34.
Donde se prosigue la novela del Curioso impertinente
Así como suele decirse que parece mal el
ejército sin su general y el castillo sin su castellano, digo yo que parece muy
peor la mujer casada y moza sin su marido, cuando justísimas ocasiones no lo
impiden. Yo me hallo tan mal sin vos, y tan imposibilitada de no poder sufrir
esta ausencia, que si presto no venís, me habré de ir a entretener en casa de
mis padres, aunque deje sin guarda la vuestra; porque la que me dejastes, si es
que quedó con tal título, creo que mira más por su gusto que por lo que a vos os
toca; y pues sois discreto, no tengo más que deciros, ni aun es bien que más os
diga.
Esta carta recibió Anselmo, y entendió por
ella que Lotario había ya comenzado la empresa, y que Camila debía de haber
correspondido como él deseaba; y, alegre sobremanera de tales nuevas, respondió
a Camila, de palabra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno,
porque él volvería con mucha brevedad. Admirada quedó Camila de la respuesta de
Anselmo, que la puso en más confusión que primero, porque ni se atrevía a estar
en su casa, ni menos irse a la de sus padres; porque en la quedada, corría
peligro su honestidad; y en la ida, iba contra el mandamiento de su esposo. En
fin, se resolvió en lo que le estuvo peor, que fue en el quedarse, con
determinación de no huir la presencia de Lotario, por no dar que decir a sus
criados, y ya le pesaba de haber escrito lo que escribió a su esposo, temerosa
de que no pensase que Lotario había visto en ella alguna desenvoltura que le
hubiese movido a no guardalle el decoro que debía. Pero, fiada en su bondad, se
fió en Dios y en su buen pensamiento, con que pensaba resistir callando a todo
aquello que Lotario decirle quisiese, sin dar más cuenta a su marido, por no
ponerle en alguna pendencia y trabajo; y aun andaba buscando manera como
disculpar a Lotario con Anselmo, cuando le preguntase la ocasión que le había
movido a escribirle aquel papel.
Con estos pensamientos, más honrados que
acertados ni provechosos, estuvo otro día escuchando a Lotario, el cual cargó
la mano de manera que comenzó a titubear la firmeza de Camila, y su honestidad
tuvo harto que hacer en acudir a los ojos, para que no diesen muestras de
alguna amorosa compasión que las lágrimas y las razones de Lotario en su pecho
habían despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía. Finalmente, a
él le pareció que era menester, en el espacio y lugar que daba la ausencia de
Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza, y así, acometió a su presunción
con las alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que más presto rinda y
allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermosas que la mesma
vanidad, puesta en las lenguas de la adulación. En efecto, él, con toda
diligencia, minó la roca de su entereza, con tales pertrechos, que aunque
Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló,
porfió y fingió Lotario con tantos sentimientos, con muestras de tantas veras,
que dio al través con el recato de Camila y vino a triunfar de lo que menos se
pensaba y mas deseaba.
Rindióse Camila; Camila se rindió; pero
¿qué mucho, si la amistad de Lotario no quedó en pie? Ejemplo claro que nos
muestra que sólo se vence la pasión amorosa con huilla, y que nadie se ha de
poner a brazo con tan poderoso enemigo, porque es menester fuerzas divinas para
vencer las suyas humanas. Sólo supo Leonela la flaqueza de su señora, porque no
se la pudieron encubrir los dos malos amigos y nuevos amantes. No quiso Lotario
decir a Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le había dado lugar para
llegar a aquel punto, porque no tuviese en menos su amor, y pensase que así,
acaso y sin pensar, y no de propósito, la había solicitado.
Volvió de allí a pocos días Anselmo a su
casa, y no echó de ver lo que faltaba en ella, que era lo que en menos tenía y
más estimaba. Fuese luego a ver a Lotario, y hallóle en su casa; abrazáronse
los dos, y el uno preguntó por las nuevas de su vida, o de su muerte.
-Las nuevas que te podré dar, ¡oh amigo
Anselmo! -dijo Lotario-, son de que tienes una mujer que dignamente puede ser
ejemplo y corona de todas las mujeres buenas. Las palabras que le he dicho se
las ha llevado el aire; los ofrecimientos se han tenido en poco; las dádivas no
se han admitido; de algunas lágrimas fingidas mías se ha hecho burla notable.
En resolución, así como Camila es cifra de toda belleza, es archivo donde
asiste la honestidad y vive el comedimiento y el recato, y todas las virtudes
que pueden hacer loable y bien afortunada a una honrada mujer. Vuelve a tomar
tus dineros, amigo, que aquí los tengo, sin haber tenido necesidad de tocar a
ellos; que la entereza de Camila no se rinde a cosas tan bajas como son dádivas
ni promesas. Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer más pruebas de las hechas;
y, pues a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y sospechas que de
las mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo
piélago de nuevos inconvenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto
de la bondad y fortaleza del navío que el cielo te dio en suerte para que en él
pasases la mar deste mundo; sino haz cuenta que estás ya en seguro puerto, y
aférrate con las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta que te
vengan a pedir la deuda que no hay hidalguía humana que de pagarla se excuse.
Contentísimo quedó Anselmo de las razones
de Lotario, y así se las creyó como si fueran dichas por algún oráculo; pero,
con todo eso, le rogó que no dejase la empresa, aunque no fuese más de por
curiosidad y entretenimiento; aunque no se aprovechase de allí adelante de tan
ahincadas diligencias como hasta entonces; y que sólo quería que le escribiese
algunos versos en su alabanza, debajo del nombre de Clori, porque él le daría a
entender a Camila que andaba enamorado de una dama, a quien le había puesto
aquel nombre, por poder celebrarla con el decoro que a su honestidad se le
debía; y que, cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos,
que él los haría.
-No será menester eso -dijo Lotario--;
pues no me son tan enemigas las musas que algunos ratos del año me visiten.
Dile tú a Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores; que los versos
yo los haré, si no tan buenos como el sujeto merece, serán, por lo menos, los
mejores que yo pudiere.
Quedaron deste acuerdo el impertinente y
el traidor amigo; y, vuelto Anselmo a su casa, preguntó a Camila lo que ella ya
se maravillaba que no se lo hubiese preguntado, que fue que le dijese la
ocasión por que le había escrito el papel que le envió. Camila le respondió que
le había parecido que Lotario la miraba un poco más desenvueltamente que cuando
él estaba en casa; pero que ya estaba desengañada y creía que había sido
imaginación suya, porque ya Lotario huía de vella y de estar con ella a solas.
Díjole Anselmo que bien podía estar segura
de aquella sospecha, porque él sabía que Lotario andaba enamorado de una
doncella principal de la ciudad, a quien él celebraba debajo del nombre de
Clori, y que, aunque no lo estuviera, no había que temer de la verdad de
Lotario y de la mucha amistad de entrambos. Y, a no estar avisada Camila de Lotario
de que eran fingidos aquellos amores de Clori, y que él se lo había dicho a
Anselmo por poder ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila,
ella, sin duda, cayera en la desesperada red de los celos; mas por estar ya
advertida, pasó aquel sobresalto sin pesadumbre.
Otro día, estando los tres sobre mesa,
rogó Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de las que había compuesto a su amada
Clori; que, pues Camila no la: conocía, seguramente podía decir lo que
quisiese.
-Aunque la conociera -respondió Lotario-,
no encubriera yo nada; porque cuando algún amante loa a su dama de hermosa y la
nota de cruel, ningún aprobio hace a su buen crédito; pero, sea lo que fuere,
lo que sé decir, que ayer hice un soneto a la ingratitud desta Clori, que dice
ansí:
SONETO
En el silencio de la
noche, cuando
ocupa el dulce sueño a
los mortales,
la pobre cuenta de mis
ricos males
estoy al cielo y a mi
Clori dando.
Y al tiempo cuando
el sol se va mostrando
por las rosadas
puertas orientales,
con suspiros y acentos
desiguales
voy la antigua
querella renovando.
Y cuando el sol, de
su estrellado asiento
derechos rayos a la
tierra envía,
el llanto crece y
doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y
vuelvo al triste cuento,
y siempre hallo, en mi
mortal porfía,
al cielo, sordo; a
Clori, sin oídos.
Bien le pareció el soneto a Camila; pero
mejor a Anselmo, pues le alabó, y dijo que era demasiadamente cruel la dama que
a tan claras verdades no correspondía. A lo que dijo Camila:
-Luego ¿todo aquello que los poetas
enamorados dicen es verdad?
-En cuanto poetas, no la dicen -respondió
Lotario-; mas en cuanto enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos.
-No hay duda deso -replicó Anselmo, todo
por apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como
ya enamorada de Lotario.
Y así, con el gusto que de sus cosas tema,
y más, teniendo por entendido que sus deseos y escritos a ella se encaminaban,
y que ella era la verdadera Clori, le rogó que si otro soneto o otros versos
sabía, los dijese.
-Sí sé -respondió Lotario-; pero no creo
que es tan bueno como el primero, o, por mejor decir, menos malo. Y podréislo
bien juzgar, pues es éste:
SONETO
Yo sé que muero; y si
no soy creído,
es más cierto el morir,
como es más cierto
yerme a tus pies, ¡oh
bella ingrata!, muerto,
antes que de adorarte
arrepentido.
Podré yo yerme en la
región de olvido,
de vida y gloria y de
favor desierto,
y allí verse podrá en
mi pecho abierto,
cómo tu hermoso rostro
está esculpido.
Que esta reliquia
guardo para el duro
trance que me amenaza
mi porfía,
que en tu mismo rigor
se fortalece.
¡Ay de aquel que
navega, el cielo escuro,
por mar no usado y
peligrosa vía,
adonde norte o puerto
no se ofrece!
También alabó este segundo soneto Anselmo
como había hecho el primero, y desta manera iba añadiendo eslabón a eslabón a
la cadena con que se enlazaba y trababa su deshonra, pues cuando más Lotario le
deshonraba, entonces le decía que estaba más honrado; y con esto, todos los
escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía, en la
opinión de su marido, hacia la cumbre de la virtud y de su buena fama. Sucedió
en esto que, hallándose una vez, entre otras, sola Camila con su doncella, le
dijo:
-Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en
cuán poco he sabido estimarme, pues siquiera no hice que con el tiempo comprara
Lotario la entera posesión que le di tan presto de mi voluntad. Temo que ha de
desestimar mi presteza o ligereza, sin que eche de ver la fuerza que él me hizo
para no poder resistirle.
-No te dé pena eso, señora mía -respondió
Leonela-; que no está la monta ni es causa para menguar la estimación darse lo
que se da presto, si, en efecto, lo que se da es bueno, y ello por sí digno de
estimarse. Y aun suele decirse que el que luego da, da dos veces.
-También se suele decir -dijo Camila- que
lo que cuesta poco se estima en menos.
-No corre por ti esa razón -respondió
Leonela-, porque el amor, según he oído decir, unas veces vuela, y otras anda;
con éste corre, y con aquél va despacio; a unos entibia, y a otros abrasa; a
unos hiere, y a otros mata; en un mesmo punto comienza la carrera de sus
deseos, y en aquel mesmo punto la acaba y concluye; por la mañana suele poner
el cerco a una fortaleza, y a la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza
que le resista. Y siendo así, ¿de qué te espantas, o de qué temes, si lo mismo
debe de haber acontecido a Lotario, habiendo tomado el amor por instrumento de
rendirnos la ausencia de mi señor? Y era forzoso que en ella se concluyese lo
que el amor tenía determinado, sin dar tiempo al tiempo para que Anselmo le
tuviese de volver, y con su presencia quedase imperfecta la obra; porque el
amor no tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea que es la ocasión;
de la ocasión se sirve en todos sus hechos, principalmente en los principios.
Todo esto sé yo muy bien más de experiencia que de oídas, y algún día te lo
diré, señora; que yo también soy de carne, y de sangre moza. Cuanto más, señora
Camila, que no te entregaste ni diste tan luego, que primero no hubieses visto
en los ojos, en los suspiros, en las razones y en las promesas y dádivas de
Lotario toda su alma, viendo en ella y en sus virtudes cuán digno era Lotario
de ser amado. Pues si esto es ansí, no te asalten la imaginación esos
escrupulosos y melindrosos pensamientos; sino asegúrate que Lotario te estima
como tú le estimas a él, y vive con contento y satisfacción de que ya que
caíste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor y de estima, y que no
sólo tiene las cuatro eses que dicen que han de tener los buenos enamorados,
sino todo un abecé entero: si no, escúchame, y verás como te le digo de coro.
El es, según yo veo y a mi me parece, agradecido, bueno, caballero, dadivoso,
enamorado, firme, gallardo, ilustre, leal, mozo, noble, onesto, principal,
quantioso, rico, y las eses que dicen, y luego, tácito, verdadero. La X no le
cuadra, porque es letra áspera; la Y ya está dicha; la Z, zelador de tu honra.
Rióse Camila del abecé de su doncella, y
túvola por más plática en las cosas de amor que ella decía; y así lo confesó
ella, descubriendo a Camila cómo trataba amores con un mancebo bien nacido, de
la mesma ciudad; de lo cual se turbó Camila, temiendo que era aquél camino por
donde su honra podía correr riesgo. Apuróla si pasaban sus pláticas a más que
serlo. Ella, con poca vergüenza y mucha desenvoltura, le respondió que sí
pasaban. Porque es cosa ya cierta que los descuidos de las señoras quitan la
vergüenza a las criadas, las cuales, cuando ven a las amas echar traspiés, no
se les da nada a ellas de cojear, ni de que lo sepan.
No pudo hacer otra cosa Camila sino rogar
a Leonela no dijese nada de su hecho al que decía ser su amante, y que tratase
sus cosas con secreto, porque no viniese a noticia de Anselmo ni de Lotario.
Leonela respondió que así lo haría; mas cumpliólo de manera, que hizo cierto el
temor de Camila de que por ella había de perder su crédito; porque la
deshonesta y atrevida Leonela, después que vio que el proceder de su ama no era
el que solía, atrevióse a entrar y poner dentro de casa a su amante, confiada
que, aunque su señora le viese, no había de osar descubrille; que este daño
acarrean, entre otros, los pecados de las señoras: que se hacen esclavas de sus
mesmas criadas, y se obligan a encubrirles sus deshonestidades y vilezas, como
aconteció con Camila; que aunque vio una y muchas veces que su Leonela estaba
con su galán en un aposento de su casa, no sólo no la osaba reñir, mas dábale
lugar a que lo encerrase, y quitabale todos los estorbos, para que no fuese
visto de su marido.
Pero no los pudo quitar, que Lotario no le
viese una vez salir, al romper del alba; el cual, sin conocer quién era, pensó
primero que debía de ser alguna fantasma; mas cuando le vio caminar. embozarse
y encubrirse con cuidado y recato, cayó de su simple pensamiento, y dio en
otro, que fuera la perdición de todos, si Camila no lo remediara. Pensó Lotario
que aquel hombre que había visto salir tan a deshora de casa de Anselmo no
había entrado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el mundo:
sólo creyó que Camila, de la misma manera que había sido fácil y ligera con él,
lo era para otro; que estas añadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala:
que pierde el crédito de su honra con el mesmo a quien se entregó rogada y
persuadida, y cree que con mayor facilidad se entrega a otros, y da infalible
crédito a cualquier sospecha que desto le venga. Y no parece sino que le faltó
a Lotario en este punto todo su buen entendimiento, y se le fueron de la
memoria todos sus advertidos discursos; pues, sin hacer alguno que bueno fuese,
ni aun razonable, sin más ni más, antes que Anselmo se levantase, impaciente y
ciego de la celosa rabia que las entrañas le roía, muriendo por vengarse de
Camila, que en ninguna cosa le había ofendido, se fue a Anselmo y le dijo:
-Sábete, Anselmo, que ha muchos días que
he andado peleando conmigo mesmo, haciéndome fuerza a no decirte lo que ya no
es posible ni justo que más te encubra. Sábete que la fortaleza de Camila está
ya rendida, y sujeta a todo aquello que yo quisiera hacer della; y si he
tardado en descubrirte esta verdad, ha sido por ver si era algún liviano antojo
suyo, o si lo hacia por probarme y ver si eran con propósito firme tratados los
amores que, con tu licencia, con ella he comenzado. Creí ansimismo que ella, si
fuera la que debía y la que entrambos pensábamos, ya te hubiera dado cuenta de
mi solicitud; pero habiendo visto que se tarda, conozco que son verdaderas las
promesas que me ha dado de que cuando otra vez hagas ausencia de tu casa, me
hablará en la recámara donde está el repuesto de tus alhajas -y era verdad que
allí le solía hablar Camila-; y no quiero que precipitadamente corras a hacer
alguna venganza, pues no está aún cometido el pecado sino con pensamiento, y
podría ser que desde éste hasta el tiempo de ponerle por obra se mudase el de
Camila, y naciese en su lugar el arrepentimiento. Y así, ya que, en todo o en
parte, has seguido siempre mis consejos, sigue y guarda uno que ahora te diré,
para que sin engaño y con medroso advertimiento te satisfagas de aquello que
más vieres que te convenga. Finge que te ausentas por dos o tres días, como
otras veces sueles, y haz de manera que te quedes escondido en tu recámara,
pues los tapices que allí hay y otras cosas con que te puedas encubrir te
ofrecen mucha comodidad, y entonces verás por tus propios ojos, y yo por los
míos, lo que Camila quiere; y si fuere la maldad que se puede temer antes que
esperar, con silencio, sagacidad y discreción podrás ser el verdugo de tu
agravio.
Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo
con las razones de Lotario, porque le cogieron en tiempo donde menos las
esperaba oír, porque ya tenía a Camila por vencedora de los fingidos asaltos de
Lotario, y comenzaba a gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un
buen espacio, mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo:
-Tú lo has hecho, Lotario, como yo
esperaba de tu amistad; en todo he de seguir tu consejo; haz lo que quisieres y
guarda aquel secreto que ves que conviene en caso tan no pensado.
Prometióselo Lotario, y, en apartándose
dél, se arrepintió totalmente de cuanto le había dicho, viendo cuan neciamente
había andado, pues pudiera él vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y
tan deshonrado. Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no
sabía qué medio tomarse para deshacer lo hecho, o para dalle alguna razonable
salida. Al fin, acordó de dar cuenta de todo a Camila; y como no faltaba lugar
para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y ella, así como vio que le
podía hablar, le dijo:
-Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena
en el corazón, que me le aprieta de suerte, que parece que quiere reventar en
el pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace; pues ha llegado la desvergüenza
de Leonela a tanto, que cada noche encierra a un galán suyo en esta casa, y se
está con él hasta el día, tan a costa de mi crédito, cuanto le quedará campo
abierto de juzgarlo al que le viere salir a horas tan inusitadas de mi casa. Y
lo que me fatiga es que no la puedo castigar ni reñir: que el ser ella
secretario de nuestros tratos me ha puesto un freno en la boca para callar los
suyos, y temo que de aquí ha de nacer algún mal suceso.
Al principio que Camila esto decía creyó
Lotario que era artificio para desmentille que el hombre que había visto salir
era de Leonela, y no suyo; pero viéndola llorar, y afligirse, y pedirle
remedio, vino a creer la verdad, y, en creyéndola, acabó de estar confuso y
arrepentido del todo. Pero, con todo esto, respondió a Camila que no tuviese
pena; que él ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela. Díjole
asimismo lo que, instigado de la furiosa rabia de los celos, había dicho a
Anselmo, y cómo estaba concertado de esconderse en la recámara, para ver desde
allí a la clara la poca lealtad que ella le guardaba. Pidióle perdón desta
locura, y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto laberinto
como su mal discurso le había puesto.
Espantada quedó Camila de oír lo que
Lotario le decía, y con mucho enojo y muchas y discretas razones le riñó y afeó
su mal pensamiento y la simple y mala determinación que había tenido; pero,
como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien y para el mal, más
que el varón, puesto que le va faltando cuando de propósito se pone a hacer
discursos, luego al instante halló Camila el modo de remediar tal, al parecer,
inremediable negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese
Anselmo donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad
para que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y,
sin declararle del todo su pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado que en
estando Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela le llamase, y que a cuanto
ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera que Anselmo le
escuchaba. Porfió Lotario que le acabase de declarar su intención, porque con
más seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser necesario.
-Digo -dijo Camila- que no hay más que
guardar, si no fuere responderme como yo os preguntare-, no queriendo Camila
darle antes cuenta de lo que pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el
parecer que a ella tan bueno le parecía, y siguiese o buscase otros que no
podrían ser tan buenos.
Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro
día, con la excusa de ir a aquella aldea de su amigo, se partió, y volvió a
esconderse; que lo pudo hacer con comodidad, porque de industria se la dieron
Camila y Leonela.
Escondido, pues, Anselmo, con aquel
sobresalto que se puede imaginar que tendría el que esperaba ver por sus ojos
hacer notomía de las entrañas de su honra, íbase a pique de perder el sumo bien
que él pensaba que tenía en su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y
Leonela que Anselmo estaba escondido, entraron en la recámara; y, apenas hubo
puesto los pies en ella Camila, cuando, dando un grande suspiro, dijo:
-¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que
antes que llegase a poner en ejecución lo que no quiero que sepas, porque no
procures estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo, que te he pedido, y
pasases con ella este infame pecho mío? Pero no hagas tal; que no será razón
que yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber qué es lo que
vieron en milos atrevidos y deshonestos ojos de Lotario que fuese causa de
darle atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha
descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte, Leonela, a esa
ventana y llámale; que, sin duda alguna, se debe de estar en la calle,
esperando poner en efeto su mala intención. Pero primero se pondrá la cruel
cuanto honrada mía.
-¡Ay, señora mía! -respondió la sagaz y
advertida Leonela-. Y ¿qué es lo que quieres hacer con esta daga? ¿Quieres por
ventura quitarte la vida o quitársela a Lotario? Que cualquiera destas cosas
que quieras ha de redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que
disimules tu agravio, y no des lugar a que este mal hombre entre ahora en esta
casa y nos halle solas. Mira, señora, que somos flacas mujeres, y él es hombre,
y determinado; y como viene con aquel mal propósito, ciego y apasionado, quizá
antes que tú pongas en ejecución el tuyo hará él lo que te estaría más mal que
quitarte la vida. ¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanta mano ha querido dar a
este desuellacaras en su casa! Y ya, señora, que le mates, como yo pienso que
quieres hacer, ¿qué hemos de hacer dél después de muerto?
-¿Qué amiga? -respondió Camila-.
Dejarémosle para que Anselmo le entierre, pues será justo que tenga por
descanso el trabajo que tomare en poner debajo de la tierra su misma infamia.
Llámale, acaba; que todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi
agravio parece que ofendo a la lealtad que a mi esposo debo.
Todo esto escuchaba Anselmo, y a cada
palabra que Camila decía se le mudaban los pensamientos; mas cuando entendió
que estaba resuelta en matar a Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa
no se hiciese; pero detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y
honesta resolución, con propósito de salir a tiempo que la estorbase.
Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo
y, arrojándose encima de una cama que allí estaba, comenzó Leonela a llorar muy
amargamente y a decir:
-¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin
ventura, que se me muriese aquí entre mis brazos la flor de la honestidad del
mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...!
Con otras cosas a éstas semejantes, que
ninguno la escuchara que no la tuviera por la más lastimada y leal doncella del
mundo, y a su señora por otra nueva y perseguida Penélope. Poco tardó en volver
de su desmayo Camila, y al volver en si, dijo:
-¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más
leal amigo de amigo que vio el sol, o cubrió la noche? Acaba, corre, aguija,
camina, no se esfogue con la tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se
pase en amenazas y maldiciones la justa venganza que espero.
-Ya voy a llamarle, señora mía -dijo
Leonela-; mas hasme de dar primero esa daga, porque no hagas cosa, en tanto que
falto, que dejes con ella que llorar toda la vida a todos los que bien te
quieren.
-Ve segura, Leonela amiga, que no haré
-respondió Camila-; porque ya que sea atrevida, y simple, a tu parecer, en
volver por mi honra, no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia de quien dicen
que se mató sin haber cometido error alguno, y sin haber muerto primero a quien
tuvo la causa de su desgracia. Yo moriré, si muero; pero ha de ser vengada y
satisfecha del que me ha dado ocasión de venir a este lugar a llorar sus
atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía.
Mucho se hizo de rogar Leonela antes que
saliese a llamar a Lotario; pero, en fin, salió, y entre tanto que volvía,
quedó Camila diciendo, como que hablaba consigo misma:
-¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado
haber despedido a Lotario, como otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle
en condición, como ya le he puesto, que me tenga por deshonesta y mala,
siquiera este tiempo que he de tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda;
pero no quedara yo vengada, ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos
lavadas y tan a paso llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos
le entraron. Pague el traidor con la vida lo que intento con tan lascivo deseo:
sepa el mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no sólo guardó la
lealtad a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle.
Mas, con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo; pero ya se la
apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el no acudir él al
remedio del daño que allí le señalé, debió de ser que, de puro bueno y
confiado, no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo pudiese
caber género de pensamiento que contra su honra fuese; ni aun yo lo creí
después, por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no llegara a
tanto, que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las continuas
lágrimas no me lo manifestaran. Mas ¿para qué hago yo ahora estos discursos?
¿Tiene, por ventura, una resolución gallarda necesidad de consejo alguno? No,
por cierto. ¡Muera, pues, traidores; aquí, venganzas! ¡Entre el falso, venga,
llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere! Limpia entré en poder del que
el cielo me dio por mío; limpia he de salir dél, y, cuando mucho, saldré bañada
en mi casta sangre, y en la impura del más falso amigo que vio la amistad en el
mundo.
Y diciendo esto, se paseaba por la sala
con la daga desenvainada, dando tan desconcertados y desaforados pasos y
haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio, y que no
era mujer delicada, sino un rufián desesperado.
Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de
unos tapices donde se había escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía
que lo que había visto y oído era bastante satisfacción para mayores sospechas,
y ya quisiera que la prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal
repentino suceso. Y estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y
desengañar a su esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía con Lotario de
la mano; y así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran
raya delante della, le dijo:
-Lotario, advierte lo que te digo; si a
dicha te atrevieres a pasar desta raya que ves, ni aun llegar a ella, en el
punto que viere que lo intentas, en ése mismo me pasaré el pecho con esta daga
que en las manos tengo. Y antes que a esto me respondas palabras, quiero que
otras algunas me escuches; que después responderás lo que más te agradare. Lo
primero, quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo mi marido, y en qué
opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a mi.
Respóndeme a esto, y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de responder,
pues no son dificultades las que te pregunto.
No era tan ignorante Lotario, que desde el
primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder a Anselmo, no hubiese dado
en la cuenta de lo que ella pensaba hacer; y así, correspondió con su intención
tan discretamente y tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira
por más que cierta verdad; y así, respondió a Camila desta manera:
-No pensé yo, hermosa Camila, que me
llamabas para preguntarme cosas tan fuera de la intención con que yo aquí
vengo. Si lo haces por dilatarme la prometida merced, desde más lejos pudieras
entretenerla, porque tanto más fatiga el bien deseado cuanto la esperanza está
más cerca de poseello; pero porque no digas que no respondo a tus preguntas,
digo que conozco a tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros
más tiernos años: y no quiero decir lo que tú tan bien sabes de nuestra
amistad, por no me hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga,
poderosa disculpa de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesión
que él te tiene; que, a no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo
de ir contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la
verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mi rompidas
y violadas.
-Si eso confiesas -respondió Camila-,
enemigo mortal de todo aquello que justamente merece ser amado, ¿con qué rostro
osas parecer ante quien sabes que es el espejo donde se mira aquél en quien tú
te debieras mirar, para que vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero ya
cayo, ¡ay, desdichada de mi!, en la cuenta de quién te ha hecho tener tan poca
con lo que a ti mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mía,
que no quiero llamarla deshonestidad, pues no habrá procedido de deliberada
determinación, sino de algún descuido de los que las mujeres que piensan que no
tienen de quién recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no, dime: ¿cuándo,
¡oh traidor!, respondí a tus ruegos con alguna palabra o señal que pudiese
despertar en ti alguna sombra de esperanza de cumplir tus infames deseos?
¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas y reprehendidas de las mías
con rigor y con aspereza? ¿Cuándo tus muchas promesas y mayores dádivas fueron
de mí creídas ni admitidas? Pero, por parecerme que alguno no puede perseverar
en el intento amoroso luengo tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza,
quiero atribuirme a mí la culpa de tu impertinencia, pues, sin duda, algún
descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu cuidado, y así, quiero castigarme y darme
la pena que tu culpa merece. Y porque vieses que siendo conmigo tan inhumana,
no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del
sacrificio que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido,
agraviado de ti con el mayor cuidado que te ha sido posible, y de mí también
con el poco recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te di, para
favorecer y canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que
tengo que algún descuido mío engendró en ti tan desvariados pensamientos es la
que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis propias manos,
porque, castigándome otro verdugo, quizá sería más pública mi culpa; pero antes
que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe de satisfacer
el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo allá, dondequiera que fuere,
la pena que da la justicia desinteresada y que no se dobla al que en términos
tan desesperados me ha puesto.
Y diciendo estas razones, con una
increíble fuerza y ligereza arremetió a Lotario con la daga desenvainada, con
tales muestras de querer enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en duda
si aquellas demostraciones eran falsas o verdaderas, porque le fue forzoso
valerse de su industria y de su fuerza para estorbar que Camila no le diese. La
cual tan vivamente fingía aquel extraño embuste y fealdad, que, por dalle color
de verdad, la quiso matizar con su misma sangre; porque, viendo que no podía
haber a Lotario, o fingiendo que no podía, dijo:
-Pues la suerte no quiere satisfacer del
todo mi tan justo deseo, a lo menos, no será tan poderosa, que, en parte, me
quite que no le satisfaga.
Y haciendo fuerza para soltar la mano de
la daga, que Lotario la tenía asida, la sacó, y guiando su punta por parte que
pudiese herir no profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la
islilla del lado izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo,
como desmayada.
Estaban Leonela y Lotario suspensos y
atónitos de tal suceso, y todavía dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo a
Camila tendida en tierra y bañada en su sangre. Acudió Lotario con mucha
presteza, despavorido y sin aliento, a sacar la daga, y en ver la pequeña
herida, salió del temor que hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la
sagacidad, prudencia y mucha discreción de la hermosa Camila; y, por acudir con
lo que a él le tocaba, comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el
cuerno de Camila, corno si estuviera difunta, echándose muchas maldiciones, no
sólo a él, sino al que había sido causa de habelle puesto en aquel término. Y
como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas que el que le oyera
le tuviera mucha más lástima que a Camila, aunque por muerta la juzgara.
Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario fuese a
buscar quien secretamente a Camila curase; pedíale asimismo consejo y parecer
de lo que dirían a Anselmo de aquella herida de su señora, si acaso viniese
antes que estuviese sana. El respondió que dijesen lo que quisiesen; que él no
estaba para dar consejo que de provecho fuese; sólo le dijo que procurase
tomarle la sangre, porque él se iba adonde gentes no le viesen. Y con muestras
de mucho dolor y sentimiento, se salió de casa; y cuando se vio solo y en parte
donde nadie le veía, no cesaba de hacerse cruces, maravillándose de la
industria de Camila y de los ademanes tan proprios de Leonela. Consideraba cuán
enterado había de quedar Anselmo de que tenía por mujer a una segunda Porcia, y
deseaba verse con él para celebrar los dos la mentira y la verdad más
disimulada que jamás pudiera imaginarse.
Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre
a su señora, que no era más de aquello que bastó para acreditar su embuste, y
lavando con un poco de vino la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo
tales razones en tanto que la curaba, que aunque no hubieran precedido otras,
bastaran a hacer creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la
honestidad. Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose
cobarde y de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más
necesario tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía. Pedía
consejo a su doncella si daría, o no, todo aquel suceso a su querido esposo; la
cual le dijo que no se lo dijese, porque le pondría en obligación de vengarse
de Lotario, lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer
estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese, sino a quitalle
todas aquellas que le fuese posible. Respondió Camila que le parecía muy bien su
parecer, y que ella le seguiría; pero que en todo caso convenía buscar qué
decir a Anselmo de la causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver; a
lo que Leonela respondía que ella, ni aun burlando, no sabía mentir.
-Pues yo, hermana -replicó Camila-, ¿qué
tengo de saber, que no me atreveré a forjar ni sustentar una mentira, si me
fuese en ello la vida? Y si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor
será decirle la verdad desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.
-No tengas pena, señora: de aquí a mañana
-respondió Leonela- yo pensaré qué le digamos, y quizá que por ser la herida
donde es, la podrás encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de
favorecer a nuestros tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, señora
mía, y procura sosegar tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada,
y lo demás déjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre acude a los buenos
deseos.
Atentísimo había estado Anselmo a escuchar
y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tan
extraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció
que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho
la noche, y el tener lugar para salir de su casa, y ir a verse con su buen
amigo Lotario, congratulándose con él de la margarita preciosa que había
hallado en el desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de
darle lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió, y luego fue a
buscar a Lotario; el cual hallado, no se puede buenamente contar los abrazos
que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que dio a
Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras de alguna alegría,
porque se le representaba a la memoria cuán engañado estaba su amigo, y cuán
injustamente él le agraviaba; y aunque Anselmo veía que Lotario no se alegraba,
creía ser la causa por haber dejado a Camila herida y haber él sido la causa; y
así, entre otras razones, le dijo que no tuviese pena del suceso de Camila,
porque, sin duda, la herida era ligera, pues quedaban de concierto de
encubrirsela a él, y que, según esto, no había de qué temer, sino que de allí
adelante se gozase y alegrase con él, pues por su industria y medio él se veía
levantado a la más alta felicidad que acertara a desearse, y quería que no
fuesen otros sus entretenimientos que el hacer versos en alabanza de Camila,
que la hiciesen eterna en la memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su
buena determinación y dijo que él, por su parte, ayudaría a levantar tan
ilustre edificio.
Con esto quedó Anselmo el hombre más
sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo: él mismo llevaba por la mano
a su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la perdición
de su fama. Recebíale Camila con rostro, al parecer, torcido, aunque con alma
risueña. Duró este engaño algunos días, hasta que al cabo de pocos meses volvió
Fortuna su rueda, y salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí
cubierta, y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.