8. Donde se cuenta lo que le sucedió a don
Quijote yendo a ver su señora Dulcinea del Toboso
«¡Bendito sea el poderoso Alá! -dice Hamete Benengeli al
comienzo deste octavo capítulo-. ¡Bendito sea Alá!» repite tres veces, y dice
que da estas bendiciones por ver que tiene ya en campaña a don Quijote y a
Sancho, y que los letores de su agradable historia pueden hacer cuenta que
desde este punto comienzan las hazañas y donaires de don Quijote y de su
escudero; persuádeles que se les olviden las pasadas caballerías del Ingenioso
Hidalgo, y pongan los ojos en las que están por venir, que desde agora en el
camino del Toboso comienzan, como las otras comenzaron en los campos de
Montiel, y no es mucho lo que pide para tanto como él promete; y así prosigue,
diciendo:
Solos quedaron don Quijote y Sancho, y
apenas se hubo apartado Sansón, cuando comenzó a relinchar Rocinante y a
sospirar el rucio, que de entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena
señal y por felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron
los sospiros y rebuznos del rucio que los relinchos del rocín, de donde coligió
Sancho que su ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor,
fundándose no se sí en astrología judiciaria que él se sabia, puesto que la historia
no lo declara; sólo le oyeron decir que cuando tropezaba o caía se holgara no
haber salido de casa, porque del tropezar o caer no se sacaba otra cosa sino el
zapato roto, o las costillas quebradas; y aunque tonto, no andaba en esto muy
fuera de camino. Díjole don Quijote:
-Sancho amigo, la noche se nos va entrando
a más andar, y con más escuridad de la que habíamos menester para alcanzar a
ver con el día al Toboso, adonde tengo determinado de ir antes que en otra
aventura me ponga, y allí tomaré la bendición y buena licencia de la sin par
Dulcinea; con la cual licencia pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice
cima a toda peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más
valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas.
-Yo así lo creo -respondió Sancho-; pero
tengo por dificultoso que vuesa merced pueda hablarla, ni verse con ella, en
parte, a lo menos, que pueda recebir su bendición, si ya no se la echa desde
las bardas del corral, por donde yo la vi la vez primera, cuando le llevé la
carta donde iban las nuevas de las sandeces y locuras que vuesa merced quedaba
haciendo en el corazón de Sierra Morena.
-¿Bardas de corral se te antojaron
aquéllas, Sancho -dijo don Quijote-, adonde o por donde viste aquella jamás bastantemente
alabada gentileza y hermosura? No debían de ser sino galerías, o corredores, o
lonjas o como las llaman, de ricos y reales palacios.
-Todo pudo ser -respondió Sancho-; pero a
mí bardas me parecieron, si no es que soy falto de memoria.
-Con todo eso, vamos allá, Sancho -replicó
don Quijote-: que como yo vea, eso se me da que sea por bardas que por
ventanas, o por resquicios, o verjas de jardines; que cualquier rayo que del
sol de su belleza llegue a mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi
corazón, de modo, que quede único y sin igual en la discreción y en la
valentía.
-Pues en verdad, señor -respondió Sancho-,
que cuando yo vi ese sol de la señora Dulcinea del Toboso, que no estaba tan
claro, que pudiese echar de sí rayos algunos; y debió de ser que como su merced
estaba ahechando aquel trigo que dije, el mucho polvo que sacaba se le puso
como nube ante el rostro y se le escureció.
-¡Que todavía das, Sancho -dijo don
Quijote-, en decir, en pensar, en creer y en porfiar que mi señora Dulcinea
ahechaba trigo, siendo eso un menester y ejercicio que va desviado de todo lo
que hacen y deben hacer las personas principales que están constituidas y
guardadas para otros ejercicios y entretenimientos, que muestran a tiro de
ballesta su principalidad...! Mal se te acuerdan a ti, ¡oh Sancho!, aquellos
versos de nuestro poeta donde nos pinta las labores que hacían allá en sus
moradas de cristal aquellas cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron las
cabezas, y se sentaron a labrar en el prado verde aquellas ricas telas que allí
el ingenioso poeta nos describe, que todas eran de oro, sirgo y perlas
contextas y tejidas. Y desta manera debía de ser el de mi señora cuando tú la
viste; sino que la envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas,
todas las que me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que
ellas tienen; y así, temo que en aquella historia que dicen que anda impresa de
mis hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá
puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras,
divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuación
de una verdadera historia. ¡Oh, envidia, raíz de infinitos males, y carcoma de
las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo;
pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias.
-Eso es lo que yo digo también –respondió
Sancho-; y pienso que en esa leyenda o historia que nos dijo el bachiller
Carrasco que de nosotros había visto debe de andar mi honra a coche acá,
cinchado; y, como dicen, al estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues
a fe de bueno que no he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos
bienes, que pueda ser envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso, y que tengo
mis ciertos asomos de bellaco; pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la
simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa; y cuando otra cosa no
estuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en
todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser
enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener
misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo que
quisieren; que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque por
yerme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un
higo que digan de mí todo lo que quisieren.
-Eso me parece, Sancho -dijo don Quijote-,
a lo que sucedió a un famoso poeta destos tiempos, el cual, habiendo hecho una
maliciosa sátira contra todas las damas cortesanas, no puso ni nombré en ella a
una dama que se podía dudar si lo era o no; la cual, viendo que no estaba en la
lista de las demás, se quejó al poeta diciéndole que qué había visto en ella
para no ponerla en el número de las otras, y que alargase la sátira y la
pusiese en el ensanche; si no, que mirase para lo que había nacido. Hízolo así
el poeta, y púsola cual no digan dueñas, y ella quedó satisfecha, por verse con
fama, aunque infame. También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor que
puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete
maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos
venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase, ni hiciese por palabra o
por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo,
todavía se supo que se llamaba Eróstrato. También alude a esto lo que sucedió
al grande emperador Carlo V con un caballero en Roma. Quiso ver el emperador
aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de
todos los dioses, y ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos, y
es el edificio que mas entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma,
y es el que más conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus
fundadores; él es de hechura de una media naranja, grandísimo en extremo, y
está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana, o, por
mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual mirando el
emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero romano,
declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y memorable
arquitectura; y habiéndose quitado de la claraboya, dijo al emperador: -«Mil
veces, sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad, y
arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna en el mundo.»
-«Yo os agradezco -respondió el emperador- el no haber puesto tan mal
pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré yo en ocasión que volváis
a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os mando que jamás me habléis, ni
estéis donde yo estuviere.» Y tras estas palabras le hizo una gran merced.
Quiero decir, Sancho, que el deseo de alcanzar
fama es activo en gran manera. ¿Quién piensas tú que arrojó a Horacio
del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del libre? ¿Quién
abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién impelió a Curcio a lanzarse en la
profunda sima ardiente que apareció en la mitad de Roma? ¿Quién, contra todos
los agüeros que en contra se le habían mostrado, hizo pasar el Rubicón a César?
Y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó en seco y
aislados los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo
Mundo? Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán
obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la
inmortalidad que sus famosos hechos merecen, puesto que los cristianos
católicos y andantes caballeros mas habemos de atender a la gloria de los
siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la
vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual
fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene
su fin señalado. Así, ¡oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del
límite que nos tiene puesto la religión cristiana, que profesamos. Hemos de
matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen
pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del animo; a la gula y al
sueno, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la
lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras
de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del
mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos,
famosos caballeros. Ves aquí, Sancho, los medios por donde se alcanzan los
extremos de alabanzas que consigo trae la buena fama.
-Todo lo que vuesa merced hasta aquí me ha
dicho -dijo Sancho- lo he entendido muy bien; pero, con todo eso, querría que
vuesa merced me sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido a la
memoria.
-Asolviese quieres decir, Sancho
-dijo don Quijote-. Di en buen hora; que yo responderé lo que supiere.
-Dígame, señor -prosiguió Sancho-: esos
Julios o Agostos, y todos esos caballeros hazañosos que ha dicho, que ya son
muertos, ¿dónde están agora?
-Los gentiles -respondió don Quijote- sin
duda están en el infierno; los cristianos, si fueron buenos cristianos, o están
en el purgatorio, o en el cielo.
-Está bien -dijo Sancho-; pero sepamos
ahora: esas sepulturas donde están los cuernos de esos señorazos, ¿tienen
delante de sí lámparas de plata, o están adornadas las paredes de sus capillas
de muletas, de mortajas, de cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si
desto no, ¿de qué están adornadas?
A lo que respondió don Quijote:
-Los sepulcros de los gentiles fueron por
la mayor parte suntuosos templos: las cenizas del cuerno de Julio César se
pusieron sobre una pirámide de piedra de desmesurada grandeza, a quien hoy
llaman en Roma la Aguja de San Pedro; al emperador Adriano le
sirvió de sepultura un castillo tan grande como una buena aldea, a quien
llamaron Moles Hadriani, que agora es el castillo de Santángel en Roma;
la reina Artemisa sepultó a su marido Mausoleo en un sepulcro que se tuvo por
una de las siete maravillas del mundo; pero ninguna destas sepulturas ni otras
muchas que tuvieron los gentiles se adornaron con mortajas, ni con otras
ofrendas y señales que mostrasen ser santos los que en ellas estaban
sepultados.
-A eso voy -replicó Sancho-. Y dígame
agora: ¿cuál es más: resucitar a un muerto o matar a un gigante?
-La respuesta está en la mano –respondió
don Quijote-: más es resucitar a un muerto.
-Cogido le tengo -dijo Sancho-. Luego la
fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza a los cojos y da
salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas, y están
llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adoran sus reliquias,
mejor fama será, para este y para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren
cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo.
-También confieso esa verdad –respondió
don Quijote.
-Pues esta fama, estas gracias, estas
prerrogativas, como llaman a esto -respondió Sancho-, tienen los cuerpos y las
reliquias de los santos: que, con aprobación y licencia de nuestra santa madre
Iglesia, tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos,
piernas, con que aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama. Los
cuernos de los santos, o sus reliquias, llevan los reyes sobre sus hombros,
besan los pedazos de sus huesos, adoran y enriquecen con ellos sus oratorios y
sus más preciados altares.
-¿Qué quieres que infiera, Sancho, de todo
lo que has dicho? -dijo don Quijote.
-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos
a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y
advierta, señor, que ayer o antes de ayer (que, según ha poco, se puede decir
desta manera) canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas
cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a
gran ventura el besarías y tocarlas, y están en más veneración que está, según
dije, la espada de Roldán en la armería del Rey nuestro señor, que Dios guarde.
Así que, señor mío, más vale ser un humilde frailecito, de cualquier orden que
sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de
diciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos, o a
endrigos.
-Todo eso es así -respondió don Quijote-;
pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva
Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en
la gloria.
-Sí -respondió Sancho-; pero yo he oído
decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes.
-Eso es -respondió don Quijote- porque es
mayor el número de los religiosos que el de los caballeros.
-Muchos son los andantes -dijo Sancho.
-Muchos -respondió don Quijote-; pero
pocos los que merecen nombre de caballeros.
En estas y otras semejantes pláticas se
les pasó aquella noche y el día siguiente, sin acontecerles cosa que de contar
fuese, de que no poco le pesó a don Quijote. En fin, otro día, al anochecer,
descubrieron la gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los
espíritus a don Quijote, y se le entristecieron a Sancho, porque no sabía la
casa de Dulcinea, ni en su vida la había visto, como no la había visto su
señor; de modo que el uno por verla, y el otro por no haberla visto, estaban
alborotados, y no imaginaba Sancho que había de hacer cuando su dueño le
enviase al Toboso. Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad entrada
la noche, y en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre unas encinas que
cerca del Toboso estaban, y llegado el determinado punto, entraron en la
ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan.