38. Que trata del curioso discurso que
hizo don Quijote de las armas y las letras
Prosiguiendo don Quijote dijo:
-Pues comenzamos en el estudiante por la
pobreza y sus partes, veamos si es más rico el soldado. Y veremos que no hay
ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su
paga, que viene o tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable
peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta,
que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del
invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña
rasa, con sólo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío, tengo por
averiguado que debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues esperad que
espere que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades en la
cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha;
que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella a
su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas. Lléguese, pues, a todo esto,
el día y la hora de recebir el grado de su ejercicio; lléguese un día de
batalla; que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas, para
curarle algún balazo, que quizá le habrá pasado las sienes, o le dejará
estropeado de brazo o pierna. Y cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso
le guarde y conserve sano y vivo, podrá ser que se quede en la mesma pobreza
que antes estaba, y que sea menester que suceda uno y otro rencuentro, una y
otra batalla, y que de todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos
milagros vense raras veces. Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello:
¿cuán menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella?
Sin duda, habéis de responder, que no tienen comparación, ni se pueden reducir
a cuenta Los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres
letras de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados; porque de faldas,
que no quiero decir de mangas, todos tienen en qué entretenerse; así que,
aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio.
Pero a esto se puede responder que es más
fácil premiar a dos mil letrados que a treinta mil soldados, porque a aquellos
se premian con darles oficios que por fuerza se han de dar a los de su
profesión, y a éstos no se pueden premiar sino con la mesma hacienda del señor
a quien sirven; y esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero
dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos
a la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está
por averiguar, según son las razones que cada una de su parte alega; y entre
las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las
armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que
las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados.
A esto responden las armas que las leyes
no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las
repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los
caminos, se despejan los mares de cosarios, y, finalmente, si por ellas no
fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de
mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la
guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus previlegios y de sus
fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de
estimar en más. Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo,
vigilias, hambre, desnudez, vaguidos de cabeza, indigestiones de estómago, y
otras cosas a éstas adherentes, que, en parte, ya las tengo referidas; mas
llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al
estudiante en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso
está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad y pobreza puede
llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado, que,
hallándose cercado en alguna fuerza, y estando de posta o guarda en algún
rebellín o caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte
donde él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligro
que de tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es dar noticia a su
capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y él estarse
quedo, temiendo y esperando cuándo improvisamente ha de subir a las nubes sin
alas, y bajar al profundo sin su voluntad. Y si éste parece pequeño peligro,
veamos si le iguala o hace ventaja el de embestirse dos galeras por las proas
en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al
soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y, con todo
esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le
amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no
distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría
a visitar los profundos senos de Neptuno, y, con todo esto, con intrépido
corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta
arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que
más es de admirar, que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la
fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si éste también cae en el
mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede sin dar tiempo al
tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar
en todos los trances de la guerra.
¡Bien hayan aquellos benditos siglos que
carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la
artillería¡ a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando
el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y
cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cómo o
por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes
pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó
del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y
acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos
siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de
haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es
esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo,
todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la
ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi
espada, por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere
servido; que tanto seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto a
mayores peligros me he puesto que se pusieron los caballeros andantes de los
pasados siglos.
Todo este largo preámbulo dijo don Quijote
en tanto que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado a la boca, puesto
que algunas veces le había dicho Sancho Panza que cenase; que después habría
lugar para decir todo lo que quisiere. En los que escuchado le habían sobrevino
nueva lástima, de ver que hombre que, al parecer, tenía buen entendimiento y
buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan
rematadamente en tratándole de su negra y pizmienta caballería. El cura le dijo
que tenía mucha razón en todo cuanto había dicho en favor de las armas, y que
él, aunque letrado y graduado, estaba de su mesmo parecer.
Acabaron de cenar, levantaron los
manteles, y en tanto que la ventera, su hija y Maritornes aderezaban el
camaranchón de don Quijote de la Mancha, donde habían determinado que aquella
noche las mujeres solas en él se recogiesen, don Fernando rogó al cautivo les
contase el discurso de su vida, porque no podría ser sino que fuese peregrino y
gustoso, según las muestras que había comenzado a dar, viniendo en compañía de
Zoraida. A lo cual respondió el cautivo que de muy buena gana haría lo que se
le mandaba, y que sólo temía que el cuento no había de ser tal, que les diese
el gusto que él deseaba; pero que, con todo eso, por no faltar en obedecelle,
le contaría. El cura y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo
rogaron; y él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran menester megos adonde
el mandar tenía tanta fuerza.
-Y así, estén vuestras mercedes atentos, y
oirán un discurso verdadero a quien podría ser que no llegasen los mentirosos
que con curioso y pensado artificio suelen componerse.
Con esto que dijo hizo que todos se
acomodasen y le prestasen un grande silencio; y él, viendo que ya callaban y
esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable y reposada comenzó a decir
desta manera: