16. De lo que sucedió a don Quijote con un
discreto caballero de la Mancha
Con la alegría, contento y ufanidad que se
ha dicho seguía don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser
el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por
acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí
adelante; tenía en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de
los innumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni
de la pedrada que le derribé la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento
de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses.
Finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o manera como
desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor ventura que alcanzó,
o pudo alcanzar, el más venturoso caballero andante de los pasados siglos. En
estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho le dijo:
-¿No es bueno, señor, que aun todavía
traigo entre los ojos las desaforadas narices, y mayores de marca, de mi
compadre Tomé Cecial?
-Y ¿crees tú, Sancho, por ventura, que el
caballero de los Espejos era el bachiller Carrasco, y su escudero Tomé Cecial
tu compadre?
-No sé qué me diga a eso -respondió
Sancho-; sólo sé que las senas que me dio de mi casa, mujer y hijos no me las
podría dar otro que él mesmo; y la cara, quitadas las narices, era la misma de
Tomé Cecial, como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio
de mí misma casa; y el tono de la habla era todo uno.
-Estemos a razón, Sancho -replicó don
Quijote-. Ven acá: ¿en qué consideración puede caber que el bachiller Sansón
Carrasco viniese como caballero andante, armado de armas ofensivas y
defensivas, a pelear conmigo? ¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo
jamás ocasión para tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival, o hace él profesión de
las armas, para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?
-Pues ¿qué diremos, señor –respondió Sancho-, a esto de parecerse tanto
aquel caballero, sea el que se fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero a
Tomé Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamento, como vuesa merced ha
dicho, ¿no había en el mundo otros dos a quien se parecieran?
-Todo es artificio y traza -respondió don
Quijote- de los malignos magos que me persiguen; los cuales, anteviendo que yo
había de quedar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero
vencido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le
tengo se pusiese entre los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y
templase la justa ira de mi corazón, y desta manera quedase con vida el que con
embelecos y falsías procuraba quitarme la mía. Para prueba de lo cual ya sabes,
¡oh Sancho!, por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea
a los encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de
lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la hermosura
y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y
yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con cataratas en los
ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso encantador que se
atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho que haya hecho la de
Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la gloria del vencimiento de
las manos. Pero, con todo esto, me consuelo; porque, en fin, en cualquiera
figura que haya sido, he quedado vencedor de mi enemigo.
-Dios sabe la verdad de todo –respondió
Sancho.
Y como él sabía que la transformación de
Dulcinea había sido traza y embeleco suyo, no le satisfacían las quimeras de su
amo; pero no le quiso replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su
embuste.
En estas razones estaban, cuando los
alcanzó un hombre que detrás delios por el mismo camino venía sobre una muy
hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de
terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la
yegua era de campo y de la jineta, asimismo de morado y verde; traía un alfanje
morisco pendiente de un ancho tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de
la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz
verde; tan tersas y bruñidas, que por hacer labor con todo el vestido, parecían
mejor que si fueran de oro puro. Cuando llegó a ellos el caminante los saludó
cortésmente, y picando a la yegua, se pasaba de largo; pero don Quijote le
dijo:
-Señor galán, si es que vuesa merced lleva
el camino que nosotros y no importa el darse priesa, merced recibiría en que
nos fuésemos juntos.
-En verdad -respondió el de la yegua- que
no me pasara tan de largo si no fuera por temor que con la compañía de mi yegua
no se alborotara ese caballo.
-Bien puede, señor -respondió a esta sazón
Sancho-, bien puede tener las riendas a su yegua; porque nuestro caballo es el
más honesto y bien mirado del mundo; jamás en semejantes ocasiones ha hecho
vileza alguna, y una vez que se desmandó a hacerla la lastamos mi señor y yo
con las setenas. Digo otra vez que puede vuesa merced detenerse, si quisiere;
que aunque se la den entre dos platos, a buen seguro que el caballo no la
arrostre.
Detuvo la rienda el caminante, admirándose
de la apostura y rostro de don Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba
Sancho como maleta en el arzón delantero de la albarda del rucio; y si mucho
miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo
verde, pareciéndole hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta años;
las canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave;
finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas
prendas.
Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha
el de lo verde fue que semejante manera ni parecer de hombre no le había visto
jamás: admiróle la longura de su cuello, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza
y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato
no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra. Notó bien don Quijote la
atención con que el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su deseo; y
como era tan cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase
nada le salió al camino, diciéndole:
-Esta figura que vuesa merced en mí ha
visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría
yo de que le hubiese maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le
diga, como le digo, que soy caballero
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras
van.
Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme
en los brazos de la Fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise
resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días, que tropezando
aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran
parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo
casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros andantes; y
así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas he merecido andar ya en
estampa en casi todas o las más naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se
han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de
millares, si el cielo no lo remedia. Finalmente, por encerrarlo todo en breves
palabras, o en una sola, digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro
nombre llamado el Caballero de la Triste Figura; y puesto que las propias
alabanzas envilecen, esme forzoso decir yo tal vez las mías, y esto se entiende
cuando no se halla presente quien las diga; así que, señor gentilhombre, ni
este caballo, esta lanza, ni este escudo ni escudero, ni todas juntas estas
armas, ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar
de aquí adelante, habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago.
Calló en diciendo esto don Quijote, y el
de lo verde, según se tardaba en responderle, parecía que no acertaba a
hacerlo; pero de allí a buen espacio le dijo:
-Acertastes, señor caballero, a conocer
por mi suspensión mi deseo; pero no habéis acertado a quitarme la maravilla que
en mí causa el haberos visto; que puesto que, como vos, señor, decís, que el
saber ya quién sois me la podría quitar, no ha sido así; antes, agora que lo
sé, quedo más suspenso y maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros
andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías?
No me puedo persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare
doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en vuesa
merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que con esa
historia, que vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y verdaderas
caballerías se habrán puesto en olvido las innumerables de los fingidos
caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de las buenas
costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas historias.
-Hay mucho que decir -respondió don
Quijote- en razón de si son fingidas, o no, las historias de los andantes
caballeros.
-Pues ¿hay quien dude -respondió el Verde
que no son falsas las tales historias?
-Yo lo dudo -respondió don Quijote-, y
quédese esto aquí; que si nuestra jornada dura, espero en Dios de dar a
entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que
tienen por cierto que no son verdaderas.
Desta última razón de don Quijote tomó
barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato, y
aguardaba que con otras lo confirmase; pero antes que se divirtiesen en otros
razonamientos, don Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado
parte de su condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:
-Yo, señor Caballero de la Triste Figura,
soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere
servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda;
paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios
son el de la caza y pesca; pero no mantengo ni halcón ni galgos, cono algún
perdigón manso, o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros,
cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros:
los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo
más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento,
que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que
destos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y
muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y no nada
escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño
las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día;
reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por
no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que
blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que
sé que están desavenidos; soy devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la
misericordia
infinita de Dios, nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de
la vida y entretenimientos del hidalgo; y pareciéndole buena y santa y que
quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa
le fue a asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó
los pies una y muchas veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
-¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son
éstos?
-Déjenme besar -respondió Sancho-; porque
me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los
días de mi vida.
-No soy santo -respondió el hidalgo-, sino
gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno, como vuestra
simplicidad lo muestra.
Volvió Sancho a cobrar la albarda,
habiendo sacado a plaza la risa de la profunda malencolía de su amo y causado
nueva admiración a don Diego. Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y
díjole que una de las cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos,
que carecieron del verdadero
conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los de la fortuna,
en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos.
-Yo, señor don Quijote -respondió el
hidalgo-, tengo un hijo, que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de
lo que soy; y no porque él sea malo, sino porque no es tan bueno como yo
quisiera. Será de edad de diez y ocho años; los seis ha estado en Salamanca,
aprendiendo las lenguas latina y griega; y cuando quise que pasase a estudiar
otras ciencias, halléle tan embebido en la de la poesía (si es que se puede
llamar ciencia), que no es posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera
que estudiara, ni de la reina de todas, la teología. Quisiera yo que fuera
corona de su linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian
altamente las virtuosas y buenas letras; porque letras sin virtud son perlas en
el muladar. Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en
tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en tal epigrama; si
se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio. En
fin, todas sus conversaciones son con los libros de los referidos poetas, y con
los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de los modernos romancistas no
hace mucha cuenta; y con todo el mal cariño que muestra tener a la poesía de
romance, le tiene agora desvanecidos los pensamientos al hacer una glosa a
cuatro versos que le han enviado de Salamanca, y pienso que son de justa
literaria.
A todo lo cual respondió don Quijote:
-Los hijos, señor, son pedazos de las
entrañas de sus padres, y así, se han de querer, o buenos o malos que sean,
como se quieren las almas que nos dan vida; a los padres toca el encaminarlos
desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas
y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus
padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o
aquella ciencia no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será
dañoso; y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan
venturoso el estudiante, que le dio el cielo padres que se lo dejen, seda yo de
parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinados; y
aunque la de la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que
suelen deshonrar a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es
como una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa, a quien
tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son
todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de
autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traída
por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones
de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe
tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio; hala de tener, el que
la tuviere, a raya, no dejándola correr en tomes sátiras ni en desalmados
sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera, si ya no fuere en poemas
heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias alegres y artificiosas; no se
ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer
ni estimar los tesoros que en ella se encierran. Y no penséis, señor, que yo
llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde; que todo aquel que no
sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo; y
así, el que con los requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será
famoso y estimado su nombre en todas las naciones políticas del mundo. Y a lo
que decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doime
a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande
Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en
griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron
en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las extranjeras para
declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón sería se
extendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el
poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno,
que escribe en la suya. Pero vuestro hijo (a lo que yo, señor, imagino) no debe
de estar mal con la poesía de romance, sino con los poetas que son meros
romancistas, sin saber otras lenguas ni otras ciencias que adornen y despierten
y ayuden a su natural impulso, y aun en esto puede haber yerro; porque, según
es opinión verdadera, el poeta nace: quieren decir que del vientre de su madre
el poeta natural sale poeta; y con aquella inclinación que le dio el cielo, sin
más estudio ni artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: est
Deus in nobis... etcétera. También digo que el natural poeta que se ayudare
del arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte
quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza, sino
perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte con la
naturaleza, sacarán un perfetísimo Poeta. Sea, pues, la conclusión de mi
plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su
estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de ser, y
habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las ciencias, que es el de
las lenguas, con ellas por sí mesmo subirá a la cumbre de las letras humanas,
las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y espada, y así le adornan,
honran y engrandecen como las mitras a los obispos, o como las garnachas a los
peritos jurisconsultos. Riña vuesa merced a su hijo si hiciere sátiras que perjudiquen
las honras ajenas, y castíguele, y rómpaselas; pero si hiciere sermones el modo
de Horacio, donde reprehenda los vicios en general, como tan elegantemente él
lo hizo, alábele; porque lícito es al poeta escribir contra la invidia, y decir
en sus versos mal de los invidiosos, y así de los otros vicios, con que no
señale persona alguna; pero hay poetas que a trueco de decir una malicia, se
pondrán a peligro que los destierren a las islas de Ponto. Si el poeta fuere
casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es lengua del
alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendran, tales serán sus
escritos; y cuanto los reyes y príncipes veen la milagrosa ciencia de la poesía
en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los
enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el
rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales
coronas veen honradas y adornadas sus sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán del
razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opinión que con
él tenía, de ser mentecato. Pero a la mitad desta plática, Sancho, por no ser
muy de su gusto, se había desviado del camino a pedir un poco de leche a unos
pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas, y, en esto, ya volvía a
renovar la plática el hidalgo, satisfecho en extremo de la discreción y buen
discurso de don Quijote, cuando alzando don Quijote la cabeza vio que por el
camino por donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y creyendo
que debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que
viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los
pastores, y a toda priesa picó al rucio, y llegó donde su amo estaba, a quien
sucedió una espantosa y desatinada aventura.