13. Donde se da fin al cuento de la
pastora Marcela, con otros sucesos
Mas apenas comenzó a descubrirse el día por
los balcones del Oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y
fueron a despertar a don Quijote, y a
decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de
Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no
deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo
cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en
camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una
senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos
negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa.
Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos,
asimesmo, dos gentiles hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con
otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar se
saludaron cortésmente y, preguntándose los unos a los otros dónde iban,
supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro, y así, comenzaron a
caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su
compañero, le dijo:
-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de
dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos, en ver este famoso entierro,
que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado
extrañezas, ansí del muerto pastor como de la pastora homicida.
-Así me lo parece a mí -respondió
Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de un día; pero de cuatro la hiciera, a
trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que
habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada
habían encontrado con aquellos pastores y que, por haberles visto en aquel tan
triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera;
que uno de ellos se lo contó, contando la extrañeza y hermosura de una pastora
llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de
aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a
don Quijote había contado.
Cesó esta plática, y comenzóse otra,
preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le
movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual
respondió don Quijote:
-La profesión de mi ejercicio no consiente
ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo y el reposo,
allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las
armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros
andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le
tuvieron por loco; y por averiguarlo más y ver qué género de locura era el
suyo, le tomó a preguntar Vivaldo que qué quería decir caballeros andantes.
-¿No han vuestras mercedes leído -respondió
don Quijote- los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas
fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano
llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel
reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se convirtió en cuervo, y
que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a
cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a éste haya ningún inglés
muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella
famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron,
sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera
dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel
tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino,
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes
fechos. Pues desde entonces, de mano en mano fue aquella orden de caballería
extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella
fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con
todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte
de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en
nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don
Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he
dicho es la orden de su caballería; en la cual, como otra vez he dicho, yo,
aunque pecador. be hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros
referidos profeso yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando
las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más
peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo acabaron de
enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicio, y del género de
locura que lo señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían
todos aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era
persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco
camino que decían que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso
darle ocasión a que pasase mas adelante con sus disparates. Y así le dijo:
-Paréceme, señor caballero andante, que
vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la
tierra, y tengo para mi que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser –respondió
nuestro don Quijote-; pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de
ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que
pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo
ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo
el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo
que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de
nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por
blanco de los insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del
invierno. Así, que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se
ejecuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ella
tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando
y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor
trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios
favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por
pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del
encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda,
es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable. roto
y piojoso: porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron
mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser
emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su
sangre y de su sudor, y que si a los que tal grado subieron les faltaran
encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de
sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
-De ese parecer estoy yo -replicó el
caminante-; pero una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los
caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande
y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca
en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada
cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes se encomiendan a
sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios; cosa que me
parece que huele algo a gentilidad.
-Señor -respondió don Quijote-, eso no
puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que
otra cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca
que el caballero andante que al acometer algún gran fecho de armas tuviese su
señora delante vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide
con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y
aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en
que de todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en
las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse
a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra.
-Con todo eso -replicó el caminante-, me
queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre
dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera,
y a volver los caballos, y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni
más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida
se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que uno cae
por las ancas del caballo pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y
al otro le viene también, que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera
dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse
a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras
que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y
estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos
los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son
enamorados.
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-:
digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y
tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y
a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante
sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por
legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la
caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y
ladrón.
-Con todo eso -dijo el caminante-, me
parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso
Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con
todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
-Señor, una golondrina sola no hace
verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado,
fuera que aquello de querer bien a todas cuantas bien le parecían, era
condición natural, a quien no podía ir a la mano. Vero, en resolución,
averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de
su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque
se preció de secreto caballero.
-Luego si es de esencia que todo caballero
andante haya de ser enamorado -dijo el caminante-, bien se puede creer que
vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se
precia a ser tan secreto como don Galmor, con las veras que puedo le suplico,
en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria,
calidad y hermosura de su dama; que ella se tendría por dichosa de que todo el
mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced
parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote. y
dijo:
-Yo no podré afirmar si la dulce mi
enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo sé decir,
respondiendo a lo que tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea;
su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de
ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en
ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos
de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente
campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas,
sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho,
marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana
encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la
discreta consideración puede encarecerías, y no compararlas.
-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos
saber -replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
-No es de los antiguos Curcios, Gayos y
Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y
Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia,
Palafoxes, Nuzas, Rocabertís, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y
Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla,
Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal; pero es de los del Toboso de la
Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más
ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no
fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de
Orlando, que decía:
Nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
-Aunque el mío es de los Cachopines de
Laredo -respondió el caminante-, no le osaré yo poner con el del Toboso de la
Mancha; puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha
llegado a mis oídos.
-¡Cómo eso no habrá
llegado! –replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos
los demás la plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores
conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Sólo Sancho
Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y
habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer
aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal
princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que,
por la quiebra que dos altas montañas hacían bajaban hasta veinte pastores,
todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo
que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos
traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual
visto por uno de los cabreros, dijo:
-Aquellos que allí vienen son los que
traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montana es el lugar donde él
mandó que le enterrasen.
Por esto se dieron priesa a llegar, y fue
a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo, y cuatro de
ellos con agudos picos estaban cavando la sepultura, a un lado de una dura
peña.
Recibiéronse los unos y los otros
cortésmente, y luego don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar
las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como
pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que
vivo había sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél
tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados.
Y así los que esto miraban como los que abrían la sepultura, y todos los demás
que allí había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al
muerto trujeron dijo a otro:
-Mira bien, Ambrosio, si es éste el lugar
que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó
mandado en su testamento.
-Este es -respondió Ambrosio-; que muchas
veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me
dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y
allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto
como enamorado, y allí fue, la última vez, donde Marcela le acabó de desengañar
y desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí,
en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del
eterno olvido.
Y volviéndose a don Quijote y a los
caminantes, prosiguió diciendo:
-Ese cuerpo, señores, que con piadosos
ojos estáis mirando fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita
parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Crisóstomo, que fue único en el
ingenio, solo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad,
magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente,
primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser
desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera,
importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a
la ingratitud, de quién alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la
mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él
procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo
pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no hubiera mandado
que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con
ellos -dijo Vivaldo- que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se
cumpla la voluntad de quien en lo que ordena va fuera de todo razonable
discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en
ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que,
señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis
dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos
cumpláis como indiscreto; antes haced, dando la vida a estos papeles, que la
tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos
que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en
semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia
deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y la
ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida; de la cual
lamentable historia se puede sacar cuánta haya sido la crueldad de Marcela, el
amor de Crisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los
que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los
ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Crisóstomo, y que en este lugar
había de ser enterrado, y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro
derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había
lastimado en oíllo. Y en pago desta lástima, y del deseo que en nosotros nació
de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio!, a lo menos, yo
te lo suplico de mi parte, que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes
llevar algunos dellos.
Y sin aguardar que el pastor respondiese,
alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual
Ambrosio, dijo:
-Por cortesía consentiré que os quedéis,
señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que
quedan es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los
papeles decían, abrió luego el uno delios y vio que tenía por título: Canción
desesperada. Oyólo Ambrosio, y dijo:
-Ese es el último papel que escribió el
desdichado; y porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras,
leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que se tardare
en abrir la sepultura.
-Eso haré yo de muy buena gana -dijo
Vivaldo.
Y como todos los circunstantes tenían el
mesmo deseo, se le pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que
así decía: