-Todo eso no me descontenta; prosigue
adelante -dijo don Quijote-. Llegaste, ¿y qué hacia aquella reina de la
hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna
empresa con oro de cañutillo, para este su cautivo caballero.
-No la hallé -respondió Sancho- sino
ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
-Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que
los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si
miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
-No era sino rubión -respondió Sancho.
-Pues yo te aseguro -dijo don Quijote-
que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa
adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo
alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
-Cuando yo se la iba a dar –respondió
Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía
en la criba, y díjome: «Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal; que no la
puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está.»
-¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso
debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante, Sancho. Y en
tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó
de mi? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el
tintero una mínima.
-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-;
mas yo le dije de la manera que vuestra merced, por su servicio, quedaba
haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras
como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin
peinarse la barba, llorando, y maldiciendo su fortuna.
-En decir que maldecía mi fortuna dijiste
mal -dijo don Quijote-; porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi
vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del
Toboso.
-Tan alta es -respondió Sancho-, que a
buena fe que me lleva a mí más de un coto.
-Pues, ¿cómo Sancho? -dijo don Quijote-.
¿Haste medido tú con ella?
-Medíme en esta manera -le respondió
Sancho-: que llegándole a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento,
llegamos tan juntos, que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo.
-Pues ¡es verdad -replicó don Quijote- que
no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones de gracias del alma! Pero
no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un
olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto
a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún
curioso guantero?
-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que
sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de ser que ella, con el mucho
ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
-No seria eso -respondió don Quijote-; si
no que tú debías de estar romanizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque
yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo,
aquel ámbar desleído.
-Todo puede ser -respondió Sancho-; que
muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su
merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo
parece a otro.
-Y bien -prosiguió don Quijote-, he aquí
que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino. ¿Qué hizo cuando leyó la
carta?
-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque
dijo que no sabía leer ni escribir; antes la rasgó y la hizo menudas piezas,
diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar
sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor
que vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria que por su causa
quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le
besaba las manos, y que allí quedaba con más deseos de verle que de escribirle;
y que, así, le suplicaba y mandaba, que, vista la presente, saliese de aquellos
matorrales y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego en camino del
Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran
deseo de ver a vuestra merced. Rióse mucho cuando le dije cómo se llamaba
vuestra merced el Caballero de la Triste Figura. Preguntéle si había ido
allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de
bien. También le pregunté por los
galeotes; mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.
-Todo va bien hasta agora -dijo don
Quijote-. Pero dime: ¿qué joya fue la que te dio al despedirte, por las nuevas
que de mí le llevaste? Porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros
y damas andantes dar a los escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas,
de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias,
en agradecimiento de su recado.
-Bien puede eso ser así, y yo la tengo por
buena usanza; pero eso debió de ser en los tiempos pasados; que ahora sólo se
debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio
mi señora Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando della me despedí: y aun
por más señas, era el queso ovejuno.
-Es liberal en extremo -dijo don Quijote-;
y si no te dio joya de oro, sin duda debió de ser porque no la tendría allí a
la mano para dártela; pero buenas son mangas después de Pascua: yo la veré, y
se satisfará todo. ¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece
que fuiste y veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en
ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas;
por lo cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con
mis cosas y es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena
que yo no sería buen caballero andante), digo que éste tal te debió de ayudar a
caminar, sin que tú lo sintieses; que hay sabio destos que coge a un caballero
andante durmiendo en su cama, y sin saber cómo o en qué manera, amanece otro
día más de mil leguas de donde anocheció. Y si no fuese por esto, no se podrían
socorrer en sus peligros los caballeros andantes unos a otros, como se socorren
a cada paso; que acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con algún
endriago, o con algún fiero vestigio, o con otro caballero, donde lleva lo peor
de la batalla y está ya a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma por
acullá, encima de una nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo
suyo, que poco antes se hallaba en Ingalaterra, que le favorece y libra de la
muerte, y a la noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y suele
haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por
industria y sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos
valerosos caballeros. Así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer
que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del Toboso,
pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en volandillas,
sin que tú lo sintieses.
-Así seria -dijo Sancho-; porque a buena
fe que andaba Rocinante como si fuera asno de gitano con azogue en los oídos.
-Y ¡cómo si llevaba azogue! -dijo don
Quijote-. Y aun una legión de demonios, que es gente que camina y hace caminar,
sin cansarse, todo aquello que se les antoja. Pero, dejando esto aparte, ¿qué
te parece a ti que debo yo de hacer ahora cerca de lo que mi señora me manda
que la vaya a ver? Que, aunque yo veo que estoy obligado a cumplir su
mandamiento, véome también imposibilitado del don que he prometido a la
princesa que con vosotros viene, y fuérzame la ley de caballería a cumplir mi
palabra antes que mi gusto. Por una parte, me acosa y fatiga el deseo de ver a
mi señora; por otra, me incita y llama la prometida fe, y la gloria que he de
alcanzar en esta empresa. Pero lo que pienso hacer será caminar apriesa y
llegar presto donde está este gigante, y en llegando, le cortaré la cabeza, y
pondré a la princesa pacíficamente en su estado, y al punto daré la vuelta a
ver a la luz que mis sentidos alumbra, a la cual daré tales disculpas, que ella
venga a tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en aumento de
su gloria y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzaré por las
armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me da y de ser yo suyo.
-¡Ay -dijo Sancho-, y cómo está vuestra
merced lastimado de esos cascos! Pues digame, señor: ¿piensa vuestra merced
caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan rico y tan
principal casamiento como este, donde le dan en dote un reino, que a buena
verdad que he oído decir que tiene más de veinte mil leguas de contorno, y que
es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la
vida humana, y que es mayor que Portugal y que Castilla juntos? Calle, por amor
de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme,
y cásese luego en el primer lugar que haya cura; y si no, ahí está nuestro
licenciado, que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo edad para dar
consejos, y que éste que le doy le viene de molde, y que más vale pájaro en
mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se
enoja no se venga.
-Mira, Sancho -respondió don Quijote-; si el
consejo que me das de que me case es porque sea luego rey en matando al
gigante, y tenga cómodo para hacerte mercedes y darte lo prometido, hágote
saber que sin casarme podré cumplir tu deseo muy fácilmente; porque yo sacaré
de adahala, antes de entrar en la batalla, que, saliendo vencedor della, ya que
no me case, me han de dar una parte del reino, para que la pueda dar a quien yo
quisiere; y en dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a ti?
-Eso está claro -respondió Sancho-; pero
mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque, si no me contentare
la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos y hacer dellos lo que ya he
dicho. Y vuestra merced no se cure de ir por agora a ver a mi señora Dulcinea,
sino váyase a matar al gigante, y concluyamos este negocio; que por Dios que se
me asienta que ha de ser de mucha honra y de mucho provecho.
-Dígote, Sancho -dijo don Quijote-, que
estás en lo cierto, y que habré de tomar tu consejo en cuanto el ir antes con
la princesa que a ver a Dulcinea. Y avisote que no digas nada a nadie, ni a los
que con nosotros vienen, de lo que aquí hemos departido y tratado; que pues
Dulcinea es tan recatada, que no quiere que se sepan sus pensamientos, no será
bien que yo, ni otro por mi, los descubra.
-Pues si eso es así -dijo Sancho-, ¿cómo
hace vuestra merced que todos los que vence por su brazo se vayan a presentar
ante mi señora Dulcinea, siendo esto firma de su nombre que la quiere bien y
que es su enamorado? Y siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar
de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a
dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos?
-¡Oh, qué necio y qué simple eres! –dijo
don Quijote-. ¿Tú no ves, Sancho, que eso todo redunda en su mayor
ensalzamiento? Porque has de saber que en este nuestro estilo de caballería es
gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se
extiendan más sus pensamientos que a servilla por sólo ser ella quien es, sin
esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos sino que ella se contente de
acetarlos por sus caballeros.
-Con esa manera de amor -dijo Sancho- he
oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por si sólo, sin que nos
mueva esperanza de gloria o temor de pena. Aunque yo le querría amar y servir
por lo que pudiese.
-¡Válate el diablo por villano -dijo don
Quijote-, y qué de discreciones dices a las veces! No parece sino que has
estudiado.
-Pues a fe mía que no sé leer –respondió
Sancho.
En esto les dio voces maese Nicolás que
esperasen un poco; que querían detenerse a beber en una fontecilla que allí
estaba. Detúvose don Quijote, con no poco gusto de Sancho, que ya estaba
cansado de mentir tanto y temía no le cogiese su amo a palabras; porque, puesto
que él sabia que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la había visto en
toda su vida.
Habíase en este tiempo vestido Cardenio
los vestidos que Dorotea traía cuando la hallaron, que aunque no eran muy
buenos, hacían mucha ventaja a los que dejaba. Apeáronse junto a la fuente, y
con lo que el cura se acomodó en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha
hambre que todos traían.
Estando en esto, acertó a pasar por allí
un muchacho que iba de camino, el cual, poniéndose a mirar con mucha atención a
los que en la fuente estaban, de allí a poco arremetió a don Quijote y,
abrazándole por las piernas, comenzó a llorar muy de propósito, diciendo:
-¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra
merced? Pues míreme bien; que yo soy aquel mozo Andrés que quitó vuestra merced
de la encina donde estaba atado.
Reconocióle don Quijote, y asiéndole por
la mano, se volvió a los que allí estaban, y dijo:
-Porque vean vuestras mercedes cuán de
importancia es haber caballeros andantes en el mundo, que desfagan los tuertos
y agravios que en él se hacen por los insolentes y malos hombres que en él
viven, sepan vuestras mercedes que los días pasados, pasando yo por un bosque,
oí unos gritos y unas voces muy lastimosas, como de persona afligida y
menesterosa; acudí luego, llevado de mi obligación, hacia la parte donde me
pareció que las lamentables voces sonaban, y hallé atado a una encina a este
muchacho que ahora está delante, de lo que me huelgo en el alma, porque será
testigo que no me dejará mentir en nada. Digo que estaba atado a la encina,
desnudo del medio cuerno arriba, y estábale abriendo a azotes con las riendas
de una yegua un villano, que después supe que era amo suyo; y así como yo le vi
le pregunté la causa de tan atroz vapulamiento; respondió el zafio que le
azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían más de
ladrón que de simple; a lo cual este niño dijo: «Señor, no me azota sino porque
le pido mi salario.» El amo replicó no sé qué arengas y disculpas, las cuales,
aunque de mí fueron oídas, no fueron admitidas. En resolución, yo le hice
desatar, y tomé juramento al villano de que le llevaría consigo y le pagaría un
real sobre otro, y aun sahumados. ¿No es verdad todo esto, hijo Andrés? ¿No
notaste con cuánto imperio se lo mandé, y con cuánta humildad prometió de hacer
todo cuanto yo le impuse y notifiqué y quise? Responde; no te turbes ni dudes
en nada; di lo que pasó a estos señores, porque se vea y considere ser del
provecho que digo haber caballeros andantes por los caminos.
-Todo lo que vuestra merced ha dicho es
mucha verdad -respondió el muchacho-; pero el fin del negocio sucedió muy al
revés de lo que vuestra merced se imagina.
-¿Cómo al revés? -replicó don
Quijote-.Luego ¿no te pagó el villano?
-No sólo no me pagó -respondió el
muchacho-, pero así como vuestra merced traspuso del bosque y quedamos solos,
me volvió a atar a la mesma encina y me dio de nuevo tantos azotes, que quedé
hecho un San Bartolomé desollado; y a cada azote que me daba, me decía un
donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que, a no sentir yo
tanto dolor, me riera de lo que decía. En efecto, él me paró tal, que hasta
ahora he estado curándome en un hospital del mal que el mal villano entonces me
hizo. De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa; porque si se fuera su
camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en
negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y
luego me soltara y pagara cuanto me debía. Mas como vuestra merced le deshonró
tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como
no lo pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el
nublado, de modo, que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.
-El daño estuvo -dijo don Quijote- en irme
yo de allí, que no me había de ir hasta dejarte pagado; porque bien debía yo de
saber, por luengas experiencias, que no hay villano que guarde palabra que
diere, si él vee que no le está bien guardalla. Pero ya te acuerdas, Andrés,
que yo juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y que le había de
hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena.
-Así es la verdad -dijo Andrés-; pero no
aprovechó nada.
-Ahora verás si aprovecha -dijo don
Quijote.
Y diciendo esto, se levantó muy apriesa y mandó
a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos
comían.
Preguntóle Dorotea qué era lo que hacer
quería. El le respondió que quería ir a buscar al villano y castigalle de tan
mal término, y hacer pagado a Andrés hasta el último maravedí, a despecho y
pesar de cuantos villanos hubiese en el mundo; a lo que ella respondió que
advirtiese que no podía, conforme al don prometido, entremeterse en ninguna
empresa hasta acabar la suya; y que pues esto sabía él mejor que otro alguno,
que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino.
-Así es verdad -respondió don Quijote-,y
es forzoso que Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como vos, señora, decís;
que yo le torno a jurar y a prometer de nuevo de no parar hasta hacerle vengado
y pagado.
-No me creo desos juramentos -dijo
Andrés-; más quisiera tener agora con que llegar a Sevilla que todas las
venganzas del mundo: déme, si tiene ahí, algo que coma y lleve, y quédese con
Dios su merced y todos los caballeros andantes, que tan bien andantes sean
ellos para consigo como lo han sido para conmigo.
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de
pan y otro de queso, y dándoselo al mozo, le dijo:
-Toma, hermano Andrés, que a todos nos
alcanza parte de vuestra desgracia.
-Pues ¿qué parte os alcanza a vos?
-preguntó Andrés.
-Esta parte de queso y pan que os doy
-respondió Sancho-, que Dios sabe si me ha de hacer falta o no; porque os hago
saber, amigo, que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a
mucha hambre y a mala ventura, y aun a otras cosas que se sienten mejor que se
dicen.
Andrés asió de su pan y queso y, viendo
que nadie le daba otra cosa, abajó su cabeza y tomó el camino en las manos,
como suele decirse. Bien es verdad que, al partirse, dijo a don Quijote:
-Por amor de Dios, señor caballero
andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me
socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta, que no sea
mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a
todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo.
Ibase a levantar don Quijote para
castigalle; mas él se puso a correr de modo que ninguno se atrevió a seguille.
Quedó corridísimo don Quijote del cuento de Andrés, y fue menester que los
demás tuviesen mucha cuenta con no reírse, por no acaballe de correr del todo.