El cual aún todavía dormía. Pidió las
llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros autores del daño, y
ella se las dio de muy buena gana; entraron dentro todos, y la ama con ellos, y
hallaron más de cien cuernos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros
pequeños; y así como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran
priesa, y tomó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
-Tome vuestra merced, señor licenciado;
rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen
estos libros, y nos encanten, en pena de la que les queremos dar echándoles del
mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad
del ama y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno,
para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen
castigo de fuego.
-No -dijo la sobrina-; no hay para qué
perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallos
por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos, y pegarles fuego; y si no,
llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que
las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello
sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en
las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
-Parece cosa de misterio ésta; porque,
según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió
en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me
parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin excusa
alguna, condenar al fuego.
-No, señor -dijo el barbero-; que también
he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han
compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa
razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
-Es -díjo el barbero- las Sergas de
Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
-Pues, en verdad -dijo el cura-, que no le
ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama; abrid esa ventana y
echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el
bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el
fuego que le amenazaba.
-Adelante -dijo el cura.
-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís
de Grecia; y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje
de Amadís.
-Pues vayan todos al corral -dijo el
cura-; que a trueco de quemar a la reina Pintiquinestra, y al pastor Darinel, y
a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con
ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
De ese parecer soy yo -dijo el barbero.
-Y aun yo -añadió la sobrina.
-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al
corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella
ahorró la escalera, y dio con ellos por la ventana abajo.
-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.
-Este es -respondió el barbero- Don
Olivante de Laura.
-El autor de ese libro -dijo el cura- fue
el mesmo que compuso a Jardín de flores; y en verdad que no sepa
determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o, por decir mejor, menos
mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral, por disparatado y arrogante.
-Este que se sigue es Florismarte de
Hircania -dijo el barbero.
-¿Ahí está el señor Florismarte? –replicó
el cura-. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su extraño
nacimiento y soñadas aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y
sequedad de su estilo. Al corral con él, y con esotro, señora ama.
-Que me place, señor mío -respondía ella;
y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
-Este es El caballero Platir -dijo
el barbero.
-Antiguo libro es ése -dijo el cura-, y no
hallo en él cosa que merezca venia. Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y
vieron que tenía por titulo El Caballero de la Cruz.
-Por nombre tan santo como este libro
tiene se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir, «tras la
cruz está el diablo»: vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
-Este es Espejo de caballerías.
-Ya conozco a su merced -dijo el cura-.
Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más
ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en
verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera
porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también
tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y
que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno, pero si
habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.
-Pues yo le tengo en italiano -dijo el
barbero-; mas no le entiendo.
-Ni aun fuera bien que vos le
entendiérades -respondió el cura-; y aquí le perdonáramos al señor capitán que
no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su
natural valor; y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso
quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad
que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento.
Digo, en efeto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas
cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más
acuerdo se vea lo que se ha de hacer delios, ecetuando a un Bernardo del
Carpio que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles; que éstos,
en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del
fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy
acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la
verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vio que era Palmerín
de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de
Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:
-Esa oliva se haga luego rajas y se queme,
que aun no queden della las cenizas, y esa palma de Ingalaterra se guarde y se
conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que halló
Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las
obras del poeta Homero. Este libro,
señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él es por si muy
bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal.
Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande
artificio; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del
que habla, con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen
parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres
del fuego, y todos los demás, sin hacer más caía y cata, perezcan.
-No, señor compadre -replicó el barbero-;
que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís.
-Pues ése -replicó el cura-, con la
segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para
purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del
castillo de la Fama y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se
les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de
misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra
casa; mas no los dejéis leer a ninguno.
-Que me place -respondió el barbero.
Y sin querer cansarse más en leer libros
de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en
el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de
quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y asiendo casi
ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó
uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que
decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una
gran voz-. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago
cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos.
Aquí está don kirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás
de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante
hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores
y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito,
su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el
mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus
camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los
demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo
compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras
por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad
cuanto dél os he dicho.
-Así será -respondió el barbero-; pero
¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
-Estos -dijo el cura- no deben de ser de
caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana,
de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mismo
género:
-Estos no merecen ser quemados, como los
demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho; que
son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.
-¡Ay, señor! -dijo la sobrina-. Bien los
puede vuestra merced mandar quemar, como a los demás; porque no sería mucho
que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos
se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y
tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad
incurable y pegadiza.
-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-,
y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión de delante. Y pues
comenzamos por La Diana, de Montemayor, soy de parecer que no se queme,
sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua
encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa,
y la honra de ser primero en semejantes libros.
-Este que se sigue -dijo el barbero- es La
Diana llamada segunda del Salmantino, y éste, otro que tiene el
mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
-Pues la del Salmantino -respondió el
cura- acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil
Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre;
y démonos prisa; que se va haciendo tarde.
-Este libro es -dijo el barbero abriendo
otro- Los diez libros de Fortuna de amor, compuestos por Antonio de Lofraso,
poeta sardo.
-Por las órdenes que recebí -dijo el
cura-, que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas,
tan gracioso ni tan disparatado libro domo ése no se ha compuesto, y que, por
su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la
luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás
cosa de gusto. Dádmele acá, compadre; que precio más haberle hallado que si me
dieran una sotana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el
barbero prosiguió diciendo:
-Estos que se siguen son El Pastor de
Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.
-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-
sino entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me pregunte el por qué, que
sería nunca acabar.
-Este que viene es El Pastor de Fílida.
-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy
discreto cortesano: guárdese como joya preciosa.
-Este grande que aquí viene se intitula
-dijo el barbero- Tesoro de varias poesías.
-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-,
fueran más estimadas: menester es que este libro se escarde y limpie de algunas
bajezas que entre sus grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío,
y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
-Este es -siguió el barbero- El
Cancionero, de López Maldonado.
-También el autor de ese libro -replicó el
cura- es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye; y
tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en
las églogas; pero nunca lo bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero
¿qué libro es ese que está junto a él?
-La Galatea, de Miguel de Cervantes
-dijo el barbero.
-Muchos años ha que es grande amigo mío
ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro
tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester
esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo
la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle
recluso en vuestra posada, señor compadre.
-Que me place -respondió el barbero-. Y
aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso de Ercilla; La
Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrato, de
Cristóbal de Virués, poeta valenciano.
-Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores
que, en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir
con los más famosos de Italia; guárdense como las más ricas prendas de poesía
que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así,
a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto
uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el
nombre- si tal libro hubiera mandado quemar; porque su autor fue uno de los
famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción
de algunas fábulas de Ovidio.