12.
De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote
Estando en esto, llegó otro mozo de los que
les traían del aldea el bastimento, y dijo:
-¿Sabéis lo que pasa en el lugar,
compañeros?
-¿Cómo lo podemos saber? –respondió uno
dellos.
-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió
esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que
ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo
el rico; aquella que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
-¿Por Marcela dirás? -dijo uno.
-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es
lo bueno que mandó en su testamento que le enterrase en el campo, como si fuera
moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque, porque,
según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez
primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen
que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de
gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante,
que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar
nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado;
mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus
amigos quieren, y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo
dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré
de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
-Todos haremos lo mesmo –respondieron los
cabreros-, y echaremos suertes a quién ha de quedar a guardar las cabras de
todos.
-Bien dices, Pedro -dijo uno de ellos-;
aunque no será menester usar de esa diligencia: que yo me quedaré por todos. Y
no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar
el garrancho que el otro día me pasó este pie.
-Con todo eso, te lo agradecemos
-respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué
muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que
sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en
aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al
cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy
leído. Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo
que pasan allá en el cielo el sol y la luna, porque puntualmente nos decía el
cris del sol y de la luna.
-Eclipse se llama, amigo, que no cris,
el escurecerse esos dos luminares mayores –dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías,
prosiguió su cuento diciendo:
-Asímesmo adevinaba cuándo había de ser el
año abundante o estil.
-Estéril queréis decir, amigo -dijo don
Quijote.
-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo
se sale allá. Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y sus amigos,
que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba,
diciéndoles: «Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar
garbanzos, y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres
siguientes no se cogerá gota.»
-Esa ciencia se llama astrología -dijo don
Quijote.
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-;
mas sé que todo esto sabía, y aún más. Finalmente. no pasaron muchos meses
después que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor, con
su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar
traía, y juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado
Ambrosio, que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir
cómo Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que
él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos
para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos
decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso
vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y no podían
adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan extraña mudanza. Ya
en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó
heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como en raíces, y en no
pequeña cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran cantidad de dineros; de
todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en verdad que todo lo merecía; que
era muy buen compañero, y caritativo, y amigo de los buenos, y tenía una cara
como una bendición. Después se vino a entender que el haberse mudado de traje
no había sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de
aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había
enamorado el pobre difunto de Grisóstomo. Y quiéroos decir agora, porque es
bien que lo sepáis, quién es esta rapaza: quizá, y aun sin quizá, no habréis
oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años
que sarna.
-Decid Sarra -replicó don Quijote, no
pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.
-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y
si es, señor, que me habéis de andar zahiriendo a cada paso los vocablos, no
acabaremos en un año.
-Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que
por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes
muy bien, porque vive más sarna que
Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada.
-Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el
cabrero-, que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de
Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las
muchas y grandes riquezas, una hija de cuyo parto murió su madre, que fue la
más honrada mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora
la veo, con aquella cara que del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y,
sobre todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar
su ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la
muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela,
muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado en nuestro
lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su
madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le había de
pasar la de la hija. Y así fue que cuando llegó a edad de catorce a quince
años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado,
y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho
recato y con mucho encerramiento; pero, con todo eso, la fama de su mucha
hermosura se extendió de manera, que así por ella como por sus muchas riquezas,
no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la
redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tío
se la diese por mujer. Mas él, que a las derechas es buen cristiano, aunque
quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso hacerlo sin su
consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener
la hacienda de la moza dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más
de un corrillo en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote; que quiero que
sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se
murmura; y tened para vos, como yo tengo para mi, que debía de ser
demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien
dél, especialmente en las aldeas.
-Así es la verdad -dijo don Quijote-, y
proseguid adelante; que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis
con muy buena gracia.
-La del Señor no me falte, que es la que
hace al caso. Y en lo demás sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y
le decía las calidades de cada uno, en particular, de los muchos que por mujer
la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió
otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha,
no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que
daba, al parecer, justas excusas, dejaba el tío de importunaría, y esperaba a
que entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque
decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado
contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la
melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su tío ni todos los del
pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas
del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y así como ella salió en público y
su hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos
mancebos, hidalgos y labradores, han tomado el traje de Grisóstomo y la andan
requebrando por esos campos; uno de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro
difunto, del cual decían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense
que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco,
o de ningún recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que
venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la
vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan
ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna
pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva
de la compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y
amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque
sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un
trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra que si por
ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los
corazones de los que la tratan a servirla y a amarla; pero su desdén y
desengaño los conduce a términos de desesperarse, y así, no saben qué decirle,
sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos a éste
semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si aquí
estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles
con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí
un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que su
lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela, y encima de
alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su
amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí
suspira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas canciones, acá
desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al
pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos,
embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a la mañana, y
cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la
más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus
quejas al piadoso cielo. Y déste y de aquél, y de aquellos y de éstos, libre y
desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela. y todos los que la conocemos
estamos esperando en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso
que lía de venir a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan
extremada. Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a
entender que también lo es lo que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de
la muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros
mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
amigos, y no está deste lugar a aquel donde manda enterrarse media legua.
-En cuidado me lo tengo -dijo don
Quijote-, y agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narración de tan
sabroso cuento.
-¡Oh! -replicó el cabrero-. Aún no sé yo
la mitad de los casos sucedidos a los amantes de Marcela; mas podría ser que mañana
topásemos en el camino algún pastor que nos los dijese. Y por ahora, bien será
que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la
herida; puesto que es tal la medicina que os he puesto, que no hay que temer de
contrario accidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el
tanto hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase a
dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó
en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela.
Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como
enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces.