PRIMERA PARTE
1. Que trata de la condición y ejercicio
del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no
quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama
que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un
mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión
recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay
alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas
verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a
nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho
hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer
libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto
el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de
sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su
casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien
como los que compuso el famoso Feliciano de Silva; porque la claridad de su
prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando
llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes
hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera
mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura.» Y también
cuando leía: «... los altos cielos que de vuestra divinidad divina mente con
las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece
la vuestra grandeza».
Con estas razones perdía el pobre
caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido,
que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para
sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía,
porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo
lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella
inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin
al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun
saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido
mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra, o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás,
barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le
podía comparar era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy
acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón
como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su
lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de
turbio en turbio; y así, del poco
dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el
juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en sus libros, así de
encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros,
amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones
que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él
que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver
con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por
medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los
brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella
generación gigantea, que todo son soberbios y desconfiados, él solo era afable
y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más
cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende
robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera
él por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su
sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a
dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le
pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el
servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo
con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello
que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándola, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre
ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de
Trapisonda; y así, con estos tan
agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio
priesa a poner en efeto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas
armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho,
luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y
aderezólas lo mejor que pudo; pero vio que tenía una gran falta, y era que no
tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria,
porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión,
hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte
y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes,
y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no
dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por
asegurarse deste peligro, la tomó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de
hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza y,
sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima
de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía
más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum
pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro
ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en
imaginar qué nombre le pondría; porque (según se decía él a si mesmo) no era
razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por si, estuviese sin
nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera, que declarase quién
había sido antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues
estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el
nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al
nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tomó a hacer en su memoria e imaginación, al
fin le vino a llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su
caballo, quiso ponérsele a si mismo, y en este pensamiento duró otros ocho
días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde, como queda dicho,
tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se
debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero,
acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse
Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al
suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su
parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el
sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del
morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a
entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse:
porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo
sin alma. Decíase él a si: «Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte,
me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los
caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por la mitad del
cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien
enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora,
y diga con voz humilde y rendida: "Yo, señora, soy el gigante
Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el
cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra
grandeza disponga de mi a su talante"?» ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caballero cuando hubo hecho este discurso y más cuando halló a quien dar nombre
de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una
moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado,
aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. Llamábase
Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus
pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase
y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino
y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
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