30. Que trata de la discreción de la
hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo
No hubo bien acabado el cura, cuando
Sancho dijo:
-Pues mía fe, señor licenciado, el que
hizo esa fazaña fue mi amo, y no porque yo no le dije antes y le avisé que
mirase lo que hacía, que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por
grandísimos bellacos.
-Majadero -dijo a esta sazón don Quijote-,
a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos,
encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o
están en aquella angustia, por sus culpas, o por sus desgracias; sólo le toca
ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en sus
bellaquerías. Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice
con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga; y a
quien mal le ha parecido, salvo la santa dignidad del señor licenciado y su
honrada persona, digo que sabe poco de achaque de caballería, y que miente como
un hideputa y mal nacido; y esto le haré conocer con mi espada, donde más
largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y
calándose el morrión; porque la bacía de barbero, que a su cuenta era el yelmo
de Mambrino, llevaba colgada del arzón delantero, hasta adobaría del mal
tratamiento que la hicieron los galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran
donaire, como quien ya sabía el menguado humor de don Quijote y que todos
hacían burla dél, sino Sancho Panza, no quiso ser para menos, y viéndole tan
enojado, le dijo:
-Señor caballero, miémbresele a la vuestra
merced el don que me tiene prometido, y que, conforme a él, no puede
entremeterse en otra aventura, por urgente que sea; sosiegue vuestra merced el
pecho, que si el señor licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido
librados los galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera
tres veces la lengua, antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra
merced redundara.
-Eso juro yo bien -dijo el cura-, y aun me
hubiera quitado un bigote.
-Yo callaré, señora mía -dijo don
Quijote-, y reprimiré la justa cólera que ya en mi pecho se había levantado, y
iré quieto y pacífico hasta tanto que os cumpla el don prometido; pero, en pago
deste buen deseo, os suplico me digáis, si no os hace de mal, cuál es la
vuestra cuita, y cuántas, quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo
de dar debida, satisfecha y entera venganza.
-Eso haré yo de gana -respondió Dorotea-,
si es que no os enfada oír lástimas y desgracias.
-No enfadará, señora mía -respondió don
Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
-Pues así es, esténme vuestras mercedes
atentos.
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y
el barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver cómo fingía su historia la
discreta Dorotea, y lo mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su
amo. Y ella, después de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser
y hacer otros ademanes, con mucho donaire comenzó a decir desta manera:
-Primeramente, quiero que vuestras
mercedes sepan, señores míos, que a mi me llaman...
Y detúvose aquí un poco porque se le
olvidó el nombre que el cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque
entendió en lo que reparaba, y dijo:
-No es maravilla, señora mía, que la
vuestra grandeza se turbe y empache contando sus desventuras; que ellas suelen
ser tales, que muchas veces quitan la memoria a los que maltratan, de tal
manera, que aun de sus mesmos nombres no se les acuerda, como han hecho con
vuestra gran señoría, que se ha olvidado que se llama la princesa Micomicona,
legítima heredera del gran reino Micomicón; y con este apuntamiento puede la
vuestra grandeza reducir ahora fácilmente a su lastimada memoria todo aquello
que contar quisiere.
-Así es la verdad -respondió la doncella-,
y desde aquí adelante creo que no será menester apuntarme nada; que yo saldré a
buen puedo con mi verdadera historia. La cual es que el rey mi padre, que se
llamaba Tinacrio el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica, y
alcanzó por su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había
de morir primero que él, y que de allí a poco tiempo él también había de pasar
desta vida y yo había de quedar huérfana de padre y madre. Pero decía él que no
le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en confusión saber por cosa muy cierta
que un descomunal gigante, señor de una grande ínsula, que casi alinda con
nuestro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista (porque es cosa
averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al
revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno y por poner miedo y
espanto a los que mira), digo que supo que este gigante, en sabiendo mi
orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino, y me lo había de
quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me recogiese; pero que podía
excusar toda esta rutina y desgracia si yo me quisiese casar con él; mas, a lo
que él entendía, jamás pensaba que me vendría a mi en voluntad de hacer tan
desigual casamiento; y dijo en esto la pura verdad, porque jamás me ha pasado
por el pensamiento casarme con aquel gigante, pero ni con otro alguno, por
grande y desaforado que fuese. Dijo también mi padre que después que él fuese
muerto y viese yo que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino, que no
aguardase a ponerme en defensa, porque seria destruirme, sino que libremente le
dejase desembarazado el reino, si quería excusar la muerte y total destruición
de mis buenos y leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de
la endiablada fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los míos, me
pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males
hallando a un caballero andante, cuya fama en este tiempo se extendería por
todo este reino; el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o
don Gigote.
-Don Quijote diría, señora -dijo a esta
sazón Sancho Panza-, o, por otro nombre, el Caballero de la Triste Figura.
-Así es la verdad -dijo Dorotea-. Dijo
más: que había de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho,
debajo del hombro izquierdo, o por allí junto, había de tener un lunar pardo
con ciertos cabellos a manera de cerdas.
En oyendo esto don Quijote, dijo a su
escudero:
-Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a
desnudar, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey dejó
profetizado.
-Pues ¿para qué quiere vuestra merced
desnudarse? -dijo Dorotea.
-Para ver si tengo ese lunar que vuestro
padre dijo -respondió don Quijote.
-No hay para qué desnudarse -dijo Sancho-;
que yo sé que tiene vuestra merced un lunar desas señas en la mitad del
espinazo, que es señal de ser hombre fuerte.
-Eso basta -dijo Dorotea-; porque con los amigos
no se ha de mirar en pocas cosas y que esté en el hombro, o que esté en el
espinazo, importa poco: basta que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo
es una mesma carne; y, sin duda, acertó mi buen padre en todo, y yo he acertado
en encomendarme al señor don Quijote; que él es por quien mi padre dijo, pues
las señales del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero
tiene, no sólo en España, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube
desembarcado en Osuna, cuando oí decir tantas hazañas suyas, que luego me dio
el alma que era el mesmo que venía a buscar.
-Pues ¿cómo se desembarcó vuestra merced
en Osuna, señora mía -preguntó don Quijote-, si no es puerto de mar?
Mas antes que Dorotea respondiese, tomó el
cura la mano, y dijo:
-Debe de querer decir la señora princesa
que después que desembarcó en Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de
vuestra merced fue en Osuna.
-Eso quise decir -dijo Dorotea.
-Y esto lleva camino -dijo el cura-; y
prosiga vuestra Majestad adelante.
-No hay que proseguir -respondió Dorotea-,
sino que, finalmente, mi suerte ha sido tan buena en hallar al señor don
Quijote, que ya me cuento y tengo por reina y señora de todo mi reino, pues él,
por su cortesía y magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo
dondequiera que yo le llevare, que no será a otra parte que a ponerle delante
de Pandafilando de la Fosca Vista, para que le mate, y me restituya lo que tan
contra razón me tiene usurpado; que todo esto ha de suceder a pedir de boca,
pues así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre; el cual
también dejó dicho, y escrito en letras caldeas o griegas, que yo no las sé
leer, que si este caballero de la profecía, después de haber degollado al
gigante, quisiese casarse conmigo, que yo me otorgarse luego sin réplica alguna
por su legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi
persona.
-¿Qué te parece, Sancho amigo? -dijo a
este punto don Quijote-. ¿No oyes lo que pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si
tenemos ya reino que mandar y reina con quien casar.
-¡Eso juro yo -dijo Sancho- para el puto
que no se casare en abriendo el gaznatico al señor Pandahilado! Pues ¡monta que
es mala la reina! ¡Así se me vuelvan las pulgas de la cama!
Y diciendo esto, dio dos zapatetas en el
aire, con muestras de grandísimo contento, y luego fue a tomar las riendas de
la muía de Dorotea, y haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella,
suplicándole le diese las manos para besárselas, en señal que la recibía por su
reina y señora. ¿Quién no había de reír de los circunstantes, viendo la locura
del amo y la simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le
prometió de hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto
bien, que se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras,
que renovó la risa en todos.
-Esta, señores -prosiguió Dorotea-, es mi
historia; sólo resta por deciros que de cuanta gente de acompañamiento saqué de
mi reino no me ha quedado sino sólo este buen barbado escudero, porque todos se
anegaron en una gran borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos
en dos tablas a tierra, como por milagro; y así, es todo milagro y misterio el
discurso de mi vida, como lo habréis notado. Y si en alguna cosa he andado
demasiada, o no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor
licenciado dijo al principio de mi cuento: que los trabajos continuos y
extraordinarios quitan la memoria al que los padece.
-Esa no me quitarán a mi, ¡oh alta y
valerosa señora! -dijo don Quijote-, cuantos yo pasare en serviros, por grandes
y no vistos que sean; y así, de nuevo confirmo el don que os he prometido y
juro de ir con vos al cabo del mundo, hasta yerme con el fiero enemigo vuestro,
a quien pienso, con la ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia
con los filos desta... no quiero decir buena espada, merced a Ginés de
Pasamonte, que me llevó la mía.
Esto dijo entre dientes, y prosiguió
diciendo:
-Y después de habérsela tajado y puestos
en pacífica posesión de vuestro estado, quedará a vuestra voluntad hacer de
vuestra persona lo que más en talante os viniere; porque mientras que yo
tuviere ocupada la memoria y cautiva la voluntad, perdido el entendimiento, a
aquella... y no digo más, no es posible que yo arrostre, ni por pienso, el casarme,
aunque fuese con el ave fénix.
Parecióle tan mal a Sancho lo que
últimamente su amo dijo acerca de no querer casarse, que, con grande enojo,
alzando la voz, dijo:
-Voto a mí, y juro a mi, que no tiene
vuestra merced, señor don Quijote, cabal juicio: pues ¿cómo es posible que pone
vuestra merced en duda el casarse con tan alta princesa como aquésta? ¿Piensa
que le ha de ofrecer la fortuna tras cada cantillo semejante ventura como la
que ahora se le ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi señora Dulcinea? No, por
cierto, ni aun con la mitad, y aun estoy por decir que no llega a su zapato de
la que está delante. Así, noramala alcanzaré yo el condado que espero, si
vuestra merced se anda a pedir cotufas en el golfo. Cásese, cásese luego,
encomiéndole yo a Satanás, y tome ese reino que se le viene a las manos de vobis
vobis, y en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego, siquiera se
lo lleve el diablo todo.
Don Quijote, que tales blasfemias oyó
decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir; y, alzando el lanzón, sin
hablalle palabra a Sancho y sin decirle esta boca es mía, le dio tales dos
palos, que dio con él en tierra; y si no fuera porque Dorotea le dio voces que
no le diera más, sin duda le quitara allí la vida.
-¿Pensáis -le dijo a cabo de rato-,
villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la
horcajadura, y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues no lo
penséis, bellaco descomulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en
la sin par Dulcinea. Y ¿no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese
por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una
pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, y ¿quién pensáis que ha ganado este
reino y cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo
esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de
Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí,
y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa
bellaco, y cómo sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la
tierra a ser señor de titulo, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de
quien os la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho, que no
oyese todo cuanto su amo le decía; y levantándose con un poco de presteza, se
fue a poner detrás del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo a su amo:
-Dígame, señor: si vuestra merced tiene
determinado de no casarse con esta gran princesa, claro está que no será el
reino suyo; y no siéndolo, ¿qué mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo
me quejo; cásese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la
tenemos aquí como llovida del cielo, y después puede volverse con mi señora
Dulcinea; que reyes debe haber habido en el mundo que hayan sido amancebados.
En lo de la hermosura no me entremeto; que, en verdad, si va a decirla, que
entrambas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la señora Dulcinea.
-¿Cómo que no la has visto, traidor
blasfemo? -dijo don Quijote-. Pues ¿no acabas de traerme ahora un recado de su
parte?
-Digo que no la he visto tan despacio
–dijo Sancho-, que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas
partes punto por punto; pero así a bulto, me parece bien.
-Ahora te disculpo -dijo don Quijote-, y
perdóname el enojo que te he dado; que los primeros movimientos no son en manos
de los hombres.
-Ya yo lo veo -respondió Sancho-; y así,
en mi la gana de hablar siempre es primero movimiento, y no puedo dejar de
decir, por una vez siquiera, lo que me viene a la lengua.
-Con todo eso -dijo don Quijote-, mira,
Sancho, lo que hablas; porque tantas veces va el cantarillo a la fuente..., y
no te digo más.
-Ahora bien -respondió Sancho-, Dios está
en el cielo, que ve las trampas, y será juez de quien hace más mal: yo en no
hablar bien, o vuestra merced en no obrallo.
-No haya más -dijo Dorotea-: corred,
Sancho, y besad la mano a vuestro señor, y pedilde perdón, y de aquí adelante
andad más atentado en vuestras alabanzas y vituperios, y no digáis mal de
aquesa señora Tobosa, a quien yo no conozco si no es para servilla, y tened
confianza en Dios, que no os ha de faltar un estado donde viváis como un
príncipe.
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su
señor, y él se la dio con reposado continente; y después que se la hubo besado,
le echó la bendición, y dijo a Sancho que se adelantase un poco, que tenía que
preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así Sancho
y apartáronse los dos algo adelante, y díjole don Quijote:
-Después que veniste, no he tenido lugar
ni espacio para preguntarte muchas cosas de particularidad acerca de la
embajada que llevaste y de la respuesta que trujiste; y ahora, pues la fortuna
nos ha concedido tiempo y lugar, no me niegues tú la ventura que puedes darme
con tan buenas nuevas.
-Pregunte vuestra merced lo que quisiere
-respondió Sancho-; que a todo daré tan buena salida como tuve la entrada. Pero
suplico a vuestra merced, señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo.
-¿Por qué lo dices, Sancho? -dijo don
Quijote.
-Dígolo -respondió- porque estos palos de
agora más fueron por la pendencia que entre los dos trabó el diablo la otra
noche que por lo que dije contra mi señora Dulcinea, a quien amo y reverencio
como a una reliquia, aunque en ella no la haya, sólo por ser cosa de vuestra
merced.
-No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu
vida -dijo don Quijote-, que me dan pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien
sabes tú que suele decirse: «A pecado nuevo, penitencia nueva.
Mientras esto pasaba, vieron venir por el
camino donde ellos iban a un hombre caballero sobre un jumento, y cuando llegó
cerca les pareció que era gitano; pero Sancho Panza, que doquiera que vía asnos
se le iban los ojos y el alma, apenas hubo visto al hombre cuando conoció que
era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del gitano sacó el ovillo de su asno,
como era la verdad, pues era el rucio sobre que Pasamonte venía; el cual, por
no ser conocido y por vender el asno, se había puesto en traje de gitano, cuya
lengua, y otras muchas, sabía hablar, como si fueran naturales suyas. Viole
Sancho, y conocióle; y apenas le hubo visto y conocido, cuando a grandes voces
le dijo:
-¡Ah, ladrón Ginesillo! ¡Deja mi prenda,
suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo!
¡Huye, puto; auséntate, ladrón, y desampara lo que no es tuyo!
No fueron menester tantas palabras ni
baldones, porque a la primera saltó Ginés y, tomando un trote que parecía
carrera, en un punto se ausentó y alejó de todos. Sancho llegó a su rucio, y,
abrazándole, le dijo:
-¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis
ojos, compañero mío?
Y con esto le besaba y acariciaba, como si
fuera persona. El asno callaba y se dejaba besar y acariciar de Sancho, sin
responderle palabra alguna. Llegaron todos y diéronle el parabién del hallazgo
del rucio, especialmente don Quijote, el cual le dijo que no por eso anulaba la
póliza de los tres pollinos. Sancho se lo agradeció.
En tanto que los dos iban en estas
pláticas, dijo el cura a Dorotea que había andado muy discreta, así en el
cuento como en la brevedad dél y en la similitud que tuvo con los de los libros
de caballerías. Ella dijo que muchos ratos se había entretenido en leellos;
pero que no sabía ella dónde eran las provincias ni puertos de mar, y que, así,
había dicho a tiento que se había desembarcado en Osuna.
-Yo lo entendí así -dijo el cura-, y por
eso acudí luego a decir lo que dije, con que se acomodó todo. Pero ¿no es cosa
extraña ver con cuánta facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones
y mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus libros?
-Sí es -dijo Cardenio-; y tan rara y nunca
vista, que yo no sé si queriendo inventarla y fabricarla mentirosamente,
hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar en ella.
-Pues otra cosa hay en ello -dijo el
cura-: que fuera de las simplicidades que este buen hidalgo dice tocantes a su
locura, si le tratan de otras cosas, discurre con bonísimas razones y muestra
tener un entendimiento claro y apacible en todo; de manera que, como no le
toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen
entendimiento.
En tanto que ellos iban en esta
conversación, prosiguió don Quijote con la suya, y dijo a Sancho:
-Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar
en esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con enojo
ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué
le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te
la trasladó? Y todo aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de
preguntarse y satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni,
menos, te acodes por no quitármele.
-Señor -respondió Sancho-, si va a decir
la verdad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna.
-Así es como tú dices -dijo don Quijote-,
porque el librillo de memoria donde yo la escribí le hallé en mi poder a cabo
de dos días de tu partida, lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo
que habías tú de hacer cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te
volvieras desde el lugar donde la echaras menos.
-Así fuera -respondió Sancho-, si no la
hubiera yo tomado en la memoria cuando vuestra merced me la leyó, de manera,
que se la dije a un sacristán, que me la trasladó del entendimiento tan punto
por punto, que dijo que en todos los días de su vida, aunque había leído muchas
cartas de descomunión, no había visto ni leído tan linda carta como aquélla.
-Y ¿tiénesla todavía en la memoria,
Sancho? -dijo don Quijote.
-No, señor -respondió Sancho-, porque
después que la di, como vi que no había de ser de más provecho, di en
olvidalla, y si, algo se me acuerda, es aquello del sobajada, digo, del soberana
señora, y lo último: Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la
Triste Figura. Y en medio destas dos cosas le puse más de trescientas
almas, y vidas, y ojos míos.