3. Donde se cuenta la graciosa manera que
tuvo don Quijote en armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió
su venteril y limitada cena; la cual acabada. Llamó al ventero y, encerrándose
con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
-No me levantaré jamás de donde estoy,
valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle
quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus
pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse
ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le
hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.
-No esperaba yo menos de la gran
magnificencia vuestra, señor mío -respondió don Quijote-; y así, os digo que el
don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado es que mañana
en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste
vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo
que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del
mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de
la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a
semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un
poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped,
acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener que
reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba
muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y
natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda
presencia mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había
dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando
sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán,
Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de
Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo, y otras
diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de
sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo
algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente, dándose a
conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a
lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su
hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de
cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les
tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder
velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que en
caso de necesidad él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche
las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios
servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado
caballero, y tan caballero, que no pudiese ser más en el mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondióle
don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias
de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el
ventero que se engañaba: que, puesto caso que en las historias no se escribía,
por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una
cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dinero y camisas limpias,
no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y
averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos
y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles;
y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para
curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los campos y desiertos
donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que
tenían algún sabio encantador por amigo. que luego los socorría, trayendo por
el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de
tal virtud, que en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de
sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido; mas que en tanto que
esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus
escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran
hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no
tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), ellos mesmos lo llevaban todo
en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo,
como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión
semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros
andantes; y por esto le daba por consejo, pues aun se lo podía mandar como a su
ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin
dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con
ellas, cuando menos se pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se
le aconsejaba, con toda puntualidad, y así, se dio luego orden como velase las
armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y recogiéndolas don
Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando
su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear
delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban
en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de
caballería que esperaba. Admiráronse de tan extraño género de locura y
fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces
se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin
quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta
claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera,
que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto
a uno de los harrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue
menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual,
viéndole llegar, en voz alta le dijo:
-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido
caballero. que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se
ciñó espada! Mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en
pago de tu atrevimiento.
No se curó el harriero destas razones (y
fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de
las correas, las arrojó gran trecho de si. Lo cual visto por don Quijote, alzó
los ojos al cielo y, puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora
Dulcinea, dijo:
-Acorredme, señora mía, en esta primera
afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece: no me desfallezca en
este primero trance vuestro favor y amparo.
Y diciendo estas y otras semejantes
razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran
golpe al harriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que
si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho
esto, recogió sus armas y tomó a pasearse con el mismo reposo que primero.
Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido
el harriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos y,
llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote
palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la
lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo harriero,
porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y
entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta
mano a su espada, dijo:
-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y
vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu
grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo,
que si le acometieran todos los harrieros del mundo, no volviera el pie atrás.
Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a
llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con
su adarga, y no osaba apartar de la pila, por no desamparar las armas. El
ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho cómo era loco, y
que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las
daba. mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo
era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se
tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recibido la orden de
caballería, que él le diera a entender su alevosía: «pero de vosotros, soez y
baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid, y ofendedme en cuanto
pudiéredes; que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y
demasía».
Decía esto con tanto brío y denuedo, que
infundía un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las
persuasiones del ventero, le dejaron de tirar; y él dejó retirar a los heridos,
y tomó a la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las
burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería
luego, antes que otra desgracia sucediese; y así, llegándose a él, se desculpó
de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese
cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole cómo
ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba
de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero
consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del
ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer; y que
ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos
horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que
él estaba allí pronto para obedecerle y que concluyese con la mayor brevedad
que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no
pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le mandase, a
quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano,
trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los harrieros,
y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas
doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas;
y, leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la
leyenda alzó la mano y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su
mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que
rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la
cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca
para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que
ya habían visto del novel caballero les tenían la risa a raya. Al ceñirle la espada
dijo la buena señora:
-Dios haga a vuestra merced muy venturoso
caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba,
porque él supiese de allí adelante a quién que daba obligado por la merced
recebida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el
valor de su brazo.
Ella respondió con mucha humildad que se
llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo, que vivía a
las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le
serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le
hiciese merced que de allí adelante se pusiese don, y se llamase doña Tolosa.
Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela; con la cual le pasó casi el
mismo coloquio que con la de la espada. Preguntóle su nombre. y dijo que se
llamaba la Molinera y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la
cual también rogó don Quijote que se pusiese don, y se llamase doña Molinera,
ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y apriesa las
hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a
caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió
en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas agradeciéndole la
merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El
ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más
breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le
dejó ir a la buen hora.