
tras él, y hallaron a don Quijote en el más extraño traje del mundo. Estaba en
camisa, la cual no era tan cumplida, que por delante le acabase de cubrir los
muslos, y por detrás tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas y
flacas, llenas de vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo
colorado grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta
la manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el
porqué, y en la derecha, desenvainada la espada, con la cual daba cuchilladas a
todas partes, diciendo palabras como si verdaderamente estuviera peleando con
algún gigante. Y es lo bueno que no tenía los ojos abiertos, porque estaba
durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigante; que fue tan intensa
la imaginación de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había
llegado al reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemigo; y
había dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo que las daba en el
gigante, que todo el aposento estaba lleno de vino. Lo cual visto por el
ventero, tomó tanto enojo, que arremetió con don Quijote, y a puño cerrado le
comenzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él
acabara la guerra del gigante; y, con todo aquello, no despertaba el pobre
caballero, hasta que el barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo, y
se le echó por todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quijote; mas
no con tanto acuerdo, que echase de ver de la manera que estaba. Dorotea, que
vio cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a ver la batalla de
su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del
gigante por todo el suelo, y como no la hallaba, dijo:
-Ya yo sé que todo lo desta casa es
encantamento; que la otra vez en este mesmo lugar donde ahora me hallo, me
dieron muchos mojicones y porrazos, sin saber quién me los daba, y nunca pude
ver a nadie; y ahora no parece por aquí esta cabeza, que vi cortar por mis
mismísimos ojos, y la sangre corría del cuerno como de una fuente.
-¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo
de Dios y de sus santos? -dijo el ventero-. ¿No ves, ladrón, que la sangre y la
fuente no es otra cosa que estos cueros que aquí están horadados y el vino
tinto que nada en este aposento, que nadando vea yo el alma, en los infiernos,
de quien los horadó?
-No sé nada -respondió Sancho-: sólo sé
que vendré a ser tan desdichado, que, por no hallar esta cabeza, se me ha de
deshacer mi condado como la sal en el agua.
Y estaba peor Sancho despierto que su amo
durmiendo: tal le tenían las promesas que su amo le había hecho. El ventero se
desesperaba de ver la flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que
no había de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar, y que ahora no
le habían de valer los previlegios de su caballería para dejar de pagar lo uno
y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar
a los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a don Quijote,
el cual, creyendo que ya había acabado la aventura, y que se hallaba delante de
la princesa Micomicona, se hincó de rodillas delante del cura, diciendo:
-Bien puede la vuestra grandeza, alta y
famosa señora, vivir, de hoy más, segura que le pueda hacer mal esta mal nacida
criatura; y yo también, de hoy más, soy quito de la palabra que os di, pues,
con el ayuda del alto Dios y con el favor de aquella por quien yo vivo y
respiro, tan bien la he cumplido.
-¿No lo dije yo? -dijo oyendo esto
Sancho-. Si que no estaba yo borracho, ¡mirad si tiene puesto ya en sal mi amo
al gigante! ¡Ciertos son los toros, mi condado está de molde!
¿Quién no había de reír con los disparates
de los dos, amo y mozo? Todos reían sino el ventero, que se daba a Satanás;
pero, en fin, tanto hicieron el barbero, Cardenio y el cura, que, con no poco
trabajo, dieron con don Quijote en la cama, el cual se quedó dormido, con
muestras de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de
la venta a consolar a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante;
aunque más tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por
la repentina muerte de sus cueros. Y la ventera decía en voz y en grito:
-En mal punto y en hora menguada entró en
mi casa este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan
caro me cuesta. La vez pasada se fue con el costo de una noche, de cena, cama,
paja y cebada, para él y para su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo
que era caballero aventurero, que mala ventura le dé Dios, a él y a cuantos
aventureros hay en el mundo, y que por esto no estaba obligado a pagar nada,
que así estaba escrito en los aranceles de la caballería andantesca; y ahora,
por su respeto, vino estotro señor y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más
de dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la
quiere mi marido; y por fin y remate de todo, romperme mis cueros y derramarme
mi vino, que derramada le vea yo su sangre. ¡Pues no se piense; que por los
huesos de mi padre y por el siglo de mi madre, si no me lo han de pagar un
cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo, ni seria hija de quien
soy!
Estas y otras razones tales decía la
ventera con grande enojo, y ayudábala su buena criada Maritornes. La hija
callaba, y de cuando en cuando se sonreía. El cura lo sosegó todo, prometiendo
de satisfacerles su pérdida lo mejor que pudiese, así de los cueros como del
vino, y principalmente del menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta hacían.
Dorotea consoló a Sancho Panza diciéndole que cada y cuando que pareciese haber
sido verdad que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía, en viéndose
pacífica en su reino, de darle el mejor condado que en él hubiese. Consolóse
con esto Sancho, y aseguró a la princesa que tuviese por cierto que él había
visto la cabeza del gigante, y que, por más señas, tenía una barba que le
llegaba a la cintura; y que si no parecía, era porque todo cuanto en aquella
casa pasaba era por vía de encantamento, como él lo había probado otra vez que
había posado en ella. Dorotea dijo que así lo creía, y que no tuviese pena; que
todo se haría bien y sucedería a pedir de boca.
Sosegados todos, el cura quiso acabar de
leer la novela, porque vio que faltaba poco. Cardenio, Dorotea y todos los
demás le rogaron la acabase. El, que a todos quiso dar gusto, y por el que él
tenía de leerla, prosiguió el cuento, que así decía:
Sucedió, pues, que, por la satisfación que
Anselmo tenia de la bondad de Camila, vivía una vida contenta y descuidada, y
Camila, de industria, hacia mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese al
revés de la voluntad que le tenía; y para mas confirmación de su hecho, pidió
licencia Lotario para no venir a su casa, pues claramente se mostraba la
pesadumbre que con su vista Camila recebía; mas el engañado Anselmo le dijo que
en ninguna manera tal hiciese; y desta manera, por mil maneras era Anselmo el
fabricador de su deshonra, creyendo que lo era de su gusto.
En esto, el que tenía Leonela de verse
cualificada en sus amores llegó a tanto, que, sin mirar a otra cosa,
se iba tras él a suelta rienda, fiada en que su señora la encubría, y aun la
advertía del modo que con poco recelo pudiese ponerle en ejecución. En fin, una
noche sintió Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y queriendo entrar a ver
quién los daba, sintió que le detenían la pueda, cosa que le puso mas voluntad
de abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio
que un hombre saltaba por la ventana a la calle; y acudiendo con presteza a
alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se
abrazo con él, diciéndole:
-Sosiégate, señor mío, y no te alborotes,
ni sigas al que de aquí saltó: es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de
enojo, sacó la daga y quiso herir a Leonela, diciéndole que le dijese la verdad;
si no, que la mataría. Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo:
-No me mates, señor, que yo te diré cosas
de más importancia de las que puedes imaginar.
-Dilas luego -dijo Anselmo-; si no, muerta
eres.
-Por ahora será imposible -dijo Leonela-,
según estoy de turbada; déjame hasta mañana, que entonces sabrás de milo que te
ha de admirar; y está seguro que el que saltó por esta ventana es un mancebo de
esta ciudad, que me ha dado la mano de ser mi esposo.
Sosegose con esto Anselmo y quiso aguardar
el término que se le pedía, porque no pensaba oír cosa que contra Camila fuese,
por estar de su bondad tan satisfecho y seguro; y así, se salió del aposento y
dejo encerrada en el a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le
dijese lo que tenía que decirle.
Fue luego a ver a Camila y a decirle, como
le dijo, todo aquello que con su doncella le había pasado, y la palabra que le
había dado de decirle grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no,
no hay para qué decirlo; porque fue tanto el temor que cobró creyendo
verdaderamente, y era de creer, que Leonela había de decir a Anselmo todo lo
que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía
falsa o no, y aquella mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó
las mejores joyas que tenía, y algunos dineros, y, sin ser de nadie sentida,
salió de casa y se fue a la de Lotario, a quien contó lo que pasaba y le pidió
que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo pudiesen
estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal que no le
sabia responder palabra, ni menos sabia resolverse en lo que haría. En fin,
acordó de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una su hermana.
Consintió Camila en ello, y con la presteza que el caso pedía la llevó Lotario
y la dejó en el monesterio, y él ansimesmo se ausentó luego de la ciudad, sin
dar parte a nadie de su ausencia.
Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo
que Camila faltaba de su lado, con el deseo que tenía de saber lo que Leonela
quería decirle, se levantó y fue adonde la había dejado encerrada. Abrió y
entró en el aposento, pero no halló en él a Leonela; sólo halló puestas unas
sábanas añudadas a la ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado
e ido. Volvió luego muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola en la
cama ni en toda la casa, quedó asombrado. Preguntó a los criados de casa por
ella; pero nadie le supo dar razón de lo que pedía.
Acertó acaso, andando a buscar a Camila,
que vio sus cofres abiertos y que dellos faltaban las más de sus joyas, y con
esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y en que no era Leonela la
causa de su desventura; y ansí como estaba, sin acabarse de vestir, triste y
pensativo, fue a dar cuenta de su desdicha a su amigo Lotario. Mas cuando no le
halló, y sus criados le dijeron que aquella noche había faltado de casa, y
había llevado consigo todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y
para acabar de concluir con todo, volviéndose a su casa, no hallo en ella
ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola.
No sabia que pensar, qué decir, ni qué
hacer, y poco a poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en
un instante sin mujer, sin amigo y sin criados, desamparado, a su parecer, del
cielo que le cubría, y sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio
su perdición.
Resolvióse, en fin, a cabo de una gran
pieza, de irse a la aldea de su amigo, donde había estado cuando dio lugar a
que se maquinase toda aquella desventura. Cerró las puedas de su casa, subió a
caballo, y con desmayado aliento se puso en camino; y apenas hubo andado la
mitad, cuando, acosado de sus pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar
su caballo a un árbol, a cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y dolorosos
suspiros, y allí se estuvo hasta casi que anochecía; y a aquella hora vio que
venía un hombre a caballo de la ciudad, y, después de haberle saludado, le
preguntó qué nuevas había en Florencia. El ciudadano respondió:
-Las más extrañas que muchos días ha se
han oído en ella; porque se dice públicamente que Lotario, aquel grande amigo
de Anselmo el rico, que vivía a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer
de Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila,
que anoche la halló el gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas
de la casa de Anselmo. En efeto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio; sólo
sé que toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar
tal hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta,
que los llamaban los dos amigos.
-¿Sábese, por ventura -dijo Anselmo-, el
camino que llevan Lotario y Camila?
-Ni por pienso -dijo el ciudadano-, puesto
que el gobernador ha usado de mucha diligencia en buscarlos.
-A Dios vais, señor -dijo Anselmo.
-Con él quedéis -respondió el ciudadano, y
fuese.
Con tan desdichadas nuevas casi llegó a
términos Anselmo, no sólo de perder el juicio, sino de acabar la vida.
Levantóse como pudo, y llegó a casa de su amigo, que aún no sabia su desgracia;
mas como le vio llegar amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave
mal venia fatigado. Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen
aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque él así lo
quiso, y aun que le cerrasen la pueda. Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar
tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba
acabando la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su extraña
muerte; y comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que queda,
le faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su
curiosidad impertinente.
Viendo el señor de la casa que era ya
tarde y que Anselmo no llamaba, acordó de entrar a saber si pasaba adelante su
indisposición, y hallóle tendido boca abajo, la mitad del cuerno en la cama y
la otra mitad sobre el bufete, sobre el cual estaba, con el papel escrito y
abierto, y él tenía aún la pluma en la mano. Llegóse el huésped a él,
habiéndole llamado primero; y, trabándole por la mano, viendo que no le
respondía, y hallándole frío, vio que estaba muerto. Admiróse y congojóse en
gran manera, y llamó a la gente de casa para que viesen la desgracia a Anselmo
sucedida, y, finalmente, leyó el papel, que conoció que de su mesma mano estaba
escrito, el cual contenía estas razones:
Un necio e impertinente deseo me quitó la
vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la
perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad
de querer que ella los hiciese; y pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no
hay para qué...
Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se
echó de ver que en aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la vida.
Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales
ya sabían su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término
de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo,
mas por las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no
quiso salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no
de allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una
batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo
Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde
arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en breves
días la vida, a las rigurosas manos de tristezas y melancolías. Este fue el fin
que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.
-Bien -dijo el cura- me parece esta
novela; pero no me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingió
mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio, que quiera
hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un
galán y una dama, pudiérase llevar; pero entre marido y mujer, algo tiene del
imposible; y en lo que toca al modo de contarlo, no me descontenta.